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En resumen, volví luego al buque, pedí las tres cuartas partes de la tripulación para que me ayudara en la inmensa tarea de desollar los millares de osos y llevar a bordo sus jamones. Lo demás fue arrojado al agua, aunque salado hubiera hecho un alimento pasadero.

Cuando estuvimos de vuelta, envié en nombre del capitán algunos jamones a los lores del Almirantazgo y del Tesoro, al lord corregidor y al alcalde de Londres y a los clubs del comercio, distribuyendo los demás entre mis amigos. De todos recibí cumplidas gracias; y la City me devolvió el obsequio, invitándome a la comida anual que se celebra con motivo del nombramiento del lord corregidor.

Envié las pieles de los osos a la emperatriz de Rusia para pellizas de invierno de toda su corte, y Su Majestad Imperial me contestó en una carta autógrafa que me trajo un embajador extraordinario, y en que me rogaba fuera allá a compartir su corona.

Pero como yo no he tenido nunca afición a la soberanía, rechacé en los mejores términos el ofrecimiento de la emperatriz.

El embajador que me había traído el autógrafo, tenía orden de esperar mi contestación para llevarla a Su Majestad. Una segunda carta que recibí de la emperatriz me convenció de la elevación de su espíritu y de la violencia de su pasión. Su última enfermedad, que la sorprendió en el momento en que, ¡pobre y tierna mujer!, departía con el conde Dolgoruki, no debe atribuirse sino a mi crueldad con ella.

No sé qué efecto produzco en las damas; pero debo decir que la emperatriz de Rusia no es la única de su sexo que desde lo alto de su trono me ha ofrecido su mano.

Se ha hecho correr el rumor de que el capitán Philipps no fue tan lejos en su expedición al polo Norte, como hubiera podido ir; y es mi deber salir en su defensa en este punto.

Nuestro barco estaba en buen camino de llegar al polo, cuando yo lo cargué de tal cantidad de pieles de oso y jamones, que hubiera sido una locura ir más lejos: no hubiéramos podido navegar contra el más ligero viento contrario, ni menos contra los témpanos que embarazan el mar en aquellas latitudes.

El capitán declaró después muchas veces cuánto sentía no haber tomado parte en aquella gloriosa jornada, que él llamaba enfáticamente la jornada de las pieles de oso.

Él, la verdad, está celoso de mi gloria y procura por todos los medios oscurecerla. Sobre esto hemos reñido muchas veces, y hoy mismo no estamos muy bien avenidos. Pretende, por ejemplo, que no hay gran mérito en haber engañado a los osos metiéndose en la piel de uno de ellos, y que él se hubiera ido derecho al bulto sin piel ni disfraz ninguno, y no habría hecho menos carne.

Pero es un punto muy delicado éste para que un hombre que tiene pretensiones de buena educación se arriesgue a discutir con un noble par de Inglaterra.

CAPITULO XV

NOVENA AVENTURA POR MAR

Hice otro viaje, de Inglaterra a las Indias Orientales, con el capitán Hamilton. Llevaba yo un perro de muestra, que valía, en la propia acepción de la palabra, todo el oro que pesaba, porque nunca me faltó. Un día en que, según los cálculos más fijos, nos hallábamos a trescientas millas, lo menos, de tierra, mi perro se quedó de muestra. Yo lo vi con asombro permanecer más de una hora en esta posición de acecho. Di conocimiento de esto al capitán y a los oficiales del buque, y les aseguré que debíamos hallarnos cerca de tierra, puesto que mi perro venteaba la caza. Todos ellos se echaron a reír; pero esto no me hizo modificar la buena opinión que de mi perro tenía.

Después de una discusión sobre el asunto, acabé por declarar francamente al capitán que tenía más confianza en la nariz de mi Trai que en los ojos de todos los marinos que allí iban, y aposté audazmente cien guineas, suma que llevaba para aquel viaje, que antes de media hora habíamos de encontrar caza.

El capitán, que era un excelente sujeto, se echó a reír otra vez y rogó a M. Crawford, nuestro médico, que me tomara el pulso. El hombre de ciencia obedeció al capitán y declaró que estaba en perfecta salud.

Pusiéronse entonces a hablar en voz baja; pero con todo logré coger al vuelo alguna palabra de su conversación.

– No está en sana razón -decía el capitán-, y no puedo honradamente aceptar su apuesta.

– Soy de parecer enteramente contrario -contestó el médico-, el barón está en su cabal juicio y tiene más confianza en el olfato de su perro que en la ciencia de los marinos; ni más ni menos. En todo caso, perderá y lo habrá merecido.

– No es noble, por mi parte, aceptar semejante apuesta -repitió el capitán-. Sin embargo, dejaré bien puesto mi honor devolviéndole su dinero, después de habérselo ganado.

Trai no se había movido durante esta conversación, lo que confirmó aún más mi creencia. Por segunda vez propuse la apuesta, y fue por último aceptada.

No bien se hubo aceptado la apuesta, cuando unos marineros que pescaban en un bote amarrado a la popa del barco cogieron un enorme perro marino, que subieron luego a bordo. Comenzaron a despedazarlo y le encontraron en el buche doce perdices vivas.

Los pobres pájaros habitaban allí hacía mucho tiempo, puesto que una de las perdices estaba en incubación de cinco huevos, de los cuales uno estaba para dar el pollo cuando se abrió el pez.

Criamos estos pollos con una carnada de gatos que habían nacido algunos minutos antes. La gata los quería tanto como a sus hijos, y se sentía mal cuando alguno de los pollos se alejaba de ella y tardaba en volver.

Como en nuestra pesca había cuatro perdices que entraron en incubación a su vez, tuvimos caza en nuestra mesa todo el tiempo del viaje.

Para recompensar a mi Trai por las cien guineas que me había hecho ganar, le di todos los huesos de las perdices que nos comimos y de vez en cuando un pollo entero.

CAPITULO XVI

DÉCIMA AVENTURA POR MAR

(Segundo viaje a la Luna)

Ya os he hablado, señores, de un viaje que hice a la Luna a buscar mi hacha de plata. Después tuve ocasión de volver a ella, pero de una manera mucho más agradable, permaneciendo allí bastante tiempo para hacer varias observaciones, que voy a comunicaros tan exactamente como mi memoria me lo permita.

A uno de mis parientes lejanos se le metió en la cabeza que debía haber absolutamente en alguna parte un pueblo igual en tamaño al que Gulliver pretende haber hallado en el reino de Brobdingnag, y resolvió partir en busca de este pueblo, rogándome que lo acompañara.

Por mi parte, yo había considerado siempre que la narración de Gulliver no era sino un cuento de niños, y no creía más en la existencia de Brobdingnag que en la del El dorado; pero como este honorable pariente me había instituido su heredero universal, ya comprenderéis que le debía algunos miramientos.

Llegamos felizmente a los mares del Sur sin encontrar nada digno de mención, a no ser algunos hombres y mujeres volantes que danzaban el minué en los aires.

Dieciocho días después de haber pasado a Otaiti, se desencadenó un huracán que arrebató nuestro barco a cerca de mil leguas sobre el nivel del mar y nos mantuvo en esta posición durante mucho tiempo.

Por último, un viento favorable infló nuestras velas y nos llevó con rapidez extraordinaria.

Viajábamos hacía seis semanas por encima de las nubes, cuando descubrimos una vasta tierra, redonda y brillante, semejante a una espléndida isla. Entramos en un excelente puerto, saltamos a tierra y encontramos el país habitado.

Alrededor, veíamos ciudades, árboles, montañas, ríos, lagos, de tal manera que creímos haber vuelto a la Tierra que habíamos dejado.