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Mi protector, que no podía llevar en calma que un francés hubiera hecho más que él, tomó el cañón al hombro, y después de ponerlo en equilibrio, saltó derecho a la mar y fue nadando con él hasta la orilla opuesta del canal.

Por desgracia, tuvo la mala idea de lanzar el cañón a la ciudadela por restituirlo a su lugar; digo por desgracia, porque en el momento de balancearlo como quien tirara a la barra, se le deslizó de la mano y cayó al canal, donde yace todavía y probablemente yacerá hasta el día del juicio final.

Este asunto fue el que indispuso al barón con el sultán. La historia del tesoro estaba ya olvidada, como quiera que el Gran Turco tenía bastantes rentas para llenar de nuevo sus arcas, y por invitación directa de él se hallaba otra vez en Turquía el barón. Allí estaría aún probablemente, si la pérdida de aquella enorme pieza de artillería no hubiera enojado al sultán hasta el punto de mandar que le cortaran la cabeza al barón.

Pero cierta sultana que tenía a mi amo en gran estima, le avisó esta sanguinaria resolución; más aún, lo tuvo oculto en su aposento, mientras el funcionario encargado de ejecutarlo lo buscaba por todas partes.

Bajo tan alta protección, la noche siguiente huimos a bordo de un barco que se de hacía a la vela para Venecia, y escapamos así dichosamente de tan inminente y terrible peligro.

El barón no gusta de recordar esta historia, porque esta vez no logró realizar lo que se había propuesto y también porque estuvo en riesgo de dejar la piel en la empresa.

Sin embargo, como no es en manera alguna ofensiva a su honor, tengo yo el gusto de contarla en cuanto él vuelve la espalda.

Ahora, señores, conocéis a fondo al barón Münchhausen, y creo que no tendréis ninguna duda sobre su veracidad; pero a fin de que no podáis dudar tampoco de la mía, es menester que os diga en pocas palabras quién soy yo.

Mi padre era originario de Berna, en Suiza, donde ejercía el empleo de inspector de calles, callejuelas, avenidas y puentes: estas funciones dan en esta ciudad el título… el título de barrendero.

Mi madre, natural de las montañas de Saboya, llevaba en el cuello una papera de un tamaño y belleza verdaderamente notables, lo que no es raro en las mujeres de aquel país. Desde muy joven abandonó a sus padres, y su buena estrella la llevó a la ciudad donde mi padre había nacido.

Anduvo algún tiempo vagabunda, y teniendo mi padre la misma afición natural, se encontraron un día en la casa de corrección.

Enamoráronse de buenas a primeras y luego se casaron. Pero esta unión no fue muy dichosa que digamos: mi padre no tardó mucho en separarse de mi madre, asignándole por toda pensión de alimentos la renta de una tienda de ropa vieja que le echó a la espalda.

La buena mujer se agregó luego a una compañía ambulante que hacía títeres con muñecos, hasta que la fortuna acabó por conducirla a Roma, donde se puso a vender ostras.

Sin duda habréis oído hablar del papa Ganganelli, conocido por el hombre de Clemente XIV, y sabréis cuánta afición tenía a las ostras. Un viernes que iba con gran solemnidad a decir misa a San Pedro, vio las ostras de mi madre, que eran, según me dijo muchas veces ella misma, hermosas y frescas, y no pudo menos de detenerse a probarlas.

Con esto, hizo detenerse a las quinientas personas que lo seguían y avisó a las que esperaban en la iglesia que no podía decir misa aquella mañana.

Bajó, pues, del caballo, porque los papas van a caballo en las solemnes ocasiones, entró en la tienda de mi madre y se comió todas las ostras que tenía dispuestas; pero como tenía más en el almacén, Su Santidad hizo entrar a su séquito, el cual acabó de agotar la provisión.

El papa y los suyos permanecieron allí hasta la noche, y antes de salir, colmaron de indulgencias a mi madre para todas sus culpas pasadas, presentes y futuras.

Ahora, señores, me permitiréis no explicaros más claramente lo que tengo yo de común con esta historia de ostras: creo que me habréis comprendido bien para saber a qué ateneros sobre mi nacimiento.

CAPÍTULO XIII

REANUDA EL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN SU NARRACIÓN

Corno puede suponerse, los amigos del barón no dejaban de suplicarle que continuara la narración, tan instructiva como interesante, de sus singulares aventuras; pero estas súplicas fueron inútiles por algún tiempo. El barón tenía la loable costumbre de no hacer nada sino a su capricho, y la más loable todavía de no dejarse desviar, por ningún pretexto, de este principio bien establecido.

Por fin llegó la noche tan deseada, y una carcajada del barón anunció a sus amigos que había venido la inspiración y que iba a satisfacer a sus deseos e instancias.

«Conticuere omnes, intentique ora tenebant» [8]

O hablando más claro, todos guardaron silencio y pusieron atento oído a su palabra.

Y levantándose sobre el bien mullido sofá Münchhausen, semejante a Eneas, comenzó a hablar en los términos siguientes:

Durante el último sitio de Gibraltar, me embarqué en una flota mandada por lord Rodney, destinada a abastecer esta plaza.

Quería yo hacer una visita a mi antiguo amigo, el general Elliot, que ganó en la defensa de esta fortaleza laureles que no podrá marchitar el tiempo.

Después de haber dado algunos instantes a las primeras expansiones de la amistad, recorrí la fortaleza con el general a fin de reconocer los trabajos y disposiciones del enemigo. Había llevado yo de Londres un excelente telescopio, comprado en casa de Dollond.

Con ayuda de este instrumento descubrí que el enemigo apuntaba al bastión donde nos hallábamos, una pieza de a 36. Se lo dije al general, que verificó el hecho y vio que no me había engañado.

Con su permiso, me hice traer una pieza de a 48, que había en la batería inmediata, y la apunté con tal exactitud, que estaba seguro de dar en el blanco, pues en lo tocante a artillería, puedo enorgullecerme de no haber encontrado aún quien se me ponga delante.

Observé entonces con la mayor atención los movimientos de los artilleros enemigos, y en el momento de aplicar la mecha a su pieza, hice yo la señal a los nuestros para que hicieran fuego.

Las dos balas se encontraron a la mitad de su trayecto y chocaron con tan terrible violencia, que se produjo el más sorprendente efecto.

La bala enemiga volvió atrás tan rápidamente, que no sólo se llevó la cabeza del artillero que la había disparado, sino que decapitó también a dieciséis soldados más que huían hacia la costa de África.

Antes de llegar al país de Berbería rompió los palos mayores de tres grandes buques que había en el puerto, anclados en línea recta, penetró doscientas millas inglesas en el interior del país, derribó el techo de una cabaña de campesinos, y después de haberle arrancado a una pobre vieja que allí dormía el único diente que le quedaba, se detuvo al fin en su tragadero. Su marido, que entró poco después, procuró sacarle el proyectil, y no pudiendo conseguirlo tuvo la feliz idea de hundírselo a golpe de mazo en el estómago, de donde salió algún tiempo después por el conducto natural.

Y no fue éste el único servicio que nos prestó la bala, pues no se contentó con rechazar de la manera que hemos visto la del enemigo, sino que continuando su camino, arrancó de su cureña la pieza apuntada contra nosotros y la arrojó con tal violencia contra el casco de un buque, que este último comenzó a hacer agua y se fue muy pronto al fondo con un millar de marineros e igual número de soldados de marina que en él había.

Fue éste, a no dudar, un hecho extraordinario; no quiero, sin embargo, atribuírmelo a mí solo: cierto que el honor de la idea primera pertenece a mi sagacidad, pero la casualidad me secundó en cierta proporción. Así pues, hecho ya el tiro, me apercibí de que el cañón había recibido doble carga de pólvora; y de aquí el maravilloso efecto producido por nuestra bala en la del enemigo y el alcance extraordinario del proyectil.

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[8] «Callaron todos, y escuchaban con rostros atentos.» (Nota de! autor.) Eneida, II, 1.