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Enric Rosquelles: Cuando por fin volví a Z todo era tan distinto

CUANDO POR FIN volví a Z todo era tan distinto que pensé que me había equivocado de pueblo. En primer lugar nadie me reconoció, lo que resultaba extraordinario ya que durante muchas semanas fui el personaje más famoso del lugar y costaba creer que en tan poco tiempo todo el asunto hubiera sido olvidado. En segundo lugar, yo mismo no reconocí muchos de los edificios y calles de Z, como si en mi ausencia alguien hubiera rediseñado el casco urbano de una manera sutil pero dolorosamente perceptible: las vitrinas parecían fragmentos de un gran entramado de camuflaje, los árboles desnudos no estaban donde debían estar, el sentido de la circulación, en algunas calles, había variado sustancialmente. Sólo el Ayuntamiento, lo comprobé sin bajarme del coche, ofrecía la misma fachada imperturbable de siempre, aunque Pilar ya no fuera la alcaldesa (había sido derrotada ampliamente en las últimas elecciones) ni yo su más eficiente factótum. La institución, comprendí con una mezcla de dulzura y amargura, seguiría pese a las transmutaciones de la realidad, o lo que es lo mismo: la realidad era incapaz, aunque en el empeño cayéramos los seres humanos como Pilar y yo, de cambiar aquellas venerables (e inútiles) piedras. Vistas las cosas desde esa perspectiva resultaba más fácil aceptar los cambios ocurridos en el pueblo. De todas maneras, bajo el influjo de un sentido de la precaución, aprendido recientemente en la cárcel, sólo bajé del coche para tomar una copa en un bar del centro e ir al lavabo, y para estirar un poco las piernas por el Paseo Marítimo, ya cercana la hora de irme. ¿Que si caí en la tentación de visitar el Palacio Benvingut? Bueno, lo más fácil sería deciros que no, o que sí. La verdad es que di un paseo en coche por las cuestas, pero no llegué a más. Hay una curva privilegiada, en la carretera de Z a Y, desde la que se puede observar la cala y el Palacio. Cuando llegué allí frené, di la vuelta y volví a Z. ¿Qué ganaba con ir al Palacio Benvingut? Nada, sólo añadir más dolor al dolor acumulado. En invierno, además, el Palacio es un lugar demasiado triste. Las piedras que recordaba azules son ahora grises. Los caminos que recordaba luminosos están ahora cubiertos de sombras. Así que metí el freno, di la vuelta en medio de la carretera y volví a Z. Hasta que no me hube alejado lo suficiente evité mirar por el retrovisor. Lo perdido está perdido, digo yo, y hay que mirar hacia adelante…