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Remo Morán: A las diez en punto de la mañana cogí el coche y salí

A LAS DIEZ EN PUNTO de la mañana cogí el coche y salí rumbo al Palacio Benvingut. El día estaba nublado y las curvas de la carretera comarcal a Y son conocidas por sus accidentes, por lo que conduje con extremo cuidado. La circulación era escasa y no tuve ningún problema en encontrar el Palacio, un lugar que siempre despertó mi interés, tanto por su arquitectura, que se prestaba a la confusión, como por la leyenda acerca de su constructor y primer propietario. La belleza de la mansión, aunque en ruinas, se mantenía, como en tantas otras casas de la Costa Brava y el Maresme que nadie habita. La puerta de hierro del jardín estaba abierta, pero no lo suficiente como para que pasara un coche. Me bajé y la abrí del todo. La puerta chirrió horriblemente. Por un momento pensé en seguir a pie, pero luego me arrepentí y volví al coche. El trecho que había entre la puerta principal y la casa propiamente dicha era considerable y corría a través de un camino mitad de grava y mitad de tierra, bordeado de arbolitos anémicos y de parterres destrozados. En el interior del jardín se alzaban unos cuantos árboles grandes y más allá los matorrales crecían entre kioscos y fuentes decrépitas hasta formar una tupida pared verdinegra. En el frontispicio del Palacio descubrí una inscripción. Son esas cosas que ocurren por casualidad; si alguien me hubiera dicho que buscara la inscripción seguramente no la habría hallado nunca. Con letras cinceladas en la piedra, la casa decía: “Benvingut m'ha fet”. El color azul de la fachada, a cubierto del sol, parecía corroborar el aserto: somos así porque Benvingut nos hizo así. Dejé el coche aparcado junto al porche y llamé a la puerta. Nadie contestó. Pensé que la casa estaba vacía; incluso yo, detenido en la puerta y aguardando, no proyectaba una presencia mayor que las malas hierbas que crecían por todas partes. Tras un momento de vacilación decidí ir a echar una mirada a la parte posterior. Un sendero de piedra corría bajo las ventanas cerradas de la primera planta y terminaba en una arcada que daba acceso a otro jardín, rodeado de murallas y escalas, en un nivel inferior que el jardín que acababa de dejar atrás, y dispuesto en forma de terraza, en cada una de las cuales avisté los restos mutilados de una estatua. Cada escala estaba adornada con pequeñas cornucopias talladas en la piedra, casi a ras del suelo. Una puerta de madera, enrejada, se abría al fondo sobre un patio que daba directamente al mar. Una porción de la casa estaba levantada sobre las rocas, o mejor dicho se sumergía en el promontorio rocoso en un abrazo de intención oscura, y al lado, junto a las escaleras que bajaban caracoleando hasta la playa, estaba el galpón. Éste era una enorme construcción de madera, con salientes de vigas, híbrido de granero e iglesia protestante carcomida por el tiempo y el descuido, pero aún fuerte. La puerta, dos grandes planchas de chapa metálica, estaba abierta. Entré. En el interior, alguien, una voluntad infantil y terrible, había construido, valiéndose de innumerables cajas, una serie de torpes pasillos, de un metro y medio de altura, que, a medida que uno se internaba, iban decreciendo hasta quedar de unos cincuenta centímetros. Los pasillos corrían formando círculos. En el centro estaba la pista de hielo. En medio de la pista vi un bulto oscuro, ovillado, negro como algunas de las vigas que cruzaban relampagueantes el cielo raso. La sangre, desde diversos puntos del cuerpo tumbado, había corrido en todas las direcciones, formando dibujos y figuras geométricas que a primera vista tomé por sombras. En algunos sectores el reguero casi alcanzaba el borde de la pista. Arrodillado, tal vez porque sentí mareos y ganas de vomitar, contemplé cómo el hielo endurecido empezaba a absorber la totalidad de la carnicería. En un ángulo de la pista descubrí el cuchillo. No me acerqué a mirarlo con mayor detenimiento, ni mucho menos lo toqué; desde donde estaba podía ver claramente que era un cuchillo de cocina, de hoja ancha y mango de plástico. En la hoja, aun a distancia, se notaban las manchas de sangre. Poco después, con sumo cuidado, intentando no resbalar sobre el hielo y al mismo tiempo no pisar los cuajarones, me aproximé hasta el cadáver. Desde el primer momento supe que estaba muerta, pero vista de cerca me pareció sólo dormida, con un leve gesto de disgusto en las comisuras del único ojo que, sin cambiarla de posición, me era posible ver. Supuse que aquella era la vieja que fue a hablar con Lola, y durante largo rato permanecí mirándola como hipnotizado, y esperando, irracionalmente, que Nuria apareciera en el escenario del crimen. La pista de hielo me pareció entonces un lugar magnético, aunque por lo visto, todos sus posibles habitantes y visitas hacía mucho que se habían esfumado, y yo era el último en entrar en escena. Cuando me levanté tenía las piernas heladas. Afuera las nubes habían cubierto definitivamente el cielo y desde el mar comenzaba a soplar un viento amenazador. Sé que hubiera debido rehacer él camino, volver a Z y avisar a la policía, pero no lo hice. Por el contrario, respiré hondo varias veces e hice un poco de ejercicio, porque las piernas además de heladas empezaban a acalambrarse, y una vez más, como si allí hubiera algo que me atrajera de forma irresistible, volví a entrar en el galpón y vagué por los pasillos circulares, observando distraído las cajas, contando los reflectores que apuntaban hacia la pista, intentando imaginar qué había ocurrido al amparo de aquella atmósfera gélida. Sin tocar nada, sobre todo sin tocar nada con las manos, me encaramé sobre unas cajas y miré a mi alrededor. El panorama que se me ofreció era como el de un laberinto visto desde arriba, con un centro de cristal donde destacaba un hoyo negro: el cadáver. Pude ver, asimismo, que en una de las paredes, oculta a medias por las cajas, había otra puerta. Sin perder un minuto me dirigí hacia allí. De esta manera, tras subir un tramo de escaleras y penetrar en una galería abierta al jardín de terrazas, me encontré dando vueltas por los interminables corredores del Palacio Benvingut. Pronto perdí la cuenta de las salas y salones que se sucedían a mi paso. La mayor parte de las habitaciones estaban, como era de esperar, cubiertas de polvo y telarañas, con las paredes descascaradas, en estado de ruina total. En algunas el viento había descerrajado las ventanas y en el suelo y las paredes eran visibles las señales dejadas por las lluvias de los últimos treinta años. En otras, las ventanas estaban firmemente claveteadas a los marcos y el olor a podredumbre era insoportable. Sorprendentemente, en el primer piso encontré dos habitaciones recién pintadas y con algunos útiles de carpintería amontonados afuera, en el pasillo. A ciencia cierta todavía ignoro qué impulso me llevó a registrar toda la casa. En una especie de sala de lectura con forma de herradura, en el último piso, bajo una ventana que daba al mar, envuelto en mantas escocesas hechas jirones y con una chica aparentemente dormida a su lado, encontré a Gasparín. Días después me confesó que al oír mis pasos pensó que era la policía y que no tenía escapatoria. En la parte posterior de la pared, encima de la única y magnífica ventana, estaba escrita la siguiente leyenda: "¡Coraje, canejo!" Las letras, que el tiempo había desvaído, eran todas mayúsculas y presentaban un diseño tan delirante como el resto de la casa, por lo que no me cupo duda de quién fue su autor. Benvingut, el Indiano. Lo cual, por otra parte, no dejaba de ser extraño, pues por lo que sabía, Benvingut vivió, viajó y amasó su fortuna en Cuba, México y los Estados Unidos, y aquella expresión era argentina o uruguaya. En fin, más extraño aún era que alguien la hiciera pintar presidiendo su sala de lectura, donde era más adecuada una sentencia en latín o en griego, y además de manera que nada más abrir la puerta fuera visible con toda rotundidad. Eso si es que aquella habitación cumplió alguna vez tal propósito, cosa que empiezo a dudar. Sea como fuere, no me sorprendió que Gasparín hubiera escogido precisamente aquel sitio para aguardar lo que él creía inminente. No nos dijimos nada, permanecimos quietos, mirándonos, yo en el quicio de la puerta y él en el suelo, bajo la inscripción, cubriendo con un brazo a la durmiente. El sueño de la chica parecía tan plácido y feliz que me dio pena hablar y despertarla. ¿Qué es lo que más recuerdo de ese instante? Los ojos de Gasparín y las mejillas manchadas de sangre de la muchacha. Cuando me decidí a hablar pregunté si sabía lo que había abajo, en la pista. Asintió con la cabeza. Por un segundo lo imaginé acuchillando a la vieja pero al segundo siguiente mi corazón se dio cuenta de que aquello era imposible. Luego dije que se levantara y se fuera. No puedo dejarla, dijo. Lárgate con ella. ¿Adonde?, preguntó Gasparín con algo de sorna. Dije que al camping, que me esperara allí. Gasparín asintió otra vez. La chica parecía sonámbula. Procura ser lo más discreto posible, les dije cuando abandonaron el Palacio. Luego volví a la pista de hielo y con el pañuelo borré las huellas del cuchillo; después cogí el coche y me marché rumbo a Z. En el maletero llevaba las viejas mantas escocesas que habían usado Gasparín y la muchacha. Antes de llegar al pueblo los vi: caminaban por la carretera, abrazados y con algo de prisa, como si temieran la lluvia que se avecinaba. Nunca había visto a Gasparín abrazado a una chica, aunque lo conocía desde que él tenía diecinueve años y yo veinte. La carretera parecía muy grande, el mar parecía mucho más grande, y ellos parecían dos enanos ciegos y obstinados. Creo que no reconocieron el coche; es más, creo que no le prestaron la más mínima atención. Con lentitud, el tráfico no daba para más, me dirigí hacia el hospital. Lola no estaba allí. La encontré en su oficina, donde conté todo, excepto mi encuentro con Gasparín y la durmiente. Durante un rato hablamos de lo que se debía hacer. Lola parecía apesadumbrada. Nunca debí pedirte ese favor, dijo. ¿Crees que la mató la muchacha del cuchillo? Creo que no existe ninguna muchacha del cuchillo, dije. Luego llamamos a la policía…