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Enric Rosquelles: Juro que yo no la maté

JURO QUE YO NO LA MATÉ, cómo iba a matarla si apenas la había visto un par de veces. Es cierto que la vieja vino a mi oficina y que le di dinero, sí, incluso podemos decir que me estaba haciendo chantaje, pero eso no es motivo para matar a nadie. Yo soy catalán y esto es Cataluña y no Chicago o Colombia. ¡Además, a cuchilladas! Nunca en mi vida he usado un cuchillo contra nadie, ni en sueños, y suponiendo, vamos a ver, que lo hubiera hecho, ¿quién es capaz de imaginarme asestándole veinte puñaladas? Perdón, para ser exactos, treinta y cuatro puñaladas. ¡Absolutamente nadie! ¡Y menos en medio de mi pista! Si lo hubiera hecho acto seguido tendría que haberme suicidado, porque un cadáver en el Palacio Benvingut inexorablemente iba a señalarme a mí como el principal sospechoso. ¿Y qué ganaba matando a la vieja? Nada, sólo problemas y más problemas, hasta reventar. Desde el día en que esa desdichada murió mi vida ha sido una pesadilla. Todo el mundo me ha vuelto la espalda. Fui despedido de mi trabajo y expulsado del partido. Nadie esperó mi versión de los hechos. Pilar, a la que tanto ayudé, dice ahora que desde hacía tiempo sospechaba de mí. Mentira podrida. El secretario del partido en Gerona dice que mi actitud siempre le pareció equívoca. Otra mentira. ¡Mentiras torpes, además! Porque si mi conducta era obvia y ellos lo sabían, ¿por qué no hicieron algo antes deque se consumara la estafa y el asesinato? Yo os lo diré: no hicieron nada porque nada sabían, nada intuían, nada les inquietaba. Lo mejor que podrían hacer ahora es cerrar la boca y apechugar cada uno con su parte. Sí, usé dinero público para construir la pista de hielo del Palacio Benvingut, pero aquí tengo papeles que demuestran la rentabilidad que podría sacarse de la pista, con una buena gestión, en un plazo de siete años, para no hablar de los servicios que prestaría a los deportistas de la comarca, e incluso de la provincia, huérfanos de cualquier instalación adecuada para la práctica de este deporte de invierno. La pista, esto lo digo para quienes piensen que estoy improvisando excusas y coartadas, tiene las medidas reglamentarias: 56x26 metros, que es el mínimo oficial (el máximo es 60x30). Si a la pista le añadimos un vestidor (honesto y digno, como aconsejan las normas) y una gradería sencilla pero cómoda, el pueblo de Z se hallaría, de la noche a la mañana, en posesión de una joya que sería la envidia de todos los pueblos vecinos, perfectamente homologable a cualquier pista europea de alta competición. ¿Que nadie me autorizó a gastar el dinero del erario público en una instalación deportiva? ¿Que lo hice a espaldas de todo el mundo, sobre todo a espaldas de convergentes y comunistas? ¿Que actué movido por afán personal, para conquistar los favores de una patinadora? ¿Que soy un loco y un megalómano y, probablemente, al ser descubierto, también un asesino? Lo digo con palabras compungidas y sinceras: nada es cierto, no soy un monstruo, soy una persona con iniciativa y tesón, actué de buena fe. Pongo un ejemplo: los planos para construir la pista no costaron un duro, los diseñé yo mismo tomando como punto de partida los planos del famoso ingeniero Harold Petersson, el padre de la primera pista de hielo de Roma, construida por orden expresa de Benito Mussolini en 1932. La parrilla es creación mía, inspirada en las parrillas archi baratas de John F. Mitchell y James Brandon, los arquitectos deportivos funcionalistas. No tuve necesidad de cavar: rellené la vieja piscina de Benvingut. Buena parte de la maquinaria me la vendió a precio de saldo un amigo de Barcelona, industrial en bancarrota ante la avalancha de firmas extranjeras. Conseguí los servicios del constructor más infame de Z, sólo tuve que apretar un poco (él luego apretó a sus peones) y ya lo tuve en mis manos. ¡El negocio salió redondo y nadie lo quiere reconocer! Pregunto: quién hubiera sido capaz de hacer algo parecido, en el más estricto secreto y gastando poco dinero. Ahora es fácil hablar de 20, 30 o 40 millones desaparecidos, pero puedo asegurar que me apropié de una partida muy por debajo de esas sumas. En fin, ya sé que nadie se levantará y dirá: yo puedo hacerlo mejor. Tampoco es mi intención presentarme como un ejemplo a seguir. Sé que hice algo indebido. Sé que cometí un error. Probablemente Pilar perderá las elecciones por mi culpa. He traído el desprestigio a mis correligionarios. Sin querer he soltado una jauría de lobos sobre Nuria. He sido el hazmerreír de España al menos durante dos noches, y el hazmerreír de Cataluña durante toda una semana. Mi nombre ha sido escarnecido hasta en los más despreciables programas deportivos de la radio. Pero de eso a considerarme un asesino media un abismo. Juro que yo no la maté, la noche del crimen estuve en mi casa, durmiendo a saltos, envuelto en pesadillas y en sábanas mojadas de transpiración. Lamentablemente mi pobre madre tiene el sueño pesado y no puede atestiguarlo…

Remo Morán: Los periódicos y las revistas la hicieron famosa

LOS PERIÓDICOS Y LAS REVISTAS la hicieron famosa en todo el país y su fama, dicen, traspasó las fronteras; su foto se reprodujo en los semanarios sensacionalistas de Europa; la llamaron la mujer misteriosa del Palacio Benvingut, la deportista del Infierno, la patinadora de mirada angelical, el objeto español del deseo, la belleza que conmocionó la Costa Brava. Poco después de hacerse público el escándalo fue expulsada de la Federación de Patinaje y todas las esperanzas de volver al mundo de la competición se desvanecieron. Una revista de Barcelona le ofreció dos millones de pesetas por posar desnuda. Otra, medio millón por la historia completa de los sucesos ocurridos en el Palacio Benvingut. Hubo quienes dijeron que Enric Rosquelles la estaba encubriendo y que la verdadera asesina era Nuria, pero esta acusación no prosperó: la noche del crimen, que los expertos calculan ocurrido alrededor de las tres de la mañana, ella se encontraba en su casa: su madre y hermana pudieron corroborarlo. A mayor abundamiento: aquella noche una amiga de X, por un cúmulo de azares que no vienen al caso, se alojó en su casa. Conversaron hasta pasada la hora que los expertos fijaron y compartieron el mismo dormitorio. La amiga no dudó en declarar que Nuria no se movió de la cama durante toda la noche. Del infortunio, manifestado en formas diversas, lo que más sintió fue su exclusión del equipo de patinaje, al cual ni siquiera le fue permitido presentarse para la selección final. Abruptamente, justo en el mejor momento, se acabaron las becas o la esperanza de becas, las medallas o la esperanza de las medallas. Habló, puesto que se había convertido en noticia y nadie le negaba un micrófono, en todos los medios de comunicación que quiso, sobre todo en los programas deportivos nocturnos de marcado carácter sensacionalista, en contra de los directivos y entrenadores que, erigiéndose en jueces, arbitrariamente la habían apartado de lo que para ella era más que una profesión. Invocó la Constitución e intentó defenderse, pero no hubo manera. Una noche la escuché, con Alex y un camarero, en el bar ya sin clientes. La radio portátil parecía un fantasma de otro planeta, entre una caja de cervezas y el refrigerador. Hubiera sido menos doloroso no hacerlo: a lo largo de veinte minutos el locutor la condujo con pericia y saña mal disfrazada de benevolencia por los territorios de la violación pública. Una semana después Nuria regresó a Z. Estaba agotada y en sus ojos se notaban rastros de fiebre. No quería dejarse ver en restaurantes ni en sitios demasiado frecuentados, y tampoco quedarse en casa. Cuando la fui a buscar sugerí que enfiláramos el coche hacia el interior, por carreteras de segunda que atravesaban antiguas masías convertidas en merenderos. Durante el trayecto habló de Enric. Dijo que se había portado mal con él, que mientras el pobre se fundía en la cárcel ella luchaba (y para colmo hacía el ridículo) por recuperar su opción a una plaza en el equipo olímpico. Que se sentía terriblemente egoísta. Dijo que siempre había sabido que Enric la quería, pero nunca le dio demasiada importancia. Él jamás exteriorizó sus sentimientos, tal vez si le hubiera pedido ir a la cama las cosas ahora serían distintas. Me contó que en Barcelona había vivido en casa de una amiga y que al principio sufrió mucho: todas las noches lloraba hasta quedarse dormida, tenía pesadillas con la vieja asesinada, le dolía la cabeza y las manos le temblaban cuando recibía visitas. Un día, en las dependencias del INEF, encontró a su antiguo novio y éste se comportó como un imbécil. Se acostaron y a las doce de la noche ella se marchó con la convicción de que no volvería a verlo. Él ni se dio cuenta, estaba dormido. Sobre las entrevistas y juicios que pensaba llevar adelante no dijo una palabra ni yo le pregunté. Quería visitar a Enric en la cárcel y deseaba que alguien la acompañara. Dije que estaba dispuesto a ir con ella, pero pasaron los días y Nuria no volvió a tocar el tema. Aparecía por el hotel, a la hora de siempre, y de inmediato subíamos a mi habitación en donde permanecíamos hasta que empezaba a oscurecer. En la cama, invariablemente, hablaba de la vieja y del Palacio Benvingut. Una tarde, mientras se venía, dijo que debería comprarlo. No tengo tanto dinero, dije. Es una pena, contestó, si tuvieras mucho dinero podríamos irnos de aquí para siempre. Para eso sí que tengo dinero, dije, pero ella ya no me escuchaba. El amor lo hacía en silencio, pero a medida que se acercaba el climax se ponía a hablar. El problema no era que Nuria hablara durante el acto sexual, sino que siempre se refiriera a lo mismo: el asesinato y el patinaje. Como si se ahogara. Quiza lo peor no fue que ella hablara de lo mismo, sino que yo empecé a contagiarme y al cabo de no mucho, en los instantes previos al orgasmo, ambos nos desatábamos en una serie de confesiones y soliloquios macabros llenos de gemidos y de planicies heladas y de viejas multiplicadas en el hielo que sólo con nuestras venidas conseguíamos romper. ¿Qué sentí cuando vi a la vieja tirada sobre el charco de sangre? ¿Sabía que la hoja de un patín, de tres milímetros de anchura, podía ser considerada un arma blanca? ¿Qué impulsó a la vieja a meterse en la pista, huía de su asesino, pensó que su asesino no podría seguirla hasta allí, quién de los dos resbaló primero? Otras veces la obsesión era Enric; si Enric la odiaría, si Enric pensaría en ella, si Enric pensaría en el suicidio, si Enric estaba loco, si Enric había matado a la vieja. Una tarde me pidió que la sodomizara. Cuando lo estaba haciendo, dijo que a Enric seguramente ya le habrían dado por el culo en la cárcel. Por un instante pensé en el gordo y ya no tuve ganas. Otra tarde me contó que había soñado con la sangre de la vieja. La sangre en el hielo formaba una letra que nadie, ni yo ni los policías, había visto. ¿Qué letra? Una N mayúscula. Otra tarde, en lugar de desnudarme le dije que cogiéramos el coche y nos fuéramos a Gerona a visitar a Enric. Nuria se negó y luego se puso a llorar. Cómo pude ser tan tonta, dijo, para no darme cuenta de nada. ¿De qué tenías que darte cuenta, de que Enric había construido la pista a espaldas del Ayuntamiento? No, gritó Nuria, de que Enric me amaba como nadie lo ha hecho. Fue mi verdadero amor y yo no lo supe ver. Y así, variaciones sobre el mismo tema hasta quedar agotados. Aquello, lo supe bien pronto y creo que Nuria también lo sabía, no podía traernos nada bueno. De todas maneras, nunca como entonces estuvimos tan cerca el uno del otro, y nunca como entonces nos deseamos tanto…