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Gaspar Heredia: La policía estuvo dos veces en el camping

LA POLICÍA ESTUVO DOS VECES en el camping, en visitas rutinarias, y en ambas ocasiones el peruano, la senegalesa, Caridad y yo nos camuflamos en las canchas de petanca. Para tales imprevistos el peruano guardaba en una caseta de perro, junto a las canchas, varios juegos de bolas y cuando la situación lo requería pasaba montado en bicicleta por los lavabos y por mi tienda invitándonos a gritos a echar una partida. Con el tiempo llegamos a aficionarnos a la petanca y por las tardes, cuando oscurecía, solíamos enzarzarnos en juegos cada vez más largos y disputados. El peruano, la recepcionista y la senegalesa formaron el equipo del turno de día, y el Carajillo, Caridad y yo el otro. Teníamos nuestros ajustadores o ponedores o marcadores, nunca quedó clara cuál era la terminología correcta, y nuestros golpeadores o sacadores o limpiadores. Generalmente jugábamos con luz eléctrica, justo cuando empezaba a oscurecer, y no siempre en las canchas de petanca, a veces en el camino de entrada al camping, al lado del bar, o junto a los lavabos si la senegalesa aún no había terminado la faena. Caridad no tardó en descollar como sacadera, al igual que la senegalesa, mientras el Carajillo y el peruano eran marcadores natos, y la recepcionista y yo simples jugadores de bulto. Alguna tarde se nos unió Alex Bobadilla, reemplazando a la recepcionista con más entusiasmo que efectividad. Finalmente decidimos hacer una selección de nuestros equipos y participar en el campeonato de petanca que cada año se hacía en el camping como colofón a la temporada. Los seleccionados fueron el Carajillo, el peruano y la senegalesa. Los demás, y aquí se incluían las otras dos mujeres de la limpieza demasiado atareadas con sus pluriempleos como para jugar, nos contentamos con dar ánimos, criticar y beber cerveza. Por aquellos días el peruano y la recepcionista fijaron la fecha de su matrimonio y un aire de confianza y tranquilidad flotaba en el ambiente, como si las cosas se reconciliaran entre sí de forma definitiva, aunque ya se sabe, nada es definitivo. Nuestro equipo quedó tercero. Obtuvimos una copa que Bobadilla y el Carajillo colocaron en la recepción, sobre una estantería, en un sitio bien visible. El tiempo refrescó y yo empecé a hacer planes para el día en que mi trabajo llegara a su fin. En realidad no tenía ni la más remota idea de lo que iba a pasar. Vivir en el camping, decía Caridad, era como estar de vacaciones. Unas vacaciones indefinidas. Para mí era como estar de vuelta en la escuela: partía de cero. Ala canadiense la llamábamos nuestra casa, no sé si por ñoñería, por ganas de hacer un chiste o porque era de verdad nuestra casa. Por la mañana, concluido el trabajo, partíamos a la playa, Caridad medio dormida dando saltitos por la acera de losas rotas; íbamos envueltos en toallas pues a esa hora hacía frío, y luego nos dedicábamos a nadar, a comer y a tomar el sol hasta que se nos cerraban los ojos. A las dos o tres de la tarde despertábamos y volvíamos al camping. Muy pronto a Caridad se le colorearon las mejillas. Los trabajadores, incluyendo a Rosa y Azucena, que habían sospechado de ella al principio de la temporada, le tomaron aprecio, tal vez porque siempre estaba dispuesta a echarles una mano, ya fuera en los lavabos o en las distintas tareas de mantenimiento, e incluso en la recepción, durante el día, para que el peruano y la recepcionista pudieran ir a tomar un café. Con la aparición de las primeras señales del otoño todo el mundo empezó a hacer planes, menos nosotros. La senegalesa pensaba trabajar haciendo faenas en casas particulares, las hermanas volverían al Prat, el peruano esperaba encontrar trabajo en alguna gestoría o empresa inmobiliaria de Z apenas tuviera sus papeles en regla, y el Carajillo se pasaría otro invierno encerrado en la recepción, vigilando el camping vacío. Cuando nos preguntaban cuáles eran nuestros proyectos no sabíamos qué decir. El plural de la pregunta nos avergonzaba. Vivir en Barcelona, probablemente, decíamos mirándonos de reojo. O viajar, o irnos a vivir a Marruecos, o estudiar, o tirar cada uno por su lado. En el fondo sólo sabíamos que estábamos colgando en el vacío. Pero no teníamos miedo. A veces, por las noches, cuando daba vueltas por las zonas oscuras, con tiendas familiares vacías cubiertas de pinaza y parcelas desocupadas, pensaba en la pista de hielo y eso sí que me daba miedo. Miedo de que algo de la pista estuviera allí, enganchado, oculto en la oscuridad. A veces, ayudada por el aire y las ratas que paseaban por las ramas de los árboles, la presencia casi se hacía visible; entonces me iba, evitando correr pero aprisa, y sólo tras escuchar la respiración regular de Caridad al otro lado de la lona amarilla que protegía nuestra tienda, me tranquilizaba y podía volver al trabajo…

Enric Rosquelles: Además de mi madre y de algunas tías y primos

ADEMÁS DE MI MADRE y de algunas tías y primos con un sentido del deber familiar y de la solidaridad ejemplares, sólo han venido a visitarme Lola y Nuria, cuya presencia equivale a una multitud y cuyo sentido de la amistad y de la solidaridad también son ejemplares. La primera en aparecer fue Lola y su acto me sorprendió tanto y me causó tanta alegría que sin más me eché a llorar en la sala de visitas. Lejos quedaban nuestros malentendidos, tiranteces, problemas laborales. Al verla supe que no me había equivocado: no importaba que ahora fuera el apestado, una verdadera asistente social siempre acude al lugar del dolor, y Lola, qué duda cabe, es una asistente social de pies a cabeza. La única de mi numeroso equipo que nunca me hizo la pelota (no niego que en más de una ocasión la critiqué en público, o consiguió exasperarme, o pensé en mandarla al exilio de un trabajo de oficina) y la única que se atrevió a visitarme cuando caí en desgracia. Así son las cosas y no es tarde para extraer una lección: los seres sumisos son traicioneros y más vale no confiar en ellos. Esto lo tengo que recordar para cuando salga. Porque pienso salir, no os quepa duda. Pero a lo que iba: Lola vino a verme, alegre y vital como de costumbre, y cuando hube secado mis lágrimas dijo que estaba convencida de que yo no podía ser el asesino de la vieja (cliente suya, es decir nuestra, por otra parte) y que todo terminaría por aclararse. En Z las cosas estaban fatal: el departamento de Servicios Sociales lo llevaba un enchufado de Ferias y Fiestas que para colmo quería hacer méritos (¿delante de quién?, nadie lo sabía) recomponiendo mi antiguo sistema de atención y liándolo todo, lo que alentaba a muchos a pensar seriamente en un cambio de aires. Algunos ya se olían que Pilar iba a caer derrotada en las próximas elecciones y otros no perdonaban que en la reestructuración no se les hubiera tenido en cuenta. Sospecho que Lola estaba entre estos últimos, pues también me contó que su paso al Ayuntamiento de Gerona era inminente: iba a ganar más y le aseguraban un control sobre los programas hechos por ella. Esto me pareció una especie de recriminación velada, la mayor parte de nuestras peleas se habían iniciado por programas escritos por Lola y que luego yo cambiaba, adecuaba, corregía o lisa y llanamente tiraba a la papelera, pero, en fin, después de su visita soy capaz de admitirle cualquier tipo de recriminación, velada o no. Es más, lo digo de una vez y para siempre: Lola fue mi mejor colaboradora y si tras mi marcha ahora se va ella, ¡pobres marginados, pobres niños con problemas, pobre población de alto riesgo de Z! Por supuesto, le deseé la mayor de las suertes en su nuevo trabajo e incluso bromeamos sobre lo que haría yo, laboralmente hablando, cuando saliera de este antro. El resto de la conversación giró en torno a mi situación actual y el batiburrillo de figuras legales e ilegales que la adornaban. Unos días después apareció Nuria y su visita, tantas veces imaginada, deseada, presentida, temida, iluminó esta cueva de dolor con una luz aún más potente que la de la serena amistad de Lola. Hablamos poco, ambos con la voz enronquecida, pero nos dijimos todo lo que teníamos que decirnos. Nuria estaba mucho más delgada. Iba vestida con ropa de hombre, pantalones y chaqueta negra, viejos y holgados como si hubieran pertenecido a su padre. Tenía los ojos enrojecidos, por lo que supuse que antes de entrar había estado llorando. Le pregunté cómo estaba. Sola, dijo. Me paso las noches llorando y pensando. Casi igual que yo. Cuando se marchó vi que sus zapatos también eran de hombre: grandes y negros, con refuerzos metálicos y suela dura, como los zapatones de un skinhead. Ambas, Lola y Nuria, me dejaron sendos regalos. El de Lola era un libro de Remo Morán. El de Nuria, el libro por excelencia del patinaje, Santa Lydwina y la Sutileza del Hielo, de Henri Lefèbvre, en edición francesa de Luna Park, Bruselas. Tanto para el hospitalizado como para el encarcelado no hay mayor presente que un libro. El tiempo es lo único que me sobra, aunque mi abogado dice que pronto estaré en la calle. La acusación de asesinato no se tiene en pie y sólo deberé responder a la de estafa. Mientras transcurren los días y se acerca el momento de mi liberación me dedico a la lectura y a organizar un poco este lugar. El alcaide, un funcionario de carrera un tanto confundido no sé si por mi presencia o por el entorno, me ha pedido que le ayude a poner orden en esta pocilga. Le he dicho que en la medida de mis posibilidades cuente conmigo. El alcaide es un tipo joven, castellano, soltero, más o menos de mi edad, y creo que hemos simpatizado. En un par de días le hice un estudio de la realidad centrado en el factor sanitario y de hacinamiento, con valoraciones, propuestas y justificaciones. Un interno que trabaja en la biblioteca lo pasó en limpio y el alcaide, después de leerlo, me ha felicitado efusivamente y me ha propuesto prolongar, entre ambos, el estudio y enviarlo al concurso "Proyecto Carcelario Europeo". La idea no es mala…