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Enric Rosquelles: Novelas regaladas

NOVELAS REGALADAS. Santa Lydwina y la Sutileza del Hielo es un librito primorosamente ilustrado sobre la santa patrona de los patinadores. La narración transcurre en el año 1369 y se centra de manera un tanto obsesiva en una tarde que se nos sugiere trascendental para el único personaje. Santa Lydwina de Schiedam, que durante horas ha estado inmersa en un mar de dudas, patina sobre la superficie helada de un río mientras los primeros signos de la noche comienzan a aparecer en el horizonte. El río helado es descrito en algunas páginas como un "pasillo" y en otras como una "espada" entre el día y la noche. La santa, juvenil y hermosa, pero algo ceñuda, patina ajena a la oscuridad que se avecina. En el libro se nos dice que traza recorridos de un puente a otro puente, unos 500 metros, más o menos. De pronto, en su rostro se experimenta un cambio, sus ojos se iluminan y cree comprender el significado último de su ejercicio. Justo entonces se cae y se rompe ("merecidamente") una costilla. Allí acaba el libro, no sin antes informarnos que tras este accidente Santa Lydwina se repone y vuelve al patinaje, si cabe, con mayor alegría. La novela de Remo Morán se titula San Bernardo y cuenta las hazañas de un perro de esa raza o de un hombre llamado Bernardo, posteriormente santificado, o de un maleante que obedece a tal alias. El perro, o el santo, o el maleante, vive en las faldas de una gran montaña helada y todos los domingos (aunque a veces se diga "todos los días") se dedica a recorrer las aldeas de la zona montañosa y a desafiar a duelo a otros perros o a otros hombres. Con el tiempo la moral de aquellos que se han batido con él comienza a resquebrajarse y nadie se atreve a dirigirle la palabra. Le hacen, se dice textualmente, "la ley del hielo". No obstante Bernardo persevera y sigue recorriendo cada domingo las aldeas de la falda de la montaña y sigue desafiando a duelo a quienes, no avisados, tardan en rehuirlo. El tiempo pasa y los contrincantes del perro o del hombre se hacen viejos, se retiran de la vida pública, algunos se suicidan, otros mueren de muertes naturales, los más acaban en tristes asilos de ancianos. Por su parte, Bernardo también envejece y con la vejez y la soledad, puesto que él no vive en una aldea, comienza a volverse quisquilloso y cascarrabias. Por supuesto, los duelos prosiguen y los contrincantes son cada vez más jóvenes, detalle que al principio Bernardo no percibe, pero que luego comprende como si le asestaran un mazazo. Morán no ahorra ni la sangre, que corre a torrentes, ni los baños de esperma, ni las lágrimas desatadas con el pretexto más nimio. A mitad de la novela, Bernardo ("moviendo la cola") se larga de las faldas de la gran montaña y pasa una temporada en un valle y otra temporada siguiendo el curso de un río. Al volver a casa todo sigue igual. Los duelos cada vez son más violentos y en su cuerpo se multiplican las cicatrices y los costurones. En una ocasión está a las puertas de la muerte. En otra sufre una emboscada a la salida de una aldea. Finalmente, mediante un decreto, en todas partes se prohiben los duelos y Bernardo, tras quebrantar la ley repetidas veces, debe huir. Entonces, al final de la novela, ocurre algo extraño: después de despistar a sus perseguidores, refugiado en una gruta, Bernardo sufre una metamorfosis, su viejo cuerpo se divide en dos partes idénticas al cuerpo primigenio. La primera parte escapa hacia el valle lanzando gritos de júbilo. La segunda parte sube pesadamente hacia las alturas de la gran montaña y nunca más se oye hablar de él…

Remo Morán: Me hace polvo ver cómo la gente se larga

ME HACE POLVO ver cómo la gente se larga, me dijo el Recluta, mientras yo sigo pegado a este pueblo esperando un milagro. El milagro elemental o el milagro de lo comprensible. Por las tardes iba a buscarlo a la playa y casi siempre lo encontraba junto a un puesto de patines que atendía un tipo enorme y desfigurado. Junto a él, el Recluta parecía un enano y se sentía protegido: no hablaban, se limitaban a estar juntos hasta que oscureciera, y ambos se perdían en direcciones opuestas. Aquél era el único puesto de patines que quedaba en la playa y casi no tenía clientes. El Recluta, por ayudar, a veces recorría un tramo de playa ofreciendo los patines, pero nadie le hacía caso. Por aquellos días Nuria se marchó de Z sin decirme una palabra y, según Laia, ahora vivía con una amiga en Barcelona, donde había encontrado trabajo. Lola y mi hijo se mudaron a Gerona. Alex había comenzado a preparar el cierre de las tiendas de bisutería, del camping y del hotel (como siempre, sólo mantendríamos el Cartago abierto todo el año) y salía de su oficina únicamente para comer. En el camping quedaba muy poca gente y en el hotel sólo un grupo de jubilados salidos de madre que cada noche montaban una fiesta como si presintieran la inminencia de la muerte. El escándalo del Palacio Benvingut había remitido, aunque en Z se seguía hablando de la estafa de Rosquelles; era un arma política que se arrojaban socialistas y convergentes en su lucha por el Ayuntamiento. En el resto de España ya habían salido a la luz otros escándalos y el mundo seguía, imperturbable, su curso en el vacío. En lo que a mí respecta empezaba a estar harto de Z y a veces soñaba con irme, ¿pero a dónde? Traspasarlo todo y vivir en una masía cerca de Gerona no era una buena idea. Tampoco vivir en Barcelona, o volver a Chile. Tal vez México, pero no, en el fondo sabía que no iba a volver: tenía demasiado miedo. Sólo falta que empiece a nevar, patrón, me dijo el Recluta una tarde mientras caminábamos por el Paseo Marítimo y en la playa, de tanto en tanto, se adivinaba algún bañista semi enterrado bajo la arena o recorriendo la orilla en dirección contraria a la nuestra en un desesperado intento de rebajar kilos o de adquirir cierta condición atlética. ¿Sólo falta que empiece a nevar? Sí, patrón, me dijo el Recluta, borracho o drogado, los ojos brillantes de fiebre, y que la nieve me cubra hasta matarme…

Gaspar Heredia: Faltaba una semana para que nos fuéramos

FALTABA UNA SEMANA para que nos fuéramos. Bobadilla había empezado a despedir de forma escalonada al personal y un día, al despertarme, me dijeron que Rosa y Azucena habían regresado al Prat. Antes de marcharse compraron una tarta y prepararon una pequeña despedida. La noticia me dolió y lamenté haber estado dormido. Caridad guardaba mi pedazo de tarta, que me comí en el fondo del camping, mirando las cercas y las sombras que se desplazaban por los edificios colindantes, casi todos vacíos. La perspectiva de abandonar Z me llenaba de inquietud, sin embargo, era inevitable que nos fuéramos. Mientras esperábamos que eso sucediese Caridad sugirió visitar por última vez el Palacio Benvingut. Me negué resueltamente. ¿Para qué ir allí? ¿Qué se nos había perdido? Nada. Así que mejor era seguir recluidos en el camping hasta el día de nuestra definitiva partida de Z. Caridad pareció convencida, pero no lo estaba. En sus ojos, brevemente, vi la placa borrosa que ya conocía y que en ella, en su rostro, actuaba como un succionador hacia otra realidad. Los ojos borrosos, me dije a mí mismo, son producto del agotamiento y de la mala alimentación de esta muchacha, y punto. O bien: es natural que unos ojos oscuros, cabalmente negros, se vean borrosos con tal y cual luz. Pero la verdad es que nada conseguía tranquilizarme. Cada día que pasaba se iba acrecentando mi miedo. ¿Miedo de qué? Con certeza no puedo decirlo, aunque supongo que era miedo a dejar de ser feliz. Resultaba sintomático que cuando estaba solo me entretuviera haciendo números en un papel o en el suelo con un palito: el dinero que me debía Remo Morán, más el finiquito, contra los meses que tardaría en evaporarse, aproximadamente en Navidad, la mejor época para estar sin un duro. Para entonces confiaba tener otro trabajo, aunque fuera de Papá Noel o de Rey Mago. Otras veces me daba por pensar en la policía. Soñaba con comisarías crepusculares barridas por el viento, archiveros despanzurrados en el suelo, fichas amarillas de extranjeros con permisos de residencia caducados desde hacía muchos años, papeles que ya nadie leía y que el tiempo iba borrando. Casos archivados y perdidos. Rostros de asesinos archivados y perdidos. Todos los legales ahora pueden trabajar, la guerra ha terminado. Cuando despertaba intentaba darme valor diciéndome que lo peor ya había pasado, que todo había ido bien, pero la sensación de no estar pisando terreno firme persistía. En otra ocasión, mientras dormía, escuché la voz de Caridad, en sordina, diciendo que quería ir al Palacio Benvingut para vengar a Carmen. Abrí los ojos creyendo que hablaba con alguien afuera de la tienda, pero no, estaba a mi lado, extendida junto a mí, y las palabras eran susurradas directamente en mi oído. ¿Para qué estropearlo todo con el maldito Palacio?, musité, a medio camino entre la vigilia y el sueño. Caridad se rió como si hubiera sido sorprendida jugando a algo infame. A través de la lona no se distinguía la más leve señal de luz diurna por lo que supuse que ya había oscurecido; el silencio de la tarde, de una tarde vacía de campistas, enfriaba el cuerpo; tuve la impresión, no sé por qué, que en el exterior había dos palmos de neblina. ¿Vengar a Carmen, de qué manera?, dije. Caridad no contestó. ¿Crees que el asesino volverá al lugar del crimen?, dije. Sentí cómo los labios de Caridad bajaban de mi oreja al cuello y ahí se posaban: primero los labios, luego los dientes, luego la lengua. Me di vuelta, casi enfermo, y busqué el contorno de su rostro. En la oscuridad los ojos de Caridad habían desaparecido. Pobre Carmen, dijo, yo sé quién la mató. Con tu amigo Remo hemos hablado de esto. ¿Cuando?, dije. Vino a verme hace unos días y hablamos de todo. ¿Remo sabe quién mató a Carmen? Yo también, dijo Caridad. ¿Y para qué quieres ir al Palacio Benvingut?, deberías ir a la policía, dije, incapaz de volver a quedarme dormido…