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Enric Rosquelles: Salí en libertad una semana después

SALÍ EN LIBERTAD una semana después de que mi ensayo ganara el primer premio en el concurso "Proyecto Carcelario Europeo" patrocinado por la CEE. Pasar una temporadita en la cárcel me había templado los nervios, según creía, y el modo en que ahora contemplaba la realidad era más distante y sereno. Notoriamente más distante y sereno. Hay reclusos que dicen que estar dentro o estar fuera más o menos es lo mismo. No les falta un poco de razón. De todas maneras yo prefería estar fuera. Había adelgazado y me había dejado crecer el bigote; por lo demás, aunque resulte paradójico, mi piel estaba mucho más bronceada que al entrar y mi salud era perfecta. En la salida encontré a mi madre y a mis tías y antes de que tuviera tiempo de reaccionar me vi en casa de uno de mis primos (el arquitecto) en donde permanecí oculto durante tres días, reducido a la voluntad de la familia de mi madre, que de esta manera se cobraba la porción que les correspondía del dinero puesto en mi fianza. En privado, la mujer de mi primo me confesó que temían una nueva locura de mi parte. ¡El suicidio! ¡Angelitos de Dios! Si no me había suicidado en la trena, ¿cómo podían suponer que me suicidaría en la calle, arropado entre los míos? Pero no les llevé la contraria y me dejé manejar cuanto les diera la gana. En el fondo siempre he respetado la sabiduría, el saber hacer de la familia. Durante esta nueva reclusión sólo hablé (por teléfono) con el director de la cárcel de Gerona, quien no sólo estaba encantado con el premio sino que planeaba ya nuevos ensayos escritos en conjunto sobre una variedad de temas que él definía como "sociológicos". Juanito, que ése era su nombre, pensaba pedir una excedencia de un año en la administración pública, pues al hilo del premio le habían ofrecido trabajo en una importante editorial madrileña y, según sus palabras, no perdía nada con probar. No recuerdo si la editorial era de libros "sociológicos" o de literatura, qué más da, estoy seguro de que Juanito llegará lejos. La otra llamada telefónica fue para intentar localizar a Nuria. Primero hablé con su madre y luego con Laia. La madre, correcta pero seca, me informó que Nuria ya no vivía en Z y que hasta donde ella sabía su hija prefería no volver a verme. Más tarde hablé con Laia y así supe que Nuria trabajaba de secretaria en una empresa holandesa afincada en Barcelona y que hacía un mes o algo así su foto había aparecido en una conocida revista de alcance nacional. ¿De qué foto hablaba? Fotos de desnudos artísticos, dijo Laia aguantándose la risa. Durante más de una semana intenté conseguir la revista pero todos mis esfuerzos fueron vanos. Alguna noche, ya en mi casa, soñé que buscaba las fotos de Nuria desnuda, deambulando en pijama por una hemeroteca gigantesca y polvorienta, similar (recordarlo me pone los pelos de punta) al Palacio Benvingut. Envuelto en una gelatina gris, sofocado y silencioso, revolvía estantes y cajones con la vaga certeza de que si encontraba las fotos comprendería el significado, la razón, el sentido verdadero y escamoteado de lo que me había ocurrido. Pero las fotos nunca aparecían…

Remo Morán: Yo la maté, patrón, me dijo el Recluta

YO LA MATÉ, PATRÓN, me dijo el Recluta, mientras las olas se acercaban a intervalos regulares, cada vez un poco más, a sus rodillas. La playa estaba vacía; en el horizonte, sobre el mar, se revolvían nubes negras y gordas. Una hora más, pensé, y la primera tormenta de otoño, como un portaaviones, pasará sobre Z y nadie nos oirá. (¿Nadie nos oirá?) No me pregunte el porqué, patrón, dijo el Recluta, seguramente ni yo mismo lo sé, aunque probablemente la respuesta sea porque estoy enfermo. ¿Pero enfermo de qué? Nada me duele. ¿Qué demonio o diablo me ha poseído? ¿La culpa la tiene este pueblo miserable? El Recluta estaba arrodillado en la arena, mirando el mar de espaldas a mí, por lo que no podía verle la cara, aunque me pareció que estaba llorando. El pelo, muy pegado al cráneo, daba la impresión de estar peinado con gomina. Le rogué que se calmara y nos fuéramos a otra parte. (¿A dónde quería llevarlo?) No me fui cuando debía irme, contestó, prueba de que todavía tengo los huevos en su sitio, y he esperado todo lo humanamente posible que la iluminación llegara a los policías, pero en este país nadie quiere trabajar, patrón, y aquí me tiene, suspiró. Las olas, por fin, alcanzaron las rodillas del Recluta. Un escalofrío recorrió sus harapos. Le arrebaté el cuchillo con el que la pobrecita pensaba defenderse (¿de mí? ¡no!) y a partir de ese momento me convertí en una bestia, sollozó el Recluta. ¿Qué están esperando para detenerme? Dije: ¿cómo te van a detener si nadie sospecha nada de ti? El Recluta permaneció en silencio un breve instante, ya teníamos la tormenta sobre nuestras cabezas. Yo la maté, patrón, eso es un hecho, y ahora este pueblo extraño y miserable parece celebrar su luna de miel. Empezó a diluviar. Antes de levantarme y emprender el regreso al hotel le pregunté cómo había sabido que la cantante vivía en el Palacio Benvingut. El Recluta se volvió a mirarme con la inocencia de un niño (entre dos relámpagos vi la cara recién lavada, chorreando agua, de mi hijo): siguiéndola, patrón, siguiéndola por estas calles empinadas sin más intención que velar por ella. Sin más intención que estar cerca del calor humano. ¿Ella estaba sola? El Recluta dibujó unos signos en el aire. Ya no hay nada más que hablar, dijo…

Gaspar Heredia: Tomamos el tren a Barcelona una tarde nublada

TOMAMOS EL TREN a Barcelona una tarde nublada, después de una mañana lluviosa que anegó las pocas tiendas que aún quedaban de pie en el Stella Maris. Los objetos que poseíamos resultaron más numerosos de lo que a simple vista parecía y nos hicieron falta bolsas de plástico, que conseguimos en el único supermercado que permanecía abierto. Incluso así nos vimos obligados a dejar en el camping muchas cosas que Caridad no se resignaba a perder: revistas, recortes, conchas de mar, piedras y un surtido variado de souvenirs de Z. Espero que cuando Bobadilla encuentre esos despojos los tire sin más dilación a la basura. La noche anterior a nuestra partida Remo apareció por la recepción para entregarme un sobre con mi paga y un extra con la cantidad suficiente como para que Caridad y yo cogiéramos un avión con destino a México. Luego estuvimos hablando detrás de la piscina, en un lugar donde nadie pudiera escucharnos. Sospecho que ambos nos ocultamos algo. La despedida fue breve: lo acompañé hasta la salida, le di las gracias, Morán dijo que me cuidara, nos dimos un abrazo y desapareció. Nunca más lo he vuelto a ver. Aquella misma noche Caridad y yo nos despedimos también del Carajillo. La mañana siguiente fue ajetreada: el agua entró en la tienda y nos mojó la ropa y los sacos de dormir. Cuando marchamos hacia la estación estábamos empapados. Al llegar ya no llovía. Al otro lado de las vías, en un huerto, vi un burro. Estaba bajo un árbol y de vez en cuando lanzaba un rebuzno que hacía que todos los viajeros que esperaban en los andenes se volvieran a mirarlo. El burro, después de la lluvia, parecía feliz. Entonces, como vomitados por una nube negra, por un extremo de la estación aparecieron dos policías nacionales y un guardia civil. Pensé que venían a detenernos. Con el rabillo del ojo los vi avanzar lentamente, con pachorra, hacia nosotros, las manos prestas a desenfundar. Ese bicho y yo nos parecemos, dijo Caridad con voz soñadora. Somos extranjeros en nuestro propio país. Hubiera querido decirle que se equivocaba, que allí al único que podían aplicarle la ley de extranjería era a mí, pero no abrí la boca. La cogí suavemente de la cintura y esperé. Caridad, pensé, era extranjera para Dios, para la policía, para sí misma, pero no para mí. Lo mismo podía decir del burro. Los policías se detuvieron a medio camino. Entraron en el bar de la estación, primero los nacionales, después el guardia civil, y, ¡milagro auditivo!, los oí claramente pedir dos cortados y un carajillo. El burro volvió a rebuznar. Durante un buen rato estuvimos contemplándolo. Caridad pasó un brazo por mis hombros y permanecimos así hasta que llegó el tren…