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Remo Morán: No se puede pactar con Dios y con el diablo al mismo tiempo

NO SE PUEDE PACTAR con Dios y con el diablo al mismo tiempo, me dijo el Recluta con los ojos anegados de lágrimas. Tiene 48 años y la vida lo ha tratado "peor que a una rata". Ahora que las playas se vacían, estar allí, con él, es como estar en el desierto. Ya no trabaja en la rebusca. Pide limosna. A cierta hora misteriosa abandona su desierto y se pierde por los bares del casco antiguo, demandando la voluntad o una copita, para luego volver a la playa en donde piensa quedarse, según dice, para siempre. Un día apareció por el hotel, mientras Alex y yo sacábamos cuentas en el comedor vacío de clientes. Nos miró, desde lejos, con ojos de cordero degollado y nos pidió dinero. Se lo dimos. Al día siguiente volvió a aparecer, por la noche, en la puerta del restaurante del hotel, pero aquella vez había gente: jubilados holandeses que organizaban una fiesta de despedida. Un camarero lo sacó como en las películas, cogiéndolo del cuello de la camisa y del cinturón. De complexión menguada y dócil, el Recluta no opuso la menor resistencia y se dejó caer. Yo estaba detrás de la barra, lavando copas, y lo vi todo. Más tarde le dije al camarero que así no se trataba a la gente, aunque los holandeses se hubieran reído mucho con la expulsión. El camarero respondió que Alex había ordenado sacarlo de esa forma. Cuando la fiesta terminó le pregunté a Alex por qué obró tan contundentemente contra un pobre mendigo que nada nos había hecho. No lo sabe, instintivamente desconfía del Recluta. Prefiere no verlo rondando por el hotel. Tampoco quiere que yo lo vea. ¿Qué es lo que más te disgusta de él?, pregunté. Los ojos, dijo Alex, son ojos de loco. Por las noches voy a la playa y encuentro al Recluta durmiendo bajo la estructura metálica de los puestos de helados. La playa huele a cosas dulces y podridas, como si en el interior de una caseta, cerrada al público hasta el próximo verano, hubieran olvidado el cadáver de un hombre o de un perro junto con las cajas con restos de helado. Hablamos, yo de pie, el Recluta tirado sobre la arena, arrebujado en periódicos y mantas, la cara vuelta hacia el contramuro o soslayada detrás de sus extraños dedos semejantes a canutos. Seguro que sabes de un lugar mejor donde dormir, dije. Seguro que lo sé, dijo el Recluta sollozando…

Gaspar Heredia: Una noche hubo un gran alboroto en la terraza del bar

UNA NOCHE HUBO un gran alboroto en la terraza del bar y el camarero fue a buscar a los vigilantes. El Carajillo, medio dormido, dijo que primero acudiera yo y viera qué estaba ocurriendo, luego él se reuniría conmigo si la situación era grave y así lo requería. Serían las tres de la mañana. Al llegar a la terraza vi a dos alemanes gigantescos, frente a frente, separados únicamente por una mesa sobre la que aún se apreciaban los restos de una cena y cristales de vasos rotos. El choque entre ambos parecía inevitable y los pocos espectadores, disimulados detrás de los árboles y de los coches, esperaban que de un momento a otro comenzaran a matarse. En la mano derecha de cada alemán había una botella de cerveza vacía, como en las películas de gangsters, salvo que en este caso, curiosamente, puesto que la pelea había empezado hacía un buen rato, al menos en lo que se refiere a insultos y amenazas, no las habían destrozado todavía y se contentaban con esgrimirlas desafiantes. Los dos, lo percibí al acercarme, estaban bastante borrachos, tenían el pelo revuelto, babeaban, los ojos fuera de órbita, los brazos arqueados, inmersos ya en el mundo del combate que los aguardaba y con una indiferencia soberana a todo lo que no estuviera relacionado con él. Hablaban: no cesaban de insultarse, aunque lo cierto es que no entendí ni una palabra, pero los sonidos, guturales, sarcásticos, brutales, que salían de sus labios no dejaban mucho lugar a la duda. De hecho, las palabras de los alemanes eran lo único que se escuchaba a lo largo y ancho del camping, aunque de fondo se oyeran leves y lejanas voces de protesta del reducido número de clientes que aún no dormía, sobre todo provenientes de las tiendas cercanas al perímetro de la terraza. Las protestas, y esto no sé por qué resultaba inquietante, eran tan ininteligibles como los rugidos de los alemanes. Traídas por la brisa nocturna, llegaban en sordina, inmateriales y soñadas, y creaban, al menos así me lo pareció, una especie de cúpula que envolvía el camping con todo lo que en éste había, ya fueran cosas vivas o cosas muertas. De pronto, para empeorar la situación, una voz en mi cabeza me advirtió que el único que podía romper la cúpula era yo. Así que mientras caminaba por la terraza en dirección a los alemanes, presintiendo que el Carajillo no iba a aparecer y que ninguno de cuantos miraban la escena intervendría en el supuesto, cada vez más real, de que los alemanes decidieran calentar un rato conmigo antes de la pelea, intuí que algo iba a ocurrir (o tal vez ahora piense esto y entonces sólo tuviera un poco de miedo), que cada paso que daba en dirección a los gesticulantes era la mitad de un paso en dirección a mí mismo. Caminar hacia los Hermanos Corso. El Nel, Majo definitivo. Me dispuse a recibir una paliza y ver qué pasaba después, y con el ánimo en tal estado llegué junto a los alemanes y les ordené, con un tono de voz amigable y no muy alto, que dejaran la terraza y se fueran a dormir. Entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir, los alemanes dirigieron hacia mí sus jetas y en medio de éstas, como peces pilotos, sus ojos azules nadaron a través de la intoxicación etílica y se clavaron primero en mí, luego en los troncos de los árboles que minaban lentamente la terraza, luego en las mesas vacías, luego en las farolas que colgaban de algunas roulottes y finalmente, como si recompusieran la imagen verdadera, en un punto impreciso a mis espaldas. Debo decir que yo también noté algo detrás de mí, algo que me seguía, pero preferí no darme la vuelta y averiguarlo. La verdad es que estaba bastante nervioso, sin embargo al cabo de unos segundos percibí un cambio en la actitud de los alemanes, como si en la inspección del paisaje se hubieran convencido, instantáneamente, de la gravedad del juego que pensaban jugar; sus ojos regresaron a sus cuencas aplacando de algún modo la violencia gestual que precedía a la violencia física. Uno de ellos, probablemente el menos borracho, balbuceó una pregunta. Su voz sonó con extraños matices de inocencia y pureza. Acaso preguntó qué demonios ocurría. En inglés, repetí que se fueran a dormir. Pero los alemanes no me miraban a mí sino a lo que estaba detrás de mí. Por un segundo pensé que tal vez se tratara de una trampa: si me volvía el par de brutos se abalanzarían sobre mí profiriendo gritos de guerra. No obstante pudo más mi curiosidad y miré por encima del hombro. Lo que vi me sorprendió tanto que solté la linterna: ésta se estrelló contra el cemento y las pilas (muchas, demasiadas pilas) rodaron por la terraza hasta perderse en la oscuridad. Detrás de mí estaba Caridad y en la mano sostenía un cuchillo de cocina de hoja ancha que parecía convocar a través de las ramas una luz sepia proveniente de las nubes. Menos mal que me guiñó un ojo porque de lo contrario hubiera creído que a quien pensaba enterrar el cuchillo era a mí. La verdad es que semejaba un fantasma. Con delicadeza en nada exenta de terror enseñaba el cuchillo como si enseñara uno de sus pechos. Y los alemanes sin duda se dieron cuenta y ahora con la mirada parecían decir no queremos morir ni ser heridos, estábamos bromeando, no queremos tener nada que ver con esto. Vayanse a dormir, dije, y se marcharon. Esperé hasta verlos alejarse hacia el interior del camping apoyados uno en el otro, dos borrachos comunes y corrientes. Cuando volví a mirar a Caridad el cuchillo ya no estaba. Los campistas que observaban la escena desde sus tiendas, poco a poco, como desperezándose, comenzaron a formar corros, encender cigarrillos ycomentar la jugada. No tardaron en subir a la terraza e invitarnos a beber. Alguien recogió las pilas de mi linterna y me las dio. De pronto me encontré tomando vino y comiendo berberechos en el patio de una tienda enorme como una casa donde se sucedían las banderitas de papel de Cataluña y Andalucía. Caridad, sonriente, se hallaba a mi lado. Una señora mayor me daba palmaditas en los brazos. Otra alababa el temple de los mexicanos. Tardé en darme cuenta que se refería a mí. Comprendí que nadie había visto el cuchillo en las manos de Caridad, excepto los alemanes y yo. La precipitada marcha de éstos era atribuida a mi decisión de mantener el orden en el camping. La linterna caída: un gesto de rabia antes de proceder a sacarlos a chingadazos. La presencia de Caridad: natural aprensión de enamorada. Los sucesos de la terraza habían quedado difuminados por los árboles y por las sombras. Tal vez fuera mejor así. Cuando volvimos a la recepción el Carajillo dormía profundamente y durante un rato estuvimos sentados afuera, tomando el fresco sin decirnos una palabra, observando, sobre el camino, una luz salmón y saltarina que proyectaba una atmósfera similar a la de un submarino. Poco después Caridad dijo que se iba a dormir. Se levantó y la vi atravesar la luz hacia el interior del camping. El cuchillo, por sus proporciones, debía abultar debajo de la blusa, pero nada distinguí, y por un segundo pensé que la muchacha del cuchillo sólo vivía en mi imaginación…