Lo que vio lo dejó atónito. Había una caja grande llena de largas guirnaldas de banderitas de España, suficientes para entoldar de patriotismo las pocas calles de Cabrera. En otra caja descubrió paquetes de serpentinas y confeti. Y en una tercera un tocadiscos americano, de formas aerodinámicas y marca Philips, junto a ocho o diez grabaciones de Estrellita Castro, Carlos Gardel, Tino Rossi o la Orquesta típica Morando.

El cantinero llevaba tiempo sospechando que su mujer le ocultaba ciertos aspectos de su vida, pero nunca había pensado que pudieran ser de tanta envergadura. Dejó caer la lona pensando que todo había sido por culpa de los días que había pasado en Mallorca con su hermana. Si ya lo sabía él, si ya sabía que una mujer no podía andar sola por el mundo. ¿Dónde se había visto que un marido se quedara en casa mientras su señora viajaba comprando vajillas y lámparas y otros objetos de lujo? ¿Con qué dinero había comprado todo aquello?

Con el de su cuñado, claro está, un putero al que le gustaban las faldas más que a un niño los caramelos. Y que si luego le enviaba aceite, y pan blanco… ¿Por qué le iba a hacer regalos si no era… si no era…? Cegado por los celos se imaginó a Felisa bailando con el potentado, que le decía obscenidades al oído y le despertaba la risa. La imaginó bailando toda la noche como una cría que descubriera la vida en brazos de aquel hombre, y la vio al amanecer, exhausta, poniéndole una mano en el pecho, no puedo más, no puedo mover las piernas, robándole el pañuelo para enjugarse las lágrimas de la risa y desfalleciendo, desfalleciendo en sus brazos. La imaginó agarrándolo por las solapas de la americana, inagotable él, intentando llevarlo hasta la puerta de la sala de baile, vamonos, casi es de día, mi hermana nos va a matar, y el potentado inagotable comprándolo todo para ella, las banderitas que adornaban el local, el tocadiscos, la música, la noche entera para ti, quiero que sea tuya, y Felisa desfallecida porque nunca nadie le había regalado una noche entera con todo su contenido.

– ¡Puta! -gritó el cantinero, herido en lo más profundo de su orgullo.

Salió de allí como una tromba, cruzó el bar y apareció en la cocina hecho un basilisco. Felisa García, que llevaba unas cebollas en la mano, lo vio cuando ya lo tenía encima y casi no se enteró del sopapo que la tiró al suelo. El oído que había recibido el üjolpc comenzó a pitarle, por lo que oyó las palabras de su marido como si fuera a través de un sueño.

– ¡He visto todas esas cajas, grandísima puta! ¡Ahora ya sé lo que hacías en Mallorca!

Felisa García, sin moverse de donde estaba, se metió un dedo en el oído intentando destaponarlo, pero el pitido aumentó su intensidad. Le escocía todo aquel lado de la cara como si le hubiera caído aceite hirviendo.

– Son para la fiesta de Camila -dijo-, el martes es su cumpleaños.

Y añadió, intentando incorporarse y descubriendo una punzada alarmante en la cadera:

– No sabia que fueras tan miserable.

Benito Buroy bajó del cementerio con ganas de continuar el paseo. Al sumarse a la ceremonia en memoria del carbonero se había situado en una posición incómoda, pues ahora todos le miraban con deseo de proximidad pero no sabían cómo acercársele ni qué decirle, por lo que pululaban a su alrededor ofreciéndose para que fuera él quien diera el primer paso. Aquello hizo que a Benito Buroy le renacieran el desinterés por los demás y las ganas de estar solo. Una de las cosas que más le molestaban era la sensación de comunidad, de grupo bien avenido, y allí, al pie de la higuera, Felisa García continuaba, tal como había hecho durante todo el descenso, mirándolo por el rabillo del ojo y preguntándose si había ido con ella por frivolidad o si lo había hecho por un sincero deseo de integración. La más peligrosa era sin embargo la niña, que en cualquier momento podía saltarle a los brazos y darle la bienvenida a aquella sociedad de fracasados en la que empezaba a encontrarse tan a gusto.

– Voy a ver eso de los cañones -dijo con un hilo de voz.

El capitán acababa de partir en el camión que lo esperaba frente al edificio de la Comandancia. Benito Buroy, envuelto en la nube de polvo que había levantado el vehículo, tomó el camino que llevaba al campamento. No iba con prisa. Se había propuesto pasar la mañana fuera del pueblo. Regresaría a la hora de comer para recuperar su puesto privilegiado en la mesa de la esquina.

En el campamento reinaba una actividad poco habitual. Grupos de soldados acumulaban cajas bajo el mástil donde ondeaba la bandera, y el sargento Ridruejo partía con una patrulla en dirección al faro. Como la pista acababa en aquellos barracones, el camión se había quedado aparcado en la explanada. Dos asnos famélicos, de patas estremecidas y largos badajos reproductivos, cargaban las pesadas piezas de los cañones. Benito Buroy pidió permiso al sargento para unirse a la comitiva militar. Poco después caminaban bordeando la bahía hasta alcanzar las primeras estribaciones del peñón donde se alzaba el faro.

– ¿Aguantarán? -preguntó Benito Buroy al sargento, al ver que los burros se resistían a emprender el ascenso y los moldados tenían que tirar de las riendas y fustigarles las ancas.

– Están acostumbrados, lo que no quiere decir que estén contentos -contestó lacónico el militar.

La cuesta era infinitamente más empinada que la del castillo. En muchos tramos se habían tenido que tallar escalones en la roca, pero eran tan irregulares que resultaba imposible encontrar una cadencia en el ascenso. Las nubes, que un rato antes cubrían el cielo, se habían ido disolviendo como humo llevado por el viento, y el sol pegaba con fuerza. Benito Buroy comenzó a sudar. De vez en cuando se detenía aprovechando que uno de los asnos remoloneaba, o patinaba sobre los cascos y, tras la espantada de los soldados por miedo a verse arrastrados en la caída, lo ayudaban a recuperar la confianza en sus patas. Cuando llegaron a lo alto, los animales estaban tan agotados que el sudor les humeaba en la piel al evaporarse. El capitán Constantino Martínez, que llevaba allí un buen rato, recibió a sus hombres con cara de pocos amigos.

– ¿Y el agua? -preguntó-. ¿Dónde está el agua?

Los soldados, que habían empezado a liberar los asnos de su carga, se miraron unos a otros.

– ¿Qué agua? -preguntó el sargento Ridruejo.

– ¡Para las bestias! ¿Qué queréis, que revienten?

Benito Buroy había buscado la sombra del faro y contemplaba la bahía desde aquel lugar inédito. Al otro lado, los muros de la fortaleza se sostenían en pie con la fragilidad de un castillo de naipes. Más abajo, en un recodo marcado por la silueta del muelle, el pueblo se mostraba en toda su insignificancia.

– ¡Pues ahora les dais la del botijo! -resonaba la voz del capitán-. ¡Y tú, vete a por una garrafa! ¡Venga, a paso ligero!… ¿Dónde está el artillero?;Dónde se ha metido?

Los soldados habían instalado ya el afuste y no tardaron en acoplarle el cañón. Era un arma pequeña, demasiado humilde para amenazar de forma convincente el horizonte que se extendía inabarcable ante ella. Pero el capitán Constantino Martínez estaba orgulloso de haber logrado emplazarla en aquel lugar tan visible. Se acercó a Benito Buroy y se cruzó de brazos paseando una mirada satisfecha por el mar en calma.

– Ahora ya pueden venir, si quieren. Verán cómo les recibimos.

Benito Buroy localizó una vela diminuta en la lejanía. Debía de ser un barco de pesca. No se veía nada más sobre la amplia extensión de las aguas, pero el capitán, como un borracho que increpara a una multitud indiferente, dirigía hacia allí una mirada retadora. El artillero pidió permiso para probar el arma, no fuera a ser que algo estuviera mal y fallara cuando realmente la necesitaran.

– Está bien -aprobó el capitán-, pero no apunte hacia el pueblo, qué aún va a matarme a algún vecino. Dispare hacia allá, hacia el mar abierto.