Además, conmigo se le van los recuerdos desagradables o lo que sea que le hace estar tan a disgusto. Al verme se le alegra el rostro y me saluda con una profunda inclinación de la cabeza, como si yo fuera una gran dama que acabara de entrar en un baile. Herniann es el único que no ha intentado nunca darme palmaditas en la cabeza, que es algo que odio. Bueno, Andrés tampoco, pero ése no cuenta y más vale que no lo intente, porque con lo bruto que es me hundiría el cráneo.

Puede ser que mamá esté un poco celosa de mí, no lo sé. Pero es muy rara esa manía que le ha dado de vigilarme. Parece que le molesta que yo quiera estar sola o relacionarme con la gente al margen de ella. A veces se pasa dos o tres días tratándome igual que a una desconocida, pero luego se me abraza de repente y me huele el pelo y se pone a llorar. Yo creo que sufrió demasiado con lo de papá y que no sabe lo que quiere, que ya nada la puede satisfacer. Seguramente por eso sufre por mí, porque le gustaría evitar que yo pasara por todo lo que ha pasado ella. Pero el resultado es que no me deja ni respirar.

Ayer mismo se comportó de una forma tan tonta que me va a costar mucho tiempo perdonarla. Yo había ido a la cantina y me encontré a Hermann sentado solo a una mesa. En Cabrera todos le evitan porque no sabe hablar español y se sienten incómodos a su lado. Yo no. Hablar no es tan importante y la demostración es que Hermann me saludó como siempre, con esa sonrisa que me da palpitaciones, y yo le contesté haciendo una reverencia pues estábamos solos y no me daba apuro que me vieran. Él entonces me hizo un gesto con la mano para que me acercara, sacó una de sus piernas de debajo de la mesa y se dio unas palmaditas en la rodilla. Me senté sobre ella intentando que no se diera cuenta de que temblaba un poco, pero sólo un poco, y nos miramos como si en realidad ya hubiéramos estado hablando largo rato y nos tuviéramos mucha confianza. Yo creo que hay personas a las que ves una vez y tienes la sensación de que las conoces desde siempre.

Hermann se llevó una mano a la cazadora y sacó una cartera que abrió sobre la mesa. Era una cartera negra de piel de lagarto bastante gastada, como si la llevara. Debía de llevarla con él desde hacía mucho tiempo. De su interior sacó dos fotos. Me mostró la primera dando unos golpecitos sobre ella con la yema del dedo índice. Se veía a un niño muy repeinado con un pantalón con peto y un avión de juguete en la mano. Tenía las cejas hundidas y los labios hacia fuera como si estuviera imitando el sonido de un motor. «Hermann», dijo Hermann, y se puso a reír. Le hacía mucha gracia encontrarse consigo mismo después de tantos años. Luego apartó aquélla y me enseñó la otra foto. Era de una casa grande con la fachada cubierta por una enredadera. Junto a la puerta había un hombre y una mujer. Aunque no hacían ningún gesto en especial y sus caras eran bastante insípidas, daba la impresión de que para ellos era un momento importante. «Jakob, María», dijo Hermann, y añadió algunas palabras muy dulces que no me importó no comprender, pues me había puesto una mano sobre el hombro y fue como si se hubiera parado allí un animal cálido y amistoso, un animal que en cualquier momento podría rozarme el cuello y ponerme la piel de gallina. Yo sólo deseaba que aquello sucediera, que el animal se moviera un poco y notar su calidez en el cuello, pero en aquel momento todo se vino abajo.

– ¡Camila! -tronó la voz de Felisa-. ¡Ven para acá inmediatamente!

Al volverme la vi en la puerta de la cocina, pero no tuve tiempo de decir nada porque Felisa ya estaba a mi lado y me arrastraba de un brazo. Fue tan rápido que ni siquiera pude quejarme del daño que me hacía. Me sacó a la plaza y comenzó a llamar a gritos a mamá, que no tardó en llegar junto a nosotras sofocada y con mirada de loca. Yo no entendía nada. Felisa le cuchicheó algo al oído y no soltó mi brazo hasta que mamá me lo hubo cogido, como si les diera miedo que quisiera escaparme. Nada de eso. Estaba demasiado asustada incluso para hablar.

– ¿Tú eres tonta? ¿Es que eres tonta? -me gritaba mi madre mientras subíamos a casa. Y no paraba de gritar-: ¿Es que eres tonca?

Cuando llegamos se calmó un poco. Se veía que hacía esfuerzos por ordenar sus pensamientos. Me obligó a sentarme en la cama, dio unas vueltas por la habitación retorciéndose las manos y por fin se arrodilló en el suelo frente a mí. Me cogió la cara y me besó en la frente. Luego me explicó, conteniendo la voz y con una sonrisa forzada, que yo ya no era una niña, que me estaba convirtiendo en una jovencita muy atractiva y que debía tener cuidado con ciertos hombres. No pude evitar un gesto de cansancio, de lección aprendida, que puso a mamá más nerviosa. Pero se contuvo de nuevo y me miró con lástima apretando los labios. Mamá tenía razón y yo pensaba lo mismo, pero se equivocaba con Hermann. No puede ser malo alguien que te mira con los ojos del mar y tiene manos de pianista.

Felisa García no podía dormir desde el día en que pidiera al capitán Constantino Martínez que obligara a volver a su hijo de Madrid para ocupar el puesto del carbonero. En cuanto apagaba la luz y cerraba los ojos, la mala conciencia se le agigantaba como un bulbo grande que empezara a echar yemas dentro de su cabeza. La causa no era haber intercedido por su hijo, que le parecía lo más natural, sino la poca atención que se había prestado al carbonero fusilado. Nadie se había molestado en visitar la tumba de Pascual, y su ánima debía de vagar por el monte maldiciendo a sus olvidadizos vecinos. En especial a ella, a Felisa García, que se había criado con él y a la que no le había faltado tiempo para sacar provecho de su desgracia. La cantinera estaba convencida de que de nada iban a servir sus oraciones por el alma de aquel hombre si le faltaba el valor para honrar su cuerpo. Abría los ojos en la oscuridad del dormitorio y veía a Pascual ingrávido entre las vigas del techo, con los pelos alborotados por un viento que soplaba sólo para él, hablándole muy enfadado y señalándola con un dedo acusador. Aunque no podía oír nada de lo que decía, estaba segura de que la insultaba por ser tan desagradecida.

Tras dos noches de insomnio decidió tomar cartas en el asunto. Si no por ella, debía hacerlo por Pascual, pues lo que estaba sucediendo era una auténtica injusticia. Esperó desde el alba a que Andrés apareciera por la cocina. Cuando por fin lo hizo, le obligó a beber apresuradamente un vaso de leche, le entregó un capacho y lo envió al monte a por todas las flores que pudiera reunir. El muchacho, que para los menesteres singulares iba sobrado de entusiasmo, regresó convertido en una alegoría de la primavera. Felisa García pudo confeccionar un ramo tan grande que había que cogerlo con los dos brazos. Con aquel ramo apareció en el bar, donde se encontraban todos sus clientes porque era la hora del desayuno.

– Andrés y yo vamos a llevar flores a la tumba de Pascual -proclamó Felisa García tras su camuflaje de pétalos-. Nos gustaría no estar solos para que la ceremonia fuera más lucida… ¡Paco, tú te vienes!

Su marido salió de detrás de la barra con cara de no entender nada, mientras Leonor Dot, haciendo un gesto de apremio a Camila, se situaba junto a Felisa. El Lluent, que acababa de llegar de la colonia de Sant Jordi y se estaba tomando un orujo antes de acostarse, dudó unos instantes, pero acabó sumándose a la iniciativa después de levantarse de la silla y sopesar la fuerza de sus piernas con un par de flexiones casi imperceptibles.

Para sorpresa de todos, Benito Buroy apuró de un trago el contenido de su taza y se unió a ellos. Lo hizo como quien se pone en una cola en la que no conoce a nadie, aunque con su actitud dejaba claro que se disponía a acompañarlos al cementerio. Felisa García lo miró dejando claro que para ella se estaba infiltrando en un asunto que no le concernía, pero le entregó el ramo cuando, tras rechazar los intentos de Leonor Dot por quitárselo de las manos, se ofreció él para llevarlo. Así salieron del bar, en una comitiva hermanada en torno a la firme determinación de la cantinera.