El capitán Constantino Martínez tuvo la mala suerte de encontrarse con ellos delante de la Comandancia Militar. Se los quedó mirando de hito en hito, algo perplejo por aquella procesión que tomaba el sendero del castillo, hasta que su espíritu castrense se vio herido por la sospecha de una actividad subversiva, cuando no de una algarada en toda regla. Los adelantó con paso rápido y se interpuso en su camino.

– ¿Adonde creen que van? -dijo-. ¿Qué significa esto?

Felisa García reemprendió el ascenso cogiéndose con una mano la falda y manoteando con la otra en el aire.

– Vamos a despedir a Pascual. Apártate, Constantino.

El militar la obedeció con presteza, pero estaba realmente escandalizado.

– ¡Era un rojo, un asesino! ¿Saben a cuántos hombres mató? ¿Lo saben?

Permaneció unos instantes en silencio, pues acababa de darse cuenta de que él tampoco lo sabía.

– ¡A muchísimos! ¡Y ni siquiera aceptó la confesión! ¡No merece su respeto, Felisa!

La cantinera, que ya había ascendido unos metros por encima de donde se encontraba el capitán, se volvió para contemplarlo con infinito agotamiento.

– Sólo quiero llevarte unas flores para poder dormir en paz… Creo que no es para tanto.

Fue entonces cuando, para sorpresa de todos, hablaron ellas, las flores. Benito Buroy, que sostenía el ramo como si se abrazara a un árbol, se atrevió a dar su opinión del asunto, lo que era realmente extraordinario.

– La justicia es venganza -dijo-, y se basta a s¡ misma. No es de buenos cristianos continuar humillando a un hombre que ya ha tenido su castigo.

Se hizo un silencio debido tanto a la sorpresa por oírlo hablar como a la reflexión en la que todos hubieron de sumirse para entender sus palabras. Felisa García se prometió a sí misma que en cuanto regresara a casa intentaría escribir aquella frase tan filosófica para comentarla más tarde con su profesora. Quizá con su ayuda podría entenderla en toda su profundidad.

– ¡Tiene razón! -concluyó provisionalmente-. ¡Y usted debería venir también, Constantino!

– ¿Yo? -se sorprendió el militar. Y añadió a la defensiva-: ¿Precisamente hoy, que empezamos a instalar los cañones?

– Una autoridad le vendría muy bien a la ceremonia… -intervino Leonor Dot.

– Además, no nos va a ver nadie -dijo Camila, que iba de la mano de su madre-. Aquí nadie ve lo que hacemos.

– Lo veo yo, señorita, que para eso soy el que manda en esta isla… -el capitán Constantino Martínez parecía haber encontrado una excusa para complacer a Felisa García sin desdecirse de su opinión sobre el antiguo carbonero-. En fin, alguien tendrá que poner orden en esta insensatez. Vamos a ver en qué consiste.

El cielo había amanecido cubierto de nubes plomizas que destacaban la blancura de las gaviotas en lo alto. Camila seguía su vuelo con la mirada. De vez en cuando daba un traspié y se agarraba con más fuerza a la mano de su madre. Subieron en silencio hasta el camposanto. En el exterior, a unos metros de la cancela, un túmulo de tierra removida indicaba el lugar donde había sido enterrado el carbonero. Se situaron en torno a la tumba y miraron todos a Felisa García. A la pobre mujer se le había encogido el corazón al ver en qué condiciones había acabado la vida desdichada de Pascual, y además no había pensado que tendría que decir unas palabras. Buscó al capitán con una mirada agónica, pero éste hizo un gesto con la mano con el que quería indicar que bastante hacía con permitirles estar allí. Entonces la mujer tragó saliva, liberó a Benito Buroy del ramo y se lo dio a Andrés.

– Venga, hijo, ponlo ahí encima.

El muchacho lo depositó con gran cuidado sobre el montículo. Como si al hacerlo hubiera dado a la sepultura anónima un rostro donde reconocer al fusilado, a Felisa García se le dulcificó el gesto. Contempló fijamente el ramo de flores y se aclaró la garganta antes de hablar.

– Yo no sé lo que hiciste, Pascual -dijo-, pero fuera lo que fuese tú eras incapaz de algo así. Eso lo sé yo, que cuidaba contigo las cabras de mis padres… Es posible que a todos nos toque enfrentarnos antes o después a lo que no somos, a ti también. A veces pienso que la vida es demasiado larga para nuestro poco entendimiento, o quizá es que hemos de caer hasta lo más bajo para poder levantarnos de nuevo en el más allá. Esperemos que el Señor sea benevolente contigo… Eso es todo. Descansa en paz, Pascual, y no sigas haciendo tonterías,

Sólo el Lluent la acompañó en la señal de la cruz. Andrés los imitó pensándose mucho cada movimiento de la mano, como si resolviera un complicado rompecabezas. Se le iluminó el rostro y lo repitió más deprisa.

– Bueno, pues ya está -dijo el capitán Constantino Martínez-.Me voy, que tengo mucho que hacer… Y ustedes no se queden aquí. Vamos, circulen.

Tornaron todos el camino de regreso a la plaza. Andrés, un poco rezagado, dedicó todo el descenso a hacer la señal de la cruz cada vez más deprisa, como un poseso. Cuando, ya en la cantina, Felisa García se encerró en sus dominios, el muchacho fue tras ella y lo repitió de nuevo para que lo viera. A continuación soltó una risa que pareció una súplica. Felisa García cogió su cabeza y la estrechó contra sus enormes tetas. Hasta aquel momento, a pesar de que su madre, cuando era niño, se lo había intentado enseñar todas las noches, Andrés no había sido capaz de completar la cruz sobre su cuerpo.

El chamizo de los trastos había sido en el pasado la porqueriza y todavía conservaba en su interior un ambiente de vida enclaustrada. El suelo de tierra despedía un olor penetrante, extrañamente dulce y acre al mismo tiempo, y en la parte inferior de las paredes se veían restos de humedades que ni el calor del verano podía acabar de secar. Del techo, por entre los palos de los que colgaran los embutidos, se mecían los restos de telarañas hechos jirones. Allí todo se enmohecía, pero era el lugar favorito de Paco porque su mujer no entraba jamás. Era ahí donde guardaba sus botellas de vino, escondidas tras los aperos y herramientas que nunca utilizaba. Aquél en su santuario.

Aunque llevaba años sin empuñar un martillo o una azada, Paco nunca entraba en el cuchitril sin antes restregarse las manos y subirse los pantalones con energía, tal como haría cualquier persona que se dispusiera a acometer un duro trabajo. Así lo hizo aquella mañana, convencido, aunque vagamente, de que de una vez por todas iba a demostrar a Felisa quién mandaba en la casa. Echó un vistazo a los cachivaches que se amontonaban contra las paredes buscando entre todo aquel material, como un poeta entre las rimas, la inspiración necesaria para llevar a cabo alguna de las mil chapuzas que tenia pendientes. Pero su fuerza de voluntad se quebró de inmediato ante la fuerza superior de la rutina, y se encaminó a un rincón donde sabía que había un par de botellas todavía sin descorchar. Fue entonces cuando descubrió, casi delante de sus narices, un bulto nuevo bajo una lona.

Si hubiera visto un fantasma no habría reaccionado con tanta alarma. Pegó un brinco, se llevó una mano ansiosa a la cadena que le colgaba del cuello y se quedó contemplando atentamente el descubrimiento. Alguien había entrado en el chamizo cuando él no estaba. Aquello podía ser muy grave. En un primer momento temió por sus reservas de vino, pero no tardó en comprobar que no habían sido saqueadas. Paco, que nunca había tenido miedo a la redundancia porque no sabia lo que era, llegó a la conclusión de que se trataba de una invasión puramente invasiva, y que la causante no podía ser otra que Felisa. Sólo entonces se le ocurrió fisgar debajo de la lona. Lo hizo con la morbosidad de quien, de creer descubiertos sus secretos, pasa a descubrirlos de otra persona. También, cabe decirlo, con cierta esperanza de que su mujer, llevada por su bendita inocencia, hubiera escondido allí un nuevo cargamento de vino o de licores.