Salieron a la plaza, Camila con su vestido rojo y Andrés con el capacho. El chaval, que se había preparado para una larga caminata, hundió la cabeza entre los hombros y se dispuso a seguir a la niña, pero ésta se detuvo a los pocos pasos. Se volvió hacia Andrés y lo miró entornando mucho los ojos como si deseara descubrir algo que él escondiera en la mente. Andrés intentó disimular. No le gustaba que le mirasen dentro.

– Hoy vas a ser tú quien elija adonde vamos -dijo Camila-. Quiero que me lleves a un lugar donde el agua sea muy profunda.

A Andrés no le gustó aquella petición. No la entendía. Intuía que había algo malo en la profundidad, algo raro, tan raro como el comportamiento de su madre cuando lloraba y como el de Camila al pedirle que eligiera un lugar profundo donde bañarse. En ocasiones a Andrés le daba miedo lo que pensaban los demás. Le llenaba de ansiedad ver a los otros desorientarse o hacer cosas fuera de lo común, cosas que él no podía comprender pero que le parecían oscuras. Le daba pánico, por ejemplo, ver a su padre sentado bajo la parra hablando a solas, discutiendo en voz baja consigo mismo y retirándose por fin a la cama tropezando con las puertas y murmurando que la vida era una mierda. Le angustiaba no saber qué era lo que le hacía tanto daño a su padre, o que su madre anduviera como perdida secándose la cara con el delantal, o que Camila le mirase con los ojos convertidos en dos grietas inquisitivas. Pensaba Andrés entonces que las personas llevan dentro un enano maligno que a veces las obliga a comportarse de forma extraña. Al muchacho no le gustaba que la gente perdiera la transparencia y por eso mismo no podía soportar que le mirasen dentro, porque estaba seguro de que él también tenía su enano y en ocasiones hasta notaba su presencia, un bulto del tamaño de una rata que le viajaba por los intestinos.

Cargó el capacho a la espalda y tomó el sendero que bordeaba los acantilados. Más allá de la cala a la que iban siempre había otra de difícil acceso. Había que descender con cuidado y no tenía playa, sólo un diminuto banco de arena en la boca de una gruta. La oquedad que se abría en las rocas era amplia cuando se entraba en ella, pero luego se estrechaba y se perdía con ecos de mar en el interior de la isla. A Andrés le espantaba aquel lugar. Sin embargo, era consciente de que aquello era lo que quería Camila, pasar un poco de miedo, y aunque ni lo entendiera ni lo aprobara sabía cómo ofrecérselo. La niña caminaba a su lado sin parar de hablar. Le contaba que su madre estaba un poco celosa de ella, pero que ella lo entendía porque había sufrido mucho en la vida, y que de mayor iba a ser maestra en Barcelona, que era una ciudad tan grande que no habría cabido en aquella isla tan pequeña, y que dos días después sería su cumpleaños, trece años cumpliría. Andrés estaba al tanto de aquello, pues su madre, días atrás, lo había cogido de la mano y lo había llevado al chamizo donde escondía los preparativos para una gran fiesta. Una vez allí, delante de todas aquellas cajas, le había dicho que él iba a ser el encargado de montar las guirnaldas en la plaza, pero que fuera con cuidado porque Camila no podía enterarse. Y el muchacho esperaba aquel momento con tanta impaciencia que, cuando se acordaba de lo que iba a suceder, se le aceleraba el corazón y le faltaba el aire.

Llegaron por fin al lugar donde debían iniciar el descenso a la cala. Camila miró con los ojos muy abiertos la lengua de mar que se adentraba por entre los farallones, de un azul tan oscuro que no permitía ver lo que había en su fondo. Las aguas se agitaban allí con inquietud de vientos inexistentes, lamiendo las rocas y retirándose hasta dejarlas al descubierto. Aquella cala tenía una orientación que les impedía remansarse por completo, lo que le daba al lugar un carácter inhóspito de tierra despoblada. Camila tragó saliva observando a Andrés, que había comenzado el descenso y le tendía una mano para ofrecerle ayuda. Se arrepentía de no haber querido ir a su cala de siempre, pero le faltó humildad para retractarse. Rechazando la oferta del muchacho, se recogió la falda y puso un pie tembloroso en la primera roca. Poco después, con menos esfuerzo de lo esperado, se hallaban en el diminuto banco de arena. Andrés se sentó a un lado dejando el capacho entre sus piernas. Comenzó a rascarse la cabeza con la mirada fija en el suelo. Camila, maravillada por aquel sitio, avanzó unos pasos hacia el interior de la gruta. El mar se filtraba hasta allí creando un lago remansado del que sobresalía un peñasco situado en el centro, como un altar. Más allá, la bóveda se inclinaba y se hundía en las profundidades de la montaña. Camila se volvió y contempló la cala desde dentro de la gruta. Tuvo la sensación de encontrarse en una boca enorme que se dispusiera a engullir un tazón de caldo que la arrastraría hasta las tripas de la tierra, lo que le aceleró el pulso y la hizo salir con grandes prisas simuladas tras una bulliciosa alegría.

– ¡Es el mejor escondite del mundo! ¡Voy a bañarme!

Andrés, que no se había movido, soltaba gruñidos y meneaba la cabeza. Sólo alzó la mirada cuando advirtió que la niña se quitaba el vestido rojo, lo extendía con precaución lejos del alcance del agua y depositaba sobre él su reloj de pulsera. Camila llevaba puesto un bañador con faldita y volantes en los hombros. Aquel bañador había llegado como todo desde Palma. Se lo había regalado Felisa García un par de semanas atrás diciéndole que ya era mayorcita y que no podía bañarse en bragas. Cuando se quitaba la ropa y se quedaba cubierta únicamente con aquella prenda, su cuerpo parecía menguar como el de los caracoles cuando los atravesabas con un palillo y los sacabas de sus caparazones. A Andrés le parecía admirable que la niña continuara siendo la misma, tan desprotegida.

Camila le echó un vistazo al dirigirse a la orilla. Se sentía un poco inquieta, pero jamás habría reconocido que le daba seguridad la compañía de Andrés. Fue hasta el final del banco de arena y comprobó que el agua era completamente opaca y se movía con una inexplicable densidad, como una gelatina de un azul muy oscuro. Pero era un agua mansa, ella lo sabía, la misma de siempre aunque más honda y por lo tanto insondable, como el alma. Al avanzar un paso se dio cuenta de que la arena se precipitaba hacia el fondo, que desaparecía bajo sus pies. Se hizo la señal de la cruz para protegerse de las medusas y de sus íntimas inquietudes. Luego, sin tiempo para arrepentirse, tomó aire y se dejó caer de barriga.

La noche anterior Paco se había acostado tan borracho que fue incapaz de desvestirse. Felisa, que había vuelto a ponerse su camisón mallorquín, lo dejó que durmiera tal como se había desplomado en la cama. El hombre pasó la noche roncando, removiéndose con estertores de animal degollado y exhalando por toda la habitación el olor penetrante de su sudor. De madrugada Felisa se levantó para poner en marcha la cantina, y unas horas después, servidos ya los desayunos, encontró a su marido sentado de nuevo bajo la parra con una botella de vino sobre la mesa y el cabeceo derrotado de la embriaguez. Lo miró con desesperanza acariciándose la cadera dolorida. Pero Paco, que había notado su presencia y le había dirigido un vistazo de soslayo, no parecía tener fuerzas para enfrentarse a ella.

– Cuando algo va bien, haces lo que sea para estropearlo -dijo, casi con dulzura, Felisa García-. Siempre ha sido así, desde que nos casamos. No hay peor enemigo que el que tienes en casa… ¿Y sabes qué creo? Que te falta valor para vivir, que un día de estos aparecerás muerto en cualquier rincón, muerto del asco que te das a ti mismo.

– Déjame en paz -farfulló el cantinero.

Entonces, como si una alimaña le hubiera mordido en un tobillo, alzó las piernas con una fuerza increíble y la mesa se le vino encima. La botella que había sobre ella se hizo añicos contra el suelo tras golpearle en el pecho. Felisa retrocedió un paso, asustada. Paco aparcó la mesa manoteando con infinita torpeza, se cayó de costado y se puso en pie tambaleándose, los ojos inyectados en sangre. A punto estuvo Felisa García de salir corriendo, pero su marido no hizo ademán de avanzar hacia ella. Se arrancó el collar y lo tiró en dirección a la higuera.