Es entonces cuando, cegados por la rabia y la desesperanza, hacen cosas que nadie puede entender. Esta mañana Hermann ha querido que el Lluent le llevara a costear la isla en su barca. Desde allí ha estado disparando con su pistola a todo cuanto veía, a los salientes de las rocas, a los troncos de los árboles y a las pocas cabras que se le ponían a tiro. Una de ellas, alcanzada por las balas, se ha despeñado y ha caído al mar. Yo creo que Hermann sólo quería desfogarse, que no lo ha hecho a propósito. Pero, en cuanto el Lluent ha pisado las piedras de! muelle, se ha ido directo al despacho del capitán Constantino. Las voces del pescador se oían desde la plaza, tan alteradas que el capitán, que conoce su carácter, ha pensado sin duda que aquello iba a acabar como el rosario de la aurora. Aunque se le veía con muy pocas ganas de hacerlo, se ha dirigido a la cantina para decirle al aviador alemán, mediante signos, que su arma quedaba confiscada. Hermann se ha resistido a entregársela, pero estaba obligado a hacerlo. Por fin la ha puesto sobre la mesa murmurando un par de frases que, aunque no podían entenderse, no han sonado nada bien. Parecía muy enfadado.

Constantino no sabía cómo reaccionar. Se ha limitado a coger la pistola y a salir de la cantina para encerrarse de nuevo en su despacho. En el aire ha quedado una sensación de odio extremo, de guerra interrumpida. Y ése es otro problema que tienen los hombres, que no saben dar las cosas por acabadas. Hasta a papá, cuando llegaba a casa y venía a mi cuarto a darme las buenas noches, se le veía agobiado e insatisfecho como si el día no tuviera suficientes horas o si él, pese a haber hecho lo imposible por resolver todos sus asuntos, no hubiera llevado a buen puerto nada de lo que realmente le interesaba. Se quedaba sentado en el salón, sin poder conciliar el sueño. Mamá le hacía una infusión y le decía «no te preocupes, todo se arreglará». Pero nada se arreglaba porque los hombres viven sin interrupción y eso hace que estén siempre inquietos. Estoy segura de que ahora mismo el capitán Constantino, y Benito, y Hermann, y Paco y el Lluent andarán dando vueltas y más vueltas a las causas pendientes que les impiden cerrar cada noche un capítulo y abrir uno nuevo a la mañana siguiente, como hago yo cuando escribo este diario. Parecería que todos buscaran vengarse los unos de los otros, y que eso les llevara a vivir en suspenso, esperando el momento de hacerlo.

Por este motivo se vuelven locos a veces y matan sin querer una cabra, o hacen cosas todavía más difíciles de entender.

El médico del campamento salió al porche limpiándose las manos con un trapo de cocina. Leonor Dot y Felisa permanecían en el interior, junto a la cama donde reposaba Camila, mientras los hombres esperaban el diagnóstico bajo la lluvia morosa que anunciaba la llegada del otoño. Estaba incluso Benito Buroy, que nunca había visitado aquella casa, un tanto apartado para situarse fuera del alcance de la luz de la bombilla. Todos se habían vuelto hacia el médico, pero éste, sin dejar de pasarse el trapo por las manos, caminó hasta el final del pavimento y paseó la mirada por la oscuridad de la noche.

– Yo no estudié para esto -dijo sin volverse hacia ellos-. Lo mío es sacar balas y entablillar huesos rotos. Soy militar y atiendo a hombres que luchan. Sé cómo tratarlos cuando los hieren. Pero no estoy preparado para otro tipo de heridas.

El capitán Constantino Martínez abrió los brazos en señal de impaciencia. Avanzó hasta el médico y lo cogió por un codo.

– Venga, hombre de Dios, díganos cómo está. -Tiene una ligera hipotermia que se le pasará con un poco de calor. Es una chica con una constitución muy fuerte. El médico miró entonces al capitán. -Eso no es lo malo… La han violado. Por suerte no hay desgarro y su vida no corre peligro, pero la ha afectado mucho, como es lógico. No reacciona. Está consciente, eso creo.

Sin embargo, no habla ni se mueve. Usted me pregunta cómo se encuentra y no sé qué contestarle. Ya le he dicho que lo mío es sacar balas de un hombro o de una pantorrilla… Le he administrado un sedante, no sé si era lo más correcto.

Se hizo un espeso silencio. El capitán le miraba como si no fuera capaz de entenderle, y Markus Vogel, recostado contra la pared, se había tapado la cara con las manos. Sonó entonces, arrastrada y lenta como un tórrido soplo de viento, la voz del Lluent.

– Sólo quiero saber quién lo ha hecho. -Y yo qué s¿. La niña no abre la boca y las mujeres no quieren atosigarla… Tienen razón, es mejor dejarla descansar. Habrá que esperar a que se recupere.

Continuaba cayendo una lluvia escasa y persistente, pero no hacía frío y los hombres la ignoraban. En el interior de la casa resonaba la voz de Felisa García, que rezaba o maldecía. La noche se había vuelto tan opaca que parecían encontrarse en el fondo de una sima, a muchos metros por debajo cíe cualquier parte o en lo más profundo del mar. Benito Buroy, que había permanecido apartado, avanzó un par de pasos. Dio la sensación de que emergía de las tinieblas.

– Aquí no se puede hacer nada -dijo-. Me voy a dormir.

No se molestó siquiera en mirar a Markus Vogel. Cruzó la única estancia de la casa y se encaminó hacia la plaza. Al poco oyó unos pasos tras él. Era el médico.

– Espere -le pidió el galeno, que había emprendido una titubeante carrerilla en la oscuridad-.Ya que estamos aquí, podemos parar en la cantina y le quito los puntos de ese dedo. Seguro que la herida está cerrada.

Mientras ellos se alejaban, el capitán Constantino Martínez, en el porche, no sabía cómo conducir la situación. Echó una mirada al ermitaño, que se había ido deslizando por la pared hasta acabar sentado en el suelo. El enorme corpachón del alemán parecía un saco abandonado al lado de la puerta. El militar tiró de los faldones de su guerrera y se sacudió los hombros intentando secárselos. Benito Buroy tenía razón. Allí no se podía hacer nada. Había llegado el momento de retirarse él también y dejar que las mujeres se encargasen de la niña. A fin de cuentas, aquél era un problema de orden estrictamente femenino. Además, por culpa de todo aquello comenzaba a amenazarlo el ardor de estómago. Y eso sin haber cenado, que tenía su delito. Forzó unas toses para aclararse la garganta. Sólo entonces se volvió hacia el Lluent para despedirse de él. Le asustó un poco su actitud. El pescador, inmóvil y callado como siempre, mantenía la mirada fija en el vacío. Parecía que estuviera a punto de cometer alguna locura. Pero el capitán sabía que entre sus incontables funciones estaba la de impedir que la gente perdiera los estribos.

– Tranquilícese -dijo, revistiendo su voz de la sensatez de quien ha pasado por trances mucho peores-. Debemos actuar con calma hasta encontrar al culpable. De momento, sólo cabe rezar para que esto no vuelva a repetirse.

– ¿Rezar? -murmuró el pescador, sin mirarle-. ¿A quién, rezar?

– No sea derrotista, hombre, y no blasfeme. Venga, dejemos que las señoras hagan su trabajo y bajemos a la cantina. Cenaremos algo, nos tomaremos una copita y ya verá, en dos días ni nos acordaremos de todo esto.

Amanecía un día frío y saturado de humedad, pero el cielo estaba despejado- Sólo unas nubes lejanas se deshilachaban en el horizonte allá por donde salía el sol, astillando su luz intensamente roja. Felisa García, que había pasado la noche en vela, preparaba achicoria para el Lluent, que tiritaba en una de las sillas de la cantina con los ojos vidriosos y la mandíbula y las manos agarrotadas. Se preguntaba la mujer, mientras atizaba las brasas para que el agua hirviera con mayor rapidez, qué habría hecho el pescador hasta aparecer por allí con las primeras luces, trémulo y desfallecido. Seguramente nada más que canturrear a la puerta de su casa, absorto en su mundo de voces olvidadas o imposibles, dejando que la lluvia le fuera apagando el fuego insoportable de sus emociones. Felisa García sabía que el Lluent sentía la vida de una forma tan intensa como imprecisa. Nada era del todo suyo ni del todo ajeno a él. Y aunque no fuera un hombre religioso, tenía un sentido del orden que en demasiadas ocasiones no se ajustaba a lo que sucedía en el mundo. Por eso, a menudo se le volvían obsesivas las ideas y le quemaban por dentro.