– He traído caldo para la niña. Debes intentar que tome un poco. Lo necesita.

Se calló unos instantes para tratar de infundirse coraje. Luego continuó:

– Leonor, no sé si voy a poder volver a mirarte a la cara.

La otra giró el cuello para observarla con perplejidad. Tenía unas ojeras lagrimadas y profundamente oscuras.

– ¿Por qué dices eso?

– Ha sido Andrés, mi hijo. Todavía no ha vuelto a casa, pero sé dónde está, en ese lugar que los chicos llaman el valle de las voces. Ahora voy a servir las comidas. Luego iré a buscarlo y le pediré al capitán que lo lleve detenido… Quiero que sepas que tú has tenido mala suerte en la vida, pero yo también.

– ¿Quién dice que ha sido Andrés? ¿Quién lo dice?

Leonor Dot se había separado de la ventana para acercarse a la cantinera. Ésta, tras mirarla un instante, había bajado de nuevo la vista hacia el suelo.

– Yo lo sé, que soy su madre. He estado pensando toda la noche… Es un buen chico, pero está enfermo y no sabe controlarse. Ha sido él.

Leonor, haciendo un gesto de cansancio, cogió una silla por el respaldo para acercarla hacia sí y se sentó en ella. Hincó un codo en la mesa, apoyó la frente en la mano y miró a la cantinera.

– En Barcelona mi marido tuvo muchos problemas con los infiltrados del otro bando -dijo-. Había delaciones, sabotajes… esas cosas. En una ocasión impidió que fusilaran a uno por haber pasado información al enemigo. Era un cura famoso por sus ideas reaccionarias, pero no se había podido demostrar nada contra él. Ricardo aclaró a sus hombres que no quería un culpable cualquiera, sino al culpable de aquel delito, y ordenó que lo pusieran en libertad… No sé si me explico.

– Siempre te has explicado muy bien -afirmó Felisa García-, pero ha sido mi hijo. Estoy segura… Insiste a la niña para que tome un poco de caldo, hazme ese favor.

Salió de la casa sin añadir nada más. Leonor Dot, al quedarse sola, fue hasta la cazuela y levantó la tapa. Un humeante aroma de apio invadió la habitación. A Leonor le ronronearon las tripas. Miró a Camila. La niña continuaba sin hacer ningún movimiento, acurrucada con la cara vuelta hacia la pared. Su madre sirvió un tazón. Fue hasta la cama y se sentó con cuidado junto a ella. Le pasó una mano suavemente por el pelo.

– Bebe, cariño. Te lo ha traído Felisa.

Camila no respondía.

– Tienes que tomar algo. Haz un esfuerzo.

Le puso una mano en la frente y descubrió que estaba ardiendo. El médico militar ya le había advertido de que aquello podía suceder y le había dejado un cuenco con miel. Leonor calentó un poco de leche y disolvió en ella un par de cucharadas. Luego regresó a la cama. Sostuvo la cabeza de Camila contra su pecho y le acercó el vaso a la boca.

– Bébete esto. Debes luchar, cariño. Bébetelo.

Camila obedeció con dificultad, sin abrir los ojos. Poco a poco bebió la leche mientras Leonor pensaba que aquella tarde, en cuanto pudiera dejarla con alguien, iría a ver al capitán y le suplicaría que permitiera salir al médico para que volviera a visitarla.

En cuanto su madre le soltó la cabeza, la niña recuperó su posición contra la pared. Leonor se puso en pie y la miró con desolación.

– No podría vivir sin ti, Camila -le dijo-. Tienes que ser fuerte, porque hay mucha gente que te quiere.

Se alejó de la cama, cogió el tazón de caldo y salió al porche. Quiso beber, pero la garganta se le atenazó y no pudo abrir la boca.

Felisa García nunca había faltado a su palabra. Aquella tarde, en cuanto hubo acabado de recoger el servicio de la comida, tiró el delantal sobre la mesa de la cocina y salió de la cantina. Al poco rato, los soldados de guardia en el campamento la vieron pasar con los brazos en jarras encaminándose hacia el interior de la isla. A Felisa García le sobraba energía para buscar a su hijo por todos los valles de este mundo, pero no contaba con que le dolieran tanto las piernas. Le costó un gran esfuerzo ascender el último repecho que daba al valle de las voces. Apoyada en un pino, con los pies tan hinchados que las sandalias a duras penas los contenían, se maldijo por ser tan gorda y tan vieja mientras escudriñaba la espesura en busca de Andrés. No lo vio, y el muchacho no iba a contestar si lo llamaba, así que emprendió el descenso dispuesta a recorrer palmo a palmo aquel lugar.

Encontró a su hijo poco después, sentado sobre una roca cubierta de musgo. Aunque sin duda había advertido su presencia, pues Felisa avanzaba por el fondo del valle como un elefante, Andrés no movió un solo músculo. Su madre se plantó ante él resoplando, alzó una mano y le dio un bofetón tan sonoro que volaron todos los pájaros de los árboles.

– ¡Lo que has hecho no tiene nombre! ¡No tiene nombre ni perdón! ¡Me avergüenzo de haberte parido!

Sin mediar más palabras cogió al muchacho por el cuello de la camisa y lo arrastró de regreso al pueblo. Andrés se dejaba conducir. A ratos gimoteaba un poco y se llevaba una mano a la mejilla dolorida, pero no oponía resistencia. Cuando llegaron a la plaza empezaba a declinar el sol. Felisa García se dirigió resueltamente hacia la Comandancia. Sin embargo, a medio camino se detuvo unos instantes para reflexionar. Tomó otra decisión. Con su hijo cogido aún por el cogote, emprendió el ascenso a la casa de Leonor Dot. Entró allí sin llamar a la puerta y empujó al muchacho hacia la cama de Camila.

– ¡Mírala! -gritó-. ¡Quiero que la veas antes de que te encierren! ¡Quiero que veas lo que has hecho!

Andrés, con la cabeza hundida entre los hombros, se volvió asustado hacia su madre. Luego se acercó a la cama, se arrodilló junto a la cabecera y soltó un lamento largo y lúgubre, como el de los perros cuando aullan a la muerte. Camila se dio entonces la vuelta, entreabrió los ojos y sonrió levemente.

– Sabia que vendrías -dijo la niña.

Andrés, tras un instante de vacilación, le puso sus manos sucias sobre la cara. Camila respondió con un brazo huesudo y extremadamente pálido que alzó con asfixia para pasarlo por encima de su espalda.

Las dos mujeres los miraban con asombro. Fue Leonor la primera en reaccionar.

– No ha sido él -dijo-. No le hagas más daño.

Paco se había asomado a la habitación de Andrés, pero no se atrevía a acabar de entrar. Había dejado transcurrir el día anterior en la cama hasta que, avanzada la tarde, no pudiendo soportar el olor del vómito y en vista de que Felisa no regresaba, se había levantado para cambiar él mismo las sábanas. Luego se había vuelto a acostar y se había quedado otra vez dormido. En aquel momento acababa de despertarse. Ya hacía rato que había amanecido.

– Felisa -dijo desde la puerta-, no sé lo que me pasó… No recuerdo nada, es como sí me hubiera vuelto loco. Creo que sí, que me volví loco. Sólo recuerdo que anduve mucho… No debiste decirme que era el enemigo público número uno. Felisa García parecía no escucharle. Sentada en la cama de Andrés, le había quitado la chaqueta del pijama y observaba sus brazos cubiertos de moratones. Obligó al muchacho a darse la vuelta y descubrió que tenía también un enorme hematoma en la espalda.

– No te muevas -le dijo-. Ahora vengo. Fue al descansillo y se detuvo delante de su marido, que al verla venir había retrocedido hasta la puerta de su dormitorio.

– El chico no está bien. Voy a pedirle al capitán que haga venir al médico.

Avanzó hacia la embocadura de la escalera, pero se detuvo de nuevo y se volvió hacia Paco con un gesto de abatimiento.

– Lo que dije fue que no había nada peor que tener al enemigo en casa. Eso fue lo que dije, no que fueras el enemigo público número uno… ¿Quién te crees que eres? Para eso no darías la talla.

Bajó a la cantina, salió a la plaza y se encaminó renqueando hacia la Comandancia Militar. Le dolía la cadera. El capitán Constantino Martínez, que se encontraba en su despacho dejando pasar las horas, la recibió convencido de que nada bueno podía depararle una visita de la cantinera. Así era, en efecto. Felisa García quería que dejara salir al médico para que fuera a ver a su hijo.