– Está bien -aceptó. Ya había acabado de beberse la cerveza-, pero ven conmigo al servicio. Llevo tres semanas haciendo vida de monje.

– Ni lo sueñes. Ahora ya no lo hago en los retretes sino en las camas, como las señoras. A lo mejor después, cuando acabe de encalar.

Aquello era más de lo que Otto Burmann podía soportar. -¡A lo mejor después te irás a tu casa, guarra! ¡Y tú, cabrón, me dijiste que cocinarías para mí! ¡Ya estoy harto de que todo el mundo me chupe la sangre! ¡Harto estoy! ¡Imbéciles! ¡Que sois unos imbéciles…!

Benito Buroy apoyó los codos en la barra dando la espalda al alemán. Abrió las manos y comprobó que los dedos le temblaban. Le sucedía siempre después de enfrentarse a la muerte: las manos le temblaban durante una semana, a veces durante más tiempo.

Tomó aire y lo dejó escapar lentamente por entre los labios. Acodado en la barra, oyendo como un rumor de fondo los improperios inagotables de Otto Burmann, cerró los ojos y recordó los atardeceres plácidos en la soledad exhausta de Cabrera, sus largas veladas en la balconada de la Comandan cia Militar fumando puros con sabor a metralla, y recordó el día en que el Lluent pescó el atún más grande que se había visto nunca, y aquel otro día en que Camila convirtió un camión del ejército en una atracción de feria, y las largas horas en que la sombra de la higuera le había dado refugio mientras esperaba el momento de matar a Markus VogeL Pensó, sin dejarse seducir por un atisbo de añoranza, que todo había terminado por fin, ineludiblemente, y que su vida volvía a ser la de siempre, aquella que se había acostumbrado a vivir.

Abrió de nuevo los ojos con la sensación de estar descerrajando unas cerraduras llenas de herrumbre. Erica canturreaba subida a ía escalera. Ya era una mujer limpia, una mujer frágil, por lo tanto. Benito Buroy se observó el temblor de las manos y para contenerlo cerró los puños con fuerza. Se dijo: despréciate ahora, no esperes más…sobrevive.

A Camila le disgustaba la exagerada dignidad con que su madre se enfrentaba a la desgracia. Cuanto más la agredían, más erguida se mostraba ella, más firme y altiva. Le bastaba con alzar la barbilla para mirar con desdén a los que intentaban doblegarla. Era una forma extraña de sentirse importante ante sí misma, o ante unas personas que indudablemente la habrían secundado, pero que se hallaban muy lejos o ya estaban muertas. Nada quedaba del mundo en el que habían vivido, nada ni nadie. A Camila, su madre le recordaba las estatuas de las plazas, que se mantienen hieráticas y victoriosas mientras los pájaros se les cagan en la cabeza.

Ella habría preferido llorar, pero se senda demasiado herida para que aquello pudiera bastarle. Sentada en la popa de la barca, encogida para protegerse de las salpicaduras de las olas, veía el mar que el motor acuchillaba y que a medida que avanzaban se cerraba de nuevo, sin dolor y sin sangre. La isla de Mallorca, de la que habían zarpado media hora antes, se había convertido en una línea neblinosa en el horizonte. En aquellos momentos navegaban por entre peñascos inhóspitos que brotaban del agua como amenazas de las tinieblas. Cabrera se veía allí delante, perdida en ninguna parte, absurdamente diminuta y estéril. Las ruinas de un castillo se alzaban sobre la embocadura del puerto.

La barca estaba llena de cajas. Iba tan cargada que navegaba lastrada y quejosa, como si una fuerza invisible tirase de ella hacia abajo. El motor renqueaba formando borbotones en la superficie, con un ruido similar al que producía Camila cuando su madre la obligaba a hacer gárgaras para aliviar el dolor de garganta. El agua, de un azul tan oscuro que daba miedo mirarla, se convertía en una lámina transparente al barrer la cubierta. Parecían sostenerse a flote por un descuido de lo inevitable.

Un hombre pequeño y de aspecto desabrido se hallaba de pie junto a la carga. Con una mano se asía a los cabos que la sujetaban, y con la otra sostenía un puro que se llevaba trabajosamente a los labios. Frente a él, la madre de Camila permanecía sentada sobre unas latas. Alzaba con decisión la barbilla y no parecía incómoda, aunque se había empapado por completo.

– Señora Forteza…-comenzó el hombre.

– Me llamo Leonor Dot, siempre he usado mi apellido de soltera -le interrumpió ella-. Además, ustedes fusilaron a mi marido hace seis meses. Ahora soy viuda.

– Señora viuda de Forteza -prosiguió el otro con cierta sorna-, le puedo asegurar que Cabrera no es el lugar ideal para usted, y mucho menos para una jovencita como su hija. Las autoridades están dispuestas a retenerlas en esta isla el tiempo que haga falta. Si firma esos documentos podrían iniciar una nueva vida en cualquier lugar de España. Incluso les entregaríamos pasaportes, si así lo desean. Es usted una mujer fuerte, ya lo ha demostrado, pero creo que debería recapacitar acerca de su decisión.

– No sea usted ridículo. Llevo mucho tiempo sin tomar ninguna decisión. Ustedes no me dejan.

– En estos islotes, aparte del destacamento militar, sólo hay cuatro pescadores borrachos y ratas, miles de ratas. Se lo comen todo, las muy hijas de puta… Haga usted lo que quiera. Pero si cambia de idea dígaselo al comandante. El se pondrá en contacto conmigo.

Leonor Dot no contestó. Desvió la mirada hacia la costa. La ensenada que albergaba el puerto se abría entre montañas peladas. En la de la derecha había un faro. Se veía una escalera tallada en la roca que ascendía hacia él. En la de la izquierda se alzaban los paredones en ruinas del castillo. Cuando entraron en la ensenada las olas dejaron de romper contra el casco. En la parte central, en el arranque de un valle cubierto de olivos que se adentraba en la isla, se extendían los barracones polvorientos de las instalaciones militares. Pero la barca no se dirigió hacia allí. Viró hacia la parte posterior del castillo, donde algunas casas viejas y mal encaladas parecían desmoronarse en torno al puerto. Era éste un muelle de piedra que salía de una explanada con una higuera centenaria. A un lado, frente a la única casa que parecía habitada, había un par de mesas bajo un emparrado. Alguien, con la caligrafía dubitativa pero cuidadosa de las personas iletradas, había pintado sobre el dintel de la puerta la palabra «cantina».

En el muelle esperaba un oficial acompañado por dos soldados. Se encontraba allí también un hombre de lacios cabellos desgreñados, con una camisa abierta hasta el ombligo que aireaba con orgullo una espesa pelambrera torácica. El oficial se cuadró en cuanto el hombre que viajaba en la barca puso pie en tierra.

– ¡Capitán Constantino Martínez, comandante del puesto! ¡Sin novedad, señor! ¡A sus órdenes, señor!

– No hace falta que me dé el parte, hombre -contestó el recién llegado-. Soy de la policía.

El oficial bajó la mano, y los dos soldados, que también se habían cuadrado detrás de él, apoyaron los fusiles en el suelo. Uno de ellos se quitó la gorra para rascarse la cabeza.

– ¿Quién ha ordenado descanso?; Quién? -gritó el militar-. ¡Firmes, coño!

– Escúcheme, capitán -prosiguió el policía-: Esta es la viuda de Ricardo Forteza, y ésta su hija Camila. Permanecerán en Cabrera hasta nueva orden. Usted será responsable de que no salgan de aquí.

– No se preocupe, señor. Ya he recibido instrucciones. A esre puerto sólo vienen algunos pescadores, todos ellos gente afecta y de confianza, y la barca semanal de abastecimiento. De Cabrera no entra ni sale nadie sin que yo lo sepa.

Leonor Dot había dejado en el suelo la maleta de cartón en la que llevaba todas sus pertenencias.

– ¿Dónde viviremos? -preguntó al militar. -Eso es competencia de Paco, señora. Le presento a Paco. Es este hombre.

Con un gesto incisivo de la mano, como si estuviera indicándole por dónde tenia que encaminarse, señaló al individuo de la pelambrera en el pecho. El hombre esbozó una amplia sonrisa que dejó al aire unos dientes arrasados por la caries.