Benito Buroy volvía a meter las balas en el cargador. Una de ellas se le cayó al suelo.

– Me cago en tu madre, Otto. A veces eres insoportable. Ya no tengo ní hambre. Me voy a la cama.

– ¿Sí? -saltó el otro-. ¡Pues yo me voy de paseo! ¡No volveré en toda la noche!

Tiró sobre el mármol la sartén que acababa de sacar de un armario y salió de la casa dando un portazo. Benito Buroy recogió la bala del suelo, acabó de montar el cargador y fue hacia la puerta con la pistola todavía en la mano. Abrió la puerta con una sonrisa cínica. Otto Burmann, sentado en el rellano de la escalera, se abrazaba las rodillas. Parecía haberse calmado un poco.

– Me das miedo -dijo el alemán-. Estás imponente con ese arma tan terrible.

En ocasiones como aquella Bemo Buroy sentía vergüenza

– No seas cerdo, Otto. Venga, entra.

Los guardias que lo custodiaban lo miraban con respeto. Era tan alto que tenía que agacharse para franquear las puertas, y llevaba una barba larga y canosa que le daba aire de profeta. Algunos guardias decían que, de no ser un espía, lo habrían contratado para hacer de Jesucristo en una película de Benito Perojo, con Julio Peña de apóstol e Imperio Argentina de Magdalena. Porque, además de ser tan espigado, miraba de una forma muy penetrante, como si le estuvieras fallando en algo de suma importancia y él, a pesar de perdonarte, quisiera dejar claro que se daba cuenta. Eso decían algunos guardias mientras jugaban al remigio. Otros defendían que se parecía más bien a Rasputín, que tenía mirada de loco y que sin duda lo estaba, pues sólo los locos son capaces de atravesarte con la mirada. Llevaba ya una semana encerrado en los sótanos de las dependencias policiales de la Puerta del Sol. Los mandos habían dicho que nada de tonterías con él, que le dieran buen trato y que esperasen órdenes de arriba. Y aquello era lo que hacían. A veces jugaban con él a las cartas, e incluso le liaban algún cigarro a pesar de que se rumoreaba que iban a racionar el tabaco. Hasta que una mañana apareció un coronel bajito y grueso, que a cada paso se alzaba sobre las puntas para ganar marcialidad y un poco de estatura. Tenía muy mala leche. Pidió a los guardias que lo llevaran a la celda del extranjero y los despachó con un gesto enérgico de la mano, como quien ahuyenta las moscas cuando se ponen molestas. Quería estar a solas con aquel hombre.

El extranjero estaba sentado en su cama y no se levantó al verlo entrar. Jugaba con un botón que se le había desprendido de la camisa mientras pensaba que había tenido mala suerte: los peores militares eran los que tenían pinta de panaderos o de dependientes de colmado y que, de hecho, habrían sido panaderos o dependientes de colmado de no mediar las sacudidas de la guerra. Eran los más duros de roer. Se limitó a guardar silencio, sin pestañear cuando el coronel exigió a gritos una silla. Uno de los guardias se apresuró a llevársela. El militar la plantó en medio de la habitación, tomó asiento y cruzó los brazos sobre su vientre prominente. Alzó una ceja y observó con atención al extranjero.

– Me tiene usted desconcertado -dijo-. Sepa que hace unos días España cambió su estatuto de neutralidad por el de no beligerancia. Mientras sus tropas entraban en París, nosotros ocupábamos la ciudad de Tánger sin encontrar ninguna resistencia. Los británicos están ahora más solos que nunca, pero eso no ha sido gracias a su ayuda. Todas sus informaciones sobre ellos han resultado falsas. Me pregunto para quién trabaja usted.

El extranjero soltó un largo suspiro. Luego contestó en un perfecto castellano:

– Coronel, mis acciones van siempre encaminadas a defender la gloria eterna del Reich. Recuerde que fueron ustedes los que contactaron conmigo de forma muy poco ortodoxa. Yo me limité a darles toda la información que tenía acerca de los movimientos de la Royal Navy. Mis informadores son de confianza, aunque no infalibles. También les hice saber el gran interés que tiene Alemania por ayudarles a recuperar el peñón de Gibraltar y neutralizar al enemigo en el estrecho. Con todo ello creo que ya me he arriesgado lo suficiente y que he cumplido con mi parte. Si su gobierno no quiere tropas alemanas en suelo español, ni quiere tampoco entrar en guerra, no puede pretender sacar tajada, y menos de espaldas a los que de hecho somos sus aliados.

El militar se revolvió incómodo en la silla. Miró al extranjero con desconfianza, como si tuviera delante una granada que hubiera caído al suelo sin explotar.

– Hemos hecho consultas en su embajada -anunció-. Allí no conocen a ningún Paul Wahle, y tampoco a un tal Markus Vogel. Me ha dado nombres falsos. Y, desde luego, usted no se llama Ricardo González ni pertenece a la Guar dia de Franco, tal como consta en sus papeles. Parece ser que no existe salvo para mí, lo cual me pone en una situación muy comprometida. Pero mucho más es la suya, si lo piensa.

– No sea inocente, coronel. Ya puede imaginar que no dependo de mi embajada y que tengo más documentos que usted estrellas en las hombreras. Haría bien en preguntarse dónde y gracias a qué influencias los he conseguido… Seamos claros. Está usted delante de un agente alemán con el que ha contactado de manera irregular. No puede detenerme, ni le interesa. Déjeme desaparecer y esperemos a que esto se enfríe. El militar se puso en pie y se acercó a la única ventana. Estaban en un sótano. A través de las rejas se veían los pies de las personas que pasaban por la calle.

– Estoy tentado de hacerle caso -dijo, tras unos segundos de reflexión.

Pero, imprimiendo a su voz un tono ladino, añadió: -Sin embargo, la Gestapo ha mostrado un gran interés y nos ha advertido que tengamos cuidado. En Alemania también hay traidores. A nosotros, sin ir más lejos, nos ha costado tres años de guerra acabar con nuestro enemigo interior.

Se volvió hacia el extranjero y le dirigió una mirada indiferente aunque resolutiva. Antes incluso de que hablara, el prisionero comprendió que no iba a salir bien parado de aquel encuentro.

– Bien, haré lo que usted dice -concluyó el militar-. Le dejaré desaparecer, pero en un lugar donde no pueda hacer daño a nadie y donde tampoco pueda escapar a mi control. Veremos qué sorpresas nos depara el paso de los días.

– ¡No puede retenerme, coronel! ¡Soy ciudadano alemán! -Markus Vogel se había puesto en pie con el rostro congestionado, pero su gran estatura no pareció intimidar al militar. Mantuvo sobre el extranjero aquella mirada cachazuda y displicente, como si viera alzarse un globo-. ¡Provocará un gravísimo incidente! ¡Se está jugando su carrera! El militar se encaminó hacia la salida. -¿Realmente lo cree? -contestó, volviéndose un instante tras empuñar el picaporte-. Tengo muchas estrellas, es cierto, pero pocas medallas. Los servicios de inteligencia trabajamos lejos de los campos del honor, lo que nos hace pasar inadvertidos. Vendríamos a ser como el páncreas de la organización del Estado, ¿verdad? Pero, ¡qué le voy a explicar a usted, si lo sabe mejor que yo! Que tenga un buen viaje… Por cierto, ¿le gusta el mar?

Y, sin esperar respuesta, salió de la habitación.

Andrés me acompaña a veces a mi escondite. Es el único que lo conoce, pero no hay peligro de que se vaya de la lengua, ya que Andrés no habla y los demás tampoco le escucharían. Camina detrás de mí asintiendo con la cabeza, pues es un poco tonto y dice que sí en todo momento, hasta cuando se cree solo, quizá por no disgustar a nadie. Andrés vive dando la razón a un mundo que no entiende. También suda mucho. Eso me da un poco de asco. Hasta cuando duerme tiene las manos como si las acabara de sacar de un balde con agua fría y en la nariz una gota permanente a punto de despeñarse en su barriga. Para cualquier cosa hace un esfuerzo enorme, lo que lo lleva a estar siempre desfallecido como un corredor que al acabar cada carrera tuviera que empezar otra de nuevo. Pero a pesar de ello no me deja cargar con nada. Toma él la cesta de la merienda, y si el terreno se vuelve demasiado escarpado se me adelanta diciendo que sí con la cabeza, salta por los peñascos, deja la cesta en el suelo y me tiende una mano sudada que a mí me da grima coger. A veces, en su entusiasmo por ayudarme, trota con tanto afán que se va hasta lo alto del repecho y desde allí me ofrece su ayuda, como si yo pudiera volar y él sólo quisiera facilitarme un suave aterrizaje. Cuando por fin llego a su lado, le doy la mano con cierta aversión y contemplo el mar de un azul oscuro, y el horizonte que nos rodea y las nubes que nunca son iguales.