– Qué desperdicio, Señor -cuchicheó Felisa-. Que tenga una que aguantar lo que aguanta habiendo hombres como éste perdidos por el monte… Si ya lo digo yo, que los buenos son los que se van.

– Su regreso a Mallorca depende de que cumpla el encargo que le he hecho -dijo el comisario tras subir a la embarcación.

Y, agarrándose al hombro de su subordinado para no perder el equilibrio, añadió con maliciosa ironía:

– En la nueva España, hasta un rojo puede rehabilitarse si se comporta como un hombre de bien.

El comisario había permanecido en Cabrera un par de horas, el tiempo suficiente para hacerle una visita a la viuda de Ricardo Forteza y para tomarse unos vinos en la cantina. Pero el hambre comenzaba ya a aguijonearle el estómago. Tenía ganas de estar de regreso en Palma. Se palpó los bolsillos en busca de un purito, mirando a Benito Buroy como si observara a un chimpancé en su jaula. El motor estaba en funcionamiento y habían soltado los amarres. El piloto dio gas. La barca se fue separando del muelle. Libre de su carga, se alejó con rapidez por las aguas mansas de la ensenada en busca del mar abierto.

Benito Buroy se había quedado inmóvil con una sonrisa gélida en los labios y la sensación espantosa de haberse convertido en un mamarracho. A su lado, Paco se rascaba un muslo con mansedumbre y el capitán del regimiento se despedía con el brazo alzado. No se movieron de allí hasta que la barca desapareció tras los acantilados del castillo. Sólo entonces el militar se volvió hacia el dueño de la cantina, que bostezaba.

– Habrá que buscar acomodo para este hombre -le dijo-, y la verdad es que lo tenemos difícil. Las casas no están en condiciones. O le cede usted un rincón en la suya, o le tendré que amueblar una habitación en la Comandancia Militar.

– Haga lo que le plazca -respondió el otro-, pero si va a meterlo en mi casa dígaselo usted a Felisa.

El militar no pudo reprimir una súbita alarma.

– No será necesario… no será necesario. Yo tengo sitio de sobra.

La Comandancia Militar, un sólido y vetusto edificio de dos plantas con una balconada corrida que daba sobre el puerto, se alzaba junto a la cantina y delante mismo de la higuera. Allí, lejos de los pabellones donde dormitaba la tropa, vivía y despachaba el capitán Constantino Martínez. En la parte superior había habilitado una habitación para su uso privado, y en la planta baja, a un lado de la puerta, había acondicionado una oficina que, por la escasez de sus elementos, tenía un aire provisional de campaña inacabada. El resto de las estancias estaban vacías y sus puertas atrancadas.

Hacia allí se encaminaron. Una niña, con la espalda y las palmas de las manos apoyadas en el tronco de la higuera, observaba atentamente al recién llegado. Benito Buroy la miró un instante al pasar junto a ella. Tenía unos ojos verdes que daban a su mirada la profundidad de los materiales translúcidos, y una melena tan negra que a la luz del sol dejaba escapar reflejos violados. Y, aunque apretaba con fuerza los labios y mantenía unidas las puntas de los pies, había en su postura una sutil sensación de aplomo, debida quizá a un exceso de su osamenta, que delataba un indicio de madurez. Buroy pensó que las niñas empezaban a hacerse mujeres por los hombros. Antes de alcanzar el edificio, Paco se despidió con un gesto de la mano y se desvió hacia la cantina. Un soldado, sentado en una silla solitaria del vestíbulo, se puso en pie con desgana al ver entrar a los dos hombres.

– Sin novedad, mi capitán -dijo reprimiendo un eructo. Su superior le miró con inquina pero no hizo ningún comentario. Se metió con Benito Buroy en su despacho y cerró la puerta. Del único archivador que allí había sacó una botella y dos vasos. Los dejó sobre la mesa. Al tomar asiento, la butaca soltó un crujido amenazador que no alteró al militar en lo más mínimo. Señaló a Benito Buroy dos sillas de respaldo alto, rescatadas sin duda del comedor de alguna casa abandonada, que se encontraban frente a su mesa. -Me permitirá ofrecerle un fino -dijo. Benito Buroy dejó la cartera en el suelo y se quitó el abrigo. Tomó asiento mirando al capitán sin saber qué decir. Se sentía cohibido. El comisario no le había explicado cómo tenía que comportarse ante la máxima autoridad de la isla, pe hecho, se había limitado a hacerle el encargo y a depositarlo allí sin darle ningún tipo de instrucciones.

– Sé que usted no es lo que parece -dijo el militar despejando sus dudas con voz cómplice aunque grave-. El señor comisario no me ha proporcionado ningún detalle de su cometido en Cabrera, pero lo entiendo. La guerra es como el polvo. Se cuela hasta en los lugares más apartados. La semana pasada, sin ir más lejos, vimos el periscopio de un submarino a dos millas del puerto. Nos dimos la vuelta, informamos al mando y Santas Pascuas. Mi única misión es que siga ondeando el pabellón de España en el castillo, y no es poca cosa. Sé bien que si finalmente entramos en el conflicto el inglés vendrá de inmediato a por nosotros. Esta cochina isla es la puerta trasera de las Baleares. Pero, si eso sucede, la defenderemos hasta el último hombre.

Parecía nervioso. Tamborileaba con los dedos sobre la mesa y hacía crujir la butaca moviéndose a un lado y a otro. Benito Buroy se sintió más tranquilo. El capitán Constantino Martínez estaba asustado por algo que sucedía muy lejos de allí pero que podía alcanzarlo en cualquier momento. El también había pasado noches enteras acurrucado en una trinchera, fumando cigarro tras cigarro, consciente de que antes o después avanzaría implacable y sangrientamente algo que era imposible detener.

Alzó un poco el vaso para cruzar las piernas.

– Sólo quiero decirle -continuó el capitán- que no voy a entrometerme en nada de lo que usted haga y que puede contar con mi ayuda si la necesita.

– Me bastará con que me trate en público como a un enemigo del Régimen.

– Claro, claro. Faltaría más… Respecto a esto, quería decirle que había pensado albergarlo en la planta de arriba, donde yo estoy. Pero me parece más aconsejable darle una habitación aquí abajo. Es lo que habría hecho en un caso como éste.

Benito Buroy asintió con la cabeza. El militar apuró el contenido de su vaso y se puso en pie.

– La habitación está vacía, pero voy a dar instrucciones para que se la amueblen.

Tiró del cinturón para subirse los pantalones y se encaminó hacia la puerta.

– Sólo una cosa -dijo antes de abrirla-. Supongo que no habrá ninguna duda acerca de mi lealtad… La guerra me sorprendió en Badajoz, pero me puse de inmediato a las órdenes del general Yagüe, que por aquel entonces era coronel.

Luego luché en la toma de Madrid y me condecoraron. Mire, tengo la espalda llena de metralla.

Se quitó la guerrera y se alzó un poco la camisa para mostrar el costado. La piel, de aspecto pulposo, aparecía surcada de pequeñas cicatrices.

– ¿Lo ve? -insistió el militar-.Tengo esquirlas hasta en los riñones. No sé ni cómo estoy vivo, y todo para que acabaran destinándome a este lugar. Pero no me importa. Lo único importante es servir a España y a nuestro Caudillo, ¿verdad? Estoy seguro de que antes o después me trasladarán a la Pe nínsula.

Nunca había tenido mujer, pero tampoco echaba de menos su presencia. Años atrás había estado con algunas furcias, allá por las costas de Alicante, en un burdel que le dejaba muy cohibido porque olía a perfumes orientales y estaba todo revestido de bordados y pasamanería. De aquella temporada, que no le satisfizo en exceso, había sacado la conclusión de que las mujeres resultaban deslumbrantes pero muy difíciles de entender, que se reían o se enfadaban por causas ocultas y que se comportaban con gran nerviosismo, como si anduvieran esperando con ansia a que sucediera algo importantísimo. Quizá por eso embellecían con encajes todo cuanto las rodeaba y se embadurnaban con afeites, para estar preparadas cuando llegara la gran noticia. Pero el Lluent, para quien su principal pasión eran el pan blanco y las sardinas en lata, nada sabía de noticias y le daba pánico la sola posibilidad de recibirlas. Para él, una noticia era señal de que las cosas cambiaban y de que, por lo tanto, alguien había muerto.