– ¿Qué haces? -le dijo-. ¿Ya estás otra vez en Babia?

Andrés la observó uniendo las cejas, aturdido. Y Felisa García, aunque sintió en el estómago un mordisco que la avisaba de que iba a utilizar a su hijo para desfogarse, continuó sin poder evitarlo:

– ¡Eres un inútil, una carga para tu madre! ¡Ya estoy harta! ¡Así nunca llegarás a ninguna parte!

Al muchacho se le abrieron mucho los ojos. Entonces se puso en pie, impulsado por un resorte, y salió de la cocina. Cruzó el bar sin mirar a nadie, dejó a un lado la plaza y se encaminó por el sendero que llevaba a los barracones militares. Andaba deprisa, con una decisión descabellada, agitando los brazos. Así fue costeando la bahía hasta llegar a la altura del campamento. Un grupo de soldados, sorprendidos por su prisa, le gritaron algo que él no se detuvo a escuchar. Se internó por el camino del valle, que se adentraba en la isla por entre campos de olivos, y al llegar a una casona en ruinas, allá donde acababa la senda, comenzó a ascender por la montaña. Subía a tal velocidad que le costaba un gran trabajo sortear los matorrales. Intentaba apartar las ramas de los brezos y los lentiscos manoteando de vez en cuando en el aire, y las ramas le golpeaban agitadas por las ráfagas de viento que anunciaban la tormenta.

Gruñendo mientras avanzaba a trompicones, Andrés llegó a lo alto de la montaña y comenzó a descender por el valle de las voces. Era aquél un lugar angosto y poblado de pinos que conocía bien, pues lo visitaba con frecuencia. Desde allí, en lo más hondo de la vaguada, se oían con toda nitidez, como si una voz de ultratumba se las fuera soplando al lado mismo de los tímpanos, las conversaciones que se mantenían muy lejos, en la plaza del pueblo o en el campamento militar. Tiempo atrás Andrés se asustaba al oirías y huía creyendo que eran fantasmas, hasta que un día reconoció el inconfundible tono airado de su madre, que reprochaba a su marido lo poco que la ayudaba y le amenazaba con irse a vivir a Mallorca con su hermana. Fue un hallazgo sensacional. Aquel día creyó Andrés haber encontrado el lugar adonde iban a parar las palabras cuando se las llevaba el viento, y comenzó a pasar allí largas horas esperando aquellas mariposas invisibles que, de tan mortecinas, parecían nacer en el interior de su propia cabeza.

Sin embargo, aquella mañana tampoco se detuvo allí. Ascendió una loma despoblada, cubierta de piedras que rodaban bajo sus pies. Se cayó un par de veces hasta que alcanzó, algo magullado pero más decidido que nunca, el camino que conducía al faro de N'Ensiola, el más alejado de los dos que tenía la isla, en el extremo opuesto de la bahía donde se desmoronaba el pueblo. Caminó un rato por entre formaciones rocosas cada vez más abruptas y pronto tuvo el mar a ambos lados. Se internaba ya en el saliente donde se alzaba el faro cuando un trueno, con un breve chasquido ensordecedor, lo detuvo de golpe como si le hubiera golpeado en la nuca. Un rayo iluminó por unos instantes la superficie del mar. Andrés alzó la mirada. Un manto de agua comenzaba a caer sobre él. Llovía con tanta fuerza que las gotas le hacían daño en la frente. Se la cubrió con las manos tentado de huir, de regresar corriendo a la cantina, pero el faro se alzaba delante de él y en sus oídos resonaban todavía los reproches de su madre. Soltó un largo grito para espantar el miedo. Continuó la ascensión resbalando en las piedras, cegado por la tromba de agua. De improviso, cuando más perdido se sentía, se topó con la torre del faro. Abrió los brazos, se pegó a ella y apoyó la mejilla en la piedra helada contemplando con horror la superficie difusa del mar, que había perdido su transparencia y se extendía bajo una bruma sacudida por las ráfagas de viento que, en aquel lugar donde el mundo terminaba, se arremolinaban sin encontrar obstáculos. Sólo entonces, haciendo un último acopio de fuerza y de valor, se dio la vuelta y emprendió el regreso.

Cuando, mucho rato después, llegó por fin a la cantina jadeante y empapado, cubierto de arañazos, con los pantalones rotos y las rodillas sangrando, Felisa García lo esperaba junto a la puerta. No le dijo nada al verlo. Se limitó a cubrirlo con una manta y, cogiéndolo por la cintura, conducirlo por entre las mesas en las que aún se amontonaban los restos de las comidas. Ya en la cocina, la mujer puso un tazón de caldo sobre el hule de su mesa y tomó asiento. Obligó a Andrés a sentarse también, como de niño, en su regazo, y con una esquina de la manta le fue secando la cabeza con mucha suavidad. Andrés, aunque un poco aturdido, comprendió que su madre no iba a enfadarse de nuevo. Cogió el tazón para calentarse las manos, sonriendo con orgullo por haber conseguido llegar, tras un esfuerzo sobrehumano con el que desmentía todo lo que ella le había pronosticado, al lugar más lejano al que podía ir.

Felisa García lo acunaba notando que, bajo el peso de su hijo, se le iban quedando las piernas dormidas.

El capitán Constantino Martínez estaba sentado en la balconada de la Comandancia Militar. En el horizonte, sobre un mar manso y oscuro, se diluían los últimos fuegos del atardecer. Podían parecer muy espectaculares, pensó el militar, pero eran una mariconada de decorado zarzuelero si se los comparaba con los ardores que le atormentaban el estómago. Miró con recelo la bandeja en la que le habían servido la cena, apartada a un lado sobre una banqueta. Pensó que la col era demasiado amarga y que sin duda había entrado en contacto con sus heridas interiores, llagándolas con aquel jugo ácido que desprendía al masticarla. Ya lo había temido él nada más probarla. Demasiado tarde para evitarlo, se lamentaba en aquel momento de haberse dejado llevar por el hambre, aunque también, debía reconocerlo, por su afición por una hortaliza tan poco compatible con los trozos de hierro que guardaba en su cuerpo. Y es que el militar, poco ducho en anatomía, estaba convencido de que la metralla que le entrara por la espalda se le había acabado alojando en las paredes de los intestinos. Lo creía firmemente, sin pararse a considerar que para llegar la metralla hasta allí le habría tenido que destrozar varios órganos vitales, ni que los ardores ya lo torturaban en los años tan lejanos de su juventud, cuando aquella profesora miope y anarquista, no contenta con predicar la disolución de todas las fronteras, lo sacaba al estrado para que señalara en un mapamundi lugares imposibles llamados Osaka, Jerusalén o Retrogrado, convencida de que algún día les serían tan próximos, a ella y a todos sus alumnos extremeños, como, por poner un caso, Villafranca de los Barros. Del caos mundialista de aquella mujer le venían al capitán Constantino Martínez tanto los ardores de estómago como aquella necesidad de vivir en un mundo pequeño y ordenado que desembocaría, no podía ser de otra manera, en su temprana vocación militar.

La barca del Lluent entraba en aquel momento en el puerto. El capitán, desde la balconada de la Comandancia, la contempló con la melancolía postrada con que se ven las cosas desde la enfermedad. Se acarició con aprensión y delicadeza el plexo solar. Luego contempló el paquete de picadura tirado en el suelo pensando que, si le apetecía liarse un cigarro tal como le estaba sucediendo, quizá fuera un síntoma favorable de que su agonía remitía aunque él no acertara a percibirlo. Sí, decididamente, aquélla era una buena señal. Pero al alargar el brazo para coger el paquete vio una silueta inmóvil al otro lado de la balconada y tuvo un pequeño sobresalto que le provocó un nuevo ataque de acidez.

– La col me está matando -dijo el militar al reconocer a Benito Buroy-. En este islote sólo comemos pescado y verduras, pero es mejor así. La carne que nos llega está medio podrida. Resulta imposible saber a qué animal pertenece.

Fiel a su escaso interés por todo lo ajeno, Benito Buroy se mantuvo en silencio. Él también acababa de cenar, en la cantina, con la única compañía de la gorda antipática que no le hablaba ni le miraba nunca a los ojos. Casi un paraíso. Pero luego había llegado un grupo de soldados que se habían puesto a jugar a las cartas y a dar voces, volviéndose hacia él para preguntarle dónde había hecho la guerra, o para pedirle su opinión acerca de algún tema sobre el que estaban discutiendo, o más sencillamente para invitarlo una y otra vez a que se uniera a ellos, como si su presencia apartada les causara un tremendo incomodo. A Benito Buroy los grupos bullangueros le transmitían una insoportable sensación de soledad compartida, por lo que no tardó en salir de la cantina y, a falta de otra opción que no fuera pasear por la plaza a oscuras, regresar a la Comandancia Militar.