El alemán sonrió. Fue la única vez que pareció estar cómodo en aquella comida estival. Se inclinó hacia Camila y le acarició suavemente la mejilla. Retiró la mano con cuidado, de la misma forma que se deja un objeto frágil en una vitrina.

– Si hablas -dijo a la niña-, procura que tus palabras sean más interesantes que tu silencio. Pero éste no es un pensamiento mío, es de un filósofo griego. Tienes razón. La próxima vez charlaremos un rato.

Se puso en pie, dispuesto a retirarse sin más demora a su playa desierta. Felisa García desapareció un momento en la cantina y regresó con un paquetito que entregó al alemán sin mucho disimulo. Este lo guardó en un bolsillo. Agradecido, hizo una leve reverencia.

– Me alegro de haber venido -dijo. Y añadió, de forma sorprendente-: Hoy está usted radiante.

Felisa García no pudo evitar un gemido de satisfacción, pero se recompuso de inmediato. Dándole una palmada en el pecho que habría tumbado a cualquiera menos corpulento que él, le dijo que se largara de una vez a su jodido acantilado. Luego, mientras el alemán se alejaba, volvió a tomar asiento en la mesa, contempló con disgusto a su marido y, mezclando ella también los pensamientos aunque de una forma fácilmente descifrable, exclamó:

– Qué hombre… qué asco.

– ¡Arriba España! -insistió el capitán Constantino Martínez, que se sentía obligado a recuperar el mando en su pequeño mundo patrio-. ¡Que se jodan los alemanes!

Leonor Dot se había quedado inmóvil, abrazada a sí misma, en mitad del huerto. Con el amanecer llegaban del mar ráfagas frescas de viento que le alborotaban el cabello, pero la mujer no las notaba ni sentía frío. Tampoco se había entretenido, como cada mañana, contemplando la bahía en el silencio estricto de las primeras horas. Un mechón de pelo se le cruzó en los ojos. Leonor Dot lo recogió detrás de la oreja sin abandonar su aire pensativo. Pocos momentos antes se había despertado, quizá por primera vez desde que llegara a la isla, embargada por algo que no pertenecía al pasado. La había despertado una sensación de plenitud que había ya casi olvidado, la necesidad alegre de desarrollar alguna actividad, y no por el mero hecho de resistir, no por la terquedad que la había estado sosteniendo hasta aquella mañana, sino por satisfacer el ansia impetuosa de acometer empresas por las que merecía la pena levantarse de la cama. Tras vestirse en silencio y detenerse a besar a Camila en la frente, había salido al huerto a ver las lechugas. Había ¡legado el momento de atarlas como le explicara Felisa el día de la paella.

Regresó a la casa, avivó las brasas del fogón con unas pocas astillas y puso un cazo con agua. Luego cogió unas tiras de tela que tenía ya preparadas y salió de nuevo al huerto. Las zanahorias despuntaban también en el lado más apartado, y por la zona del pozo asomaban las hojas de los nabos y los rábanos, junto al muro de la casa, unas cañas clavadas en el suelo esperaban a que fueran creciendo las tomateras. Aunque nada podía reprocharse a sí misma, a Leonor Dot la avergonzaba sentirse contenta de estar allí, orgullosa de su trabajo y tranquila de ver a Camila por fin a salvo, después de tanto tiempo. No podía ni quería olvidar los horrores que habían acompañado su vida hasta entonces, pero tampoco podía evitar que en su espíritu aparecieran, como en el huerto en el que tanto había trabajado, algunos brotes orientados al porvenir. Ni la memoria más vivida puede impedir que la vida continúe. Pese a saberlo, Leonor Dot sentía vergüenza de estar contenta aquella mañana, una vergüenza parecida a la que la invadía cuando recordaba los días que siguieron a la muerte de Ricardo. En el hospital, Camila no se había apartado ni un segundo de su madre, pero Leonor no podía recordar la cara de la niña, ni su presencia, ni nada de lo que le dijo su hija durante todo aquel tiempo. Nunca supo de qué vivió Camila hasta que, una madrugada como aquélla, la despertó una enfermera para darle el alta y la policía las detuvo antes de que pudieran siquiera preguntarse qué iban a hacer con sus vidas.

Un rato después, Camila, todavía en camisón, comía queso y leía en el porche. Su madre, que aquella mañana estaba incansable, canturreaba y desbrozaba el terreno delante de la casa. Tras ella se extendía el mar, que el sol iba llenando de transparencias. Camila alzó un momento la mirada y descubrió que la barca de Mallorca entraba en aquel momento en la bahía. Avisó a su madre, pues aquella barca, desde que Felisa García viajara a la capital y estableciera un puente con su cuñado, se había convertido en una caja de sorpresas para la cantinera. El jerarca mallorquín, que no podía tolerar que nadie emparentado con él viviera en el umbral de la pobreza, le enviaba embutidos, garrafas de aceite y grandes hogazas de pan blanco. Y Felisa, agradecida con Leonor Dot por haberle dado el anillo de la Xuxa, compartía con ella los regalos.

Aquella mañana la barca llevaba algo más que paquetes. Descendieron de ella tres hombres que se encaminaron hacia la Comandancia Militar. El que iba en medio llevaba un abrigo a pesar del calor que hacía, y sostenía en la mano una maleta. A su lado se distinguía inconfundible la silueta del comisario.

– Traen a otro desgraciado -dijo Leonor Dot-. Nos quedaremos en casa hasta que se vayan.

De nada iba a servirle esquivar al hombre que las había recluido en Cabrera. Se encontraban allí precisamente porque en aquel lugar no podían rehuir sus visitas. Por otra parte, su ya larga estancia en la isla no implicaba que poco a poco se fuera olvidando de ellas. El comisario no las olvidaba, aunque tampoco tenía un afán excesivo en presionar a Leonor Dot. Sabía que el tiempo acabaría debilitándola. Por su parte, Leonor era consciente de que podía mostrarse todo lo obstinada que quisiera sin incomodar a nadie en absoluto. ¿A quién le importaba un expediente atascado durante meses, durante años incluso? ¿A quién podía importarle que ella y su hija se pudrieran en aquella isla el resto de sus vidas? Desde cierto punto de vista,;no debía agradecer que aquel policía no perdiera el interés por su suerte?

Un rato después de llegar la barca, el comisario cruzaba el huerto respirando agitadamente a causa de la ascensión, rodeaba el muro hasta alcanzar el porche y entraba en la casa sin llamar ni anunciarse. Leonor Dot, que fregaba en aquel momento los platos de la noche anterior, alzó la barbilla y lo miró fijamente. El comisario no parecía darse cuenta de que estaba invadiendo la intimidad de otras personas. En realidad sí se daba cuenta, lo consideraba parte de su trabajo. Tomó asiento en una de las sillas, contempló un momento a Camila, que se había quedado quieta a un lado de la habitación, y dio unos golpecitos en la mesa con los nudillos.

– ¿Cuándo me firmará esos papeles?

– Son calumnias -contestó Leonor Dot de inmediato-. No les ayudaré a deshonrar la memoria de Ricardo.

– Usted no sabe lo que hacen los maridos a espaldas de sus mujeres.

Calló unos instantes para que su frase insidiosa surtiera efecto. Luego continuó:

– Piénselo bien… Y le diré algo más. Puedo conseguir que usted y su hija se vayan a México. Allí tienen amigos, lo sé. Me han explicado muchas cosas de su pasado.

Leonor Dot se volvió de nuevo hacia la fregadera y se quedó apoyada en la piedra, sin moverse. El comisario se levantó de la silla, fue hasta ella y le cogió los brazos por detrás. La mujer no opuso resistencia. El policía le retenía las muñecas entre sus manos como si fuera a atárselas a la espalda. Pero sólo quería observarlas.

– ¡Qué jodida! -exclamó- ¡Pues tenían razón los de Barcelona! Tiene usted suerte, le han quedado bien las cicatrices… Espero que no se vuelva loca aquí y lo intente de nuevo.

Iba a añadir algo más, pero le interrumpió la voz de Camila. Sonaba detrás de él, un aullido a duras penas articulado.

– ¡Suéltala…! ¡Te he dicho que la sueltes! ¡Que la sueltes…!