Unos puños pequeños le golpeaban como si un pájaro le aleteara en la espalda. Se encogió de hombros, liberó las manos de Leonor Dot y, tras echar un vistazo a la niña, que había retrocedido y lo miraba con los ojos convertidos en dos grietas feroces, salió de la casa pensando que lo que más le apetecía era tomarse un vinito. No iba él a amargarse viendo cómo la gente enviaba sus vidas a la mierda. Si aquella mujer se empeñaba en darse cabezazos contra las paredes, pues adiós muy buenas y hasta la próxima. No haberse casado con un rojo.

Hacía un día espléndido. Soplaba una brisa de mar que aligeraba un poco el calor, pero el comisario empezaba a estar harto de Cabrera. Cada vez que visitaba la isla constataba que la gente vivía allí sin hacer nada, tumbada como perros a la sombra. Hasta los soldados caían en una molicie degradante contra la que nadie parecía luchar. Daba pena verlos paseando ociosos en torno al campamento, bostezando y rascándose los huevos. De haber estado en manos del comisario, los habría puesto a todos a amurallar aquel peñasco, o a reconstruir el castillo, que buena falta le hacía, o a levantar una gran cruz a los caídos por Dios y por España.

Camino de la cantina se cruzó con Felisa García, que ascendía cargada con una caja.

– ¿Adonde cono va? -soltó el comisario-. ¿Es que aquí nadie está donde debe? ¿A quién le pido un vaso de vino?

– A mi marido -contestó la otra sin detenerse-. A estas horas aún está bastante sobrio. ¡Y no se me ponga farruco, joder, que mi hijo es caballero mutilado!

Cuando Felisa llegó a la puerta de Leonor Dot se dio de bruces con Camila, que se había apresurado a vestirse y salía corriendo para ver al hombre que habían traído los policías. La cantinera retuvo a la niña y le ordenó que anduviera con cuidado. Luego, dejándola escabullirse, dio una voz para avisar a. Leonor Dot. No hubo respuesta. Al entrar la vio de espaldas junto a la ventana. Depositó con cuidado la caja sobre la mesa, alzó la tapa y sacó una botella.

– Mi cuñado me ha enviado esto. Parece un vino espumoso. Qué raro, ¿verdad? Mi hermana sabe que yo no bebo.

Leonor Dot sacó el pañuelo para sonarse. Luego se acercó a la mesa y cogió la botella. Observó la etiqueta durante unos instantes.

– Es Veuve Clicot -dijo, mirando a la otra mujer con una sonrisa apesadumbrada-… Champagne, Felisa. Se hace en Francia y vale mucho dinero.

– Qué raro… Viene con una nota. Dime qué pone.

Estaba escrita a máquina y firmada a pluma con un alabeo barroco. Leonor Dot la leyó apretando los labios. Felisa García, que había advertido que algo no iba bien, la miró con preocupación sin atender demasiado a sus palabras.

– Tu cuñado dice que os las bebáis delante de todos y que lo hagáis a su salud. Quiere que sepan que sois de su familia.

La cantinera le había apoyado una mano en el antebrazo. Ahora le acercaba mucho la cara a la mejilla. Tenía el aliento dulzón. Su voz le retumbó a Leonor Dot en el tímpano con el silabeo ronco de la confidencia.

– Tú has probado esta bebida… La conoces, ¿verdad? Te recuerda los tiempos felices…

Leonor Dot volvió a sonreír. Lo hizo con el aire absorto de esos ancianos que ya no se reconocen en sus propios recuerdos.

– ¡Pues yo me encargaré de que vuelvas a ser feliz! -clamó Felisa García, sobresaltándola.

Fue hacia la puerta, pero antes de salir se volvió hacia su amiga y abrió ampliamente los brazos, como una soprano en el momento cumbre de un aria.

– ¡De momento, ahí tienes esas botellas! ¡Son tuyas! ¡No me des las gracias! ¡Bébetelas!

Benito Buroy llevaba ya cuatro días en la isla y la pistola continuaba escondida bajo el colchón de su cama. Aún no había conseguido ver al alemán al que debía matar, pero aquellos cuatro días sin hacer nada le habían apaciguado la prisa que lo animara en el momento de su llegada. Se había acostumbrado, con una facilidad que le causaba cierta sorpresa, al ritmo lento que parecía regir allí cualquier actividad. También había cambiado su horario de sueño. Por ¡as noches, cuando acabadas las cenas emanaba de la cantina una luz mortecina, y algunos soldados deambulaban en la oscuridad hablando de mujeres etéreas como fantasmas, y las olas, al romper en la playa, hacían rodar las piedras con una suave melodía de castañuelas, y el Lluent canturreaba ante la puerta de su casa balanceándose, a esa hora en que una plácida latencia lo invadía todo, y el capitán encendía su puro en la balconada y poco a poco se iba silenciando el vozarrón de Felisa García como si una lejanía esencial, una lejanía que no atendiera al espacio sino al aislamiento y la soledad, se fuera instalando en la plaza, a esa hora Benito Buroy se sentaba en cualquier parte y, sin que ningún pensamiento viniera a atormentarlo, vacío de ideas y de sentimientos, en pocos minutos se quedaba dormido. Cuando un rato después se despertaba, el capitán ya no estaba en la balconada y en la plaza reinaba un silencio absoluto. Entonces se iba a la cama tambaleándose y se acostaba desnudo, para despertarse de nuevo al cabo de unas horas, poco antes de que empezara a amanecer, con una sensación de bienestar que no sentía desde niño.

Aunque no fuera consciente de ello, Benito Buroy había encontrado lo que tanto había deseado desde que acabara la guerra, un lugar que le permitía vivir apartado de todo, del tiempo y de la historia, un lugar donde la ambición carecía de sentido y donde los recuerdos podían irse difuminando hasta borrarse por completo. Era el sitio más indicado para alguien a quien todo había dejado de interesar. Y, sin embargo, aquella mañana sucedería algo que le recordaría que no había huida posible, que ya nunca le dejarían disfrutar del más pequeño sosiego, y que él mismo, Benito Buroy Frere, no era sino otro depredador llegado a Cabrera para impedir que una persona pudiera escapar de su destino. La guerra civil había acabado hacía más de un año, pero no la persecución incansable del enemigo de la que él formaba parte, le gustara o no.

Aquella mañana se despertó un poco antes de lo habitual. Al ver que no entraba luz por la ventana, se dio la vuelta para continuar durmiendo hasta que comprendió que lo que le había despertado no era la inminencia del amanecer, sino unos ruidos inhabituales en el vestíbulo de la Comandancia. Al poco le llegó el sonido de un motor en el embarcadero y la voz del capitán, que preguntaba si estaban preparados los voluntarios. Benito Buroy se vistió y salió a la plaza. En el muelle, una pareja de la guardia civil escoltaba a un hombre que caminaba con las manos atadas a la espalda. Los seguía un cura que se frotaba los brazos para entrar en calor. El capitán Constantino Martínez hablaba con un sargento bajo la higuera. Varios soldados permanecían firmes junto a ellos. Miraban con curiosidad al detenido que acababa de desembarcar, esperando de él un comportamiento ajeno a lo norma!. Pero el hombre caminaba sin apartar la vista del suelo guiado por uno de los guardias, que lo llevaba del codo. Cuando llegaron al lugar donde los militares los esperaban, los civiles entregaron un sobre al capitán.

– Consejo de guerra -dijo uno de ellos-, Tribunal Militar de Palma. El condenado es nativo de Cabrera.

El sacerdote pateó el suelo para calentarse los pies. La travesía por mar lo había dejado aterido. El capitán hizo la señal de la cruz y lo saludó con una reverencia.

– Quizá le apetezca una copita para entrar en calor… -insinuó.

– Qué dice usted, hombre-contestó el cura-.No…Vamos a ello.

Ascendieron por el camino que conducía al castillo. Benito Buroy, que los seguía de lejos, se dio cuenta de que hasta aquel momento nunca se había internado en ¡a isla ni había pisado otro lugar que los alrededores de la plaza. Sobre el horizonte comenzaba a clarear y el paisaje se iba tiñendo de una luz escasa, tan fría que parecía arrastrar consigo la humedad del mar. El terreno era casi yermo, pero flotaba en el aire un intenso olor a romero. Ya en lo alto de la colma dejaron a un lado los paredones del castillo y se encaminaron hacia el interior. Allí, en el arranque de la suave ladera que descendía hasta el mar por la parte opuesta al pueblo, se encontraba el cementerio. Lo rodeaba un muro bajo de piedra y era tan pequeño que pasaba casi inadvertido. Una cancela herrumbrosa cerraba la entrada, pero los guardias civiles no la abrieron. Situaron al hombre contra la parte exterior del muro. El sacerdote, que parecía haber entrado por fin en calor tras el esfuerzo de la ascensión, se acercó a él y lo contempló unos instantes con una impaciencia desprovista de piedad.