Así que dejó correr lo de las mujeres. Pasados los años, y arrastrado por la magia confusa de la fonética, llegó a creer sinceramente que un burdel era algún tipo de barco. El Lluent tenía muy buena intuición para adivinar dónde se encontraba a cada momento, pero muy mala memoria para recordar dónde había estado tiempo atrás. Eso lo hacía buen marino, pues se orientaba bien y la reiteración del horizonte nunca le agobiaba. Había pasado la vida entera en el mar. principalmente en pesqueros que faenaban por la costa. Su llegada a Cabrera se había producido tras enrolarse en la barcaza que llevaba el petróleo para el faro. Pero el trasiego de bidones no era lo suyo, por mucho que el sueldo fuera superior a lo que él estaba acostumbrado. Fue entonces cuando, en la cantina del islote, conoció a un pescador viejo y calvo que navegaba siempre con un perro aureolado de pulgas. Aunque era un hombre recio, se veía con facilidad que la vida se le escapaba a borbotones cada vez que exhalaba el aire. Et Lluent se ofreció para trabajar con él, y el viejo marino acabó dejándole la barca en herencia a cambio de que, llegado el momento, se encargara de enterrarlo en el cementerio con la cabeza orientada a levante y, dijera lo que dijese cualquiera en el pueblo, en la esquina opuesta a una lápida marcada misteriosamente con un círculo. Así lo hizo el Lluent, y dos años después enterró allí mismo al perro junto a su verdadero dueño. Como un faraón roñoso, el perro recibió las paletadas de tierra acompañado por toda su cohorte de pulgas, que no pudieron o no quisieron abandonar su paraíso muerto.

Así había llegado el Lluent a ser el pescador de Cabrera. Había otros, pero raras veces pernoctaban en la isla y todos le debían respeto, ya que no obediencia. Aunque el Lluent nunca ponía objeciones a sus idas y venidas y hasta les dejaba pasar la noche en el suelo junto al fuego de su chimenea, sabían que era mejor no encararse con él. Su navaja albaceteña, que llevaba siempre al cinto, había probado en un par de ocasiones la sangre caliente. El Lluent era, por méritos propios, el señor de aquella ensenada que tantas vidas había salvado en días de tormenta.

En una ocasión, un soldado de los que aparecían de vez en cuando por la cantina le preguntó la edad que tenía. El pescador alzó la mirada para contemplarse un instante en el espejo que cubría parte de la trasbarra. «Soy joven, pero no tanto», contestó, con la mayor precisión posible en un hombre que nunca había usado el calendario. Algún tiempo después, jugando con Paco al dominó, se había quedado abstraído mirándose de nuevo en aquel espejo.

– ¿Qué coño haces? -le había dicho el otro-. ¡Si eres más feo que Picio! ¿Quieres hacer el favor de estar atento?

– Acabo de descubrir que ya no soy joven -comentó el Lluent con un punto de melancolía-. Ay, Señor, cómo pasa el tiempo.

En la embriaguez del vino encontraba la dulzura del placer. Cuando bebía, la cabeza se le llenaba de nubes pacíficas, y el vaivén que mecía su cuerpo era dócil y respondía a sus caprichos. En las noches más oscuras, cuando el viento se aquietaba y la higuera permanecía tan inmóvil que se diría petrificada por un último soplo de aire gélido, se le oía canturrear las melodías con las que se balanceaba, gozoso, sentado a un lado de su puerta. Para el Lluent no había paz comparable a aquélla. Si algo le molestaba era la ansiedad que lo embargaba a veces, normalmente en alta mar, mientras descifraba los signos del cielo y leía en la superficie de las aguas. No tenía miedo a los temporales, pero sí a aquel agobio que, como una inundación interior que lo sorprendiera en la soledad del mar abierto, le nacía en el vientre y le subía por la garganta hasta asfixiarlo con los olores penetrantes de perfumes casi olvidados. Entonces el viento le traía el sonido de risas imposibles, y en las palmas de las manos le nacía un anhelo de suavidad que le obligaba a frotárselas para espantarlo. En esas ocasiones se subía a la borda y, agarrándose con una mano al mástil, se masturbaba con saña sobre las olas para verter en el agua una memoria enquistada que no sentía como propia. Luego, ofuscado, murmuraba algunas blasfemias, bajaba de la borda, se guardaba de nuevo en el pantalón la polla dolorida, y continuaba con sus labores maldiciendose a sí mismo por haber caído una vez más, como un ladrón de placeres ajenos, en las suciedades de unos recuerdos que no le pertenecían.

Ayer fuimos a esperar a Felisa, que llegaba por fin de Mallorca. Al bajar al muelle, cogidas de la mano, mi madre me pidió que no le dijera que Paco había estado borracho casi toda la semana y que ella se había encargado de cocinar y de mantener en orden la cantina. A mí me había tocado llevar cada día la comida al capitán a su despacho, y hasta Andrés nos había ayudado a pasar la escoba por el bar, con tanto ímpetu que las colillas volaban y rebotaban contra las paredes y los cristales como abejorros asustados, incluso el Lluent, que no suele hablar con nadie, se había colocado tras la barra para servir a los pocos soldados que venían a tomarse un refresco. Él había sido también el que, cansado de ver a Paco dormitando bajo el emparrado, una mañana lo había cogido en brazos para meterlo en la cama. El pobre hombre babeaba sobre el hombro del pescador, gimiendo una y otra vez: «la vida es una mierda, la vida es una mierda», aunque sin decir por qué pensaba eso de la vida. Luego nos chivó el Lluent que le había escondido el vino, aunque creo que más bien se lo robó, porque lo vi salir camino de su casa con un capacho que tintineaba. Mi madre, que al final ya estaba un poco harta, me dijo ayer, mientras bajábamos cogidas de la mano hacia el puerto, que hay mujeres como Felisa que sostienen ellas solas un mundo y que por eso tienen el carácter destemplado y las piernas surcadas de varices.

Al vernos en el muelle desde la embarcación que entraba en la ensenada, Felisa comenzó a agitar su brazo gordezuelo y nos señaló las cajas. La barca iba como siempre atiborrada de cosas para los militares, pero en aquella ocasión había también algunas para nosotras. Nada más echar el piloto los amarres, Felisa, sin poder contener la impaciencia, extendió las manos hacia los dos soldados que esperaban para ayudar en el descargue. Sostenida por ellos, que hinchaban los carrillos como si levantaran una viga de hierro, subió al muelle tan ufana que parecía que iba a reventar de gusto.

__Tú y tú -les dijo a los soldados hundiéndoles el dedo en las guerreras-. Coged esas cajas, esas de ahí, y llevadlas a mi casa.

Entonces, al ver que el capitán la miraba con perplejidad, se volvió hacia él.

– Constantino, le robo un momento a estos dos jóvenes.; Y no se queje, que mañana le haré paella! ¿Cuánto hace que no come una paella?

Nos encaminarnos hacia la cantina seguidas por los improvisados porteadores. Para que todo hubiera sido perfecto sólo faltaba que el elefante de la caja de latón que había encontrado en el pozo y que tantos regalos nos iba a proporcionar hubiera cerrado la comitiva. Porque allí había de todo: sartenes, jabones de olor, cortinas de cretona estampadas de flores y hasta una tulipa de cristal para nuestra bombilla desnuda. Felisa fue disponiendo las cosas sobre una mesa del bar mientras nos explicaba que finalmente el anillo se lo había comprado su cuñado, y que él mismo le había presentado a un hombre que tenia todo lo que pudiéramos imaginar, y más aún, en un almacén grande como una catedral, un hombre simpatiquísimo que la había tratado igual que a una reina, que le había ofrecido una especie de trono de terciopelo granate para que, desde allí, fuera pidiendo por esa boquita, porque el hombre era un caballero y además deseaba quedar bien con su cuñado, gran amigo suyo y todo un jerarca, eso había dicho el hombre, tiene que estar orgullosa de que su hermana haya pillado a este tunante, y su cuñado se reía con benevolencia y le decía que dejara de soltar idioteces y que atendiera a la señora como Dios manda, y Felisa señalaba algo y decía esto, y aquello, y lo de más allá, y ahora dos cortinas para una amiga y unas ollas para mí, y un mozo le traía tajas y cajas llenas de cortinas y de juegos de cocina, y teteras con escampas de París y de Londres, y floreros de Murano de esos tan bonitos que tienen gotas de aire dentro, y al final, cuando ya había pagado Felisa y el hombre los acompañaba a la puerta, le había guiñado un ojo y le había dado de tapadillo un collar de perlas que a ella, a Felisa García García, le daba vergüenza ponerse con lo gorda que estaba, y le había dicho que era para él un placer entrar en comercios con mujeres de gusto exquisito.