– ¡Uf! -exclama Andrés.

Entonces me lo quedo mirando porque parece que vaya a decir algo, pero él nunca tiene nada que decir. Yo, sólo por jugar, intento sonsacarle unas palabras:

– Mira qué bonito, Andrés. ¿A que es bonito?

Y él asiente con la cabeza buscando a un lado y a otro eso tan bonito que yo no ¡e dicho qué es, y que nunca podrá encontrar sin mi ayuda.

Mi escondite es una calita a la que se desciende por entre dos sabinas que hacen un túnel. En la pequeña extensión de arena sólo quepo yo, y el agua es tan transparente que parece que no existe. Cuando entras en ella tienes la sensación de que una brisa fresca te acaricia los pies y te va ascendiendo por el cuerpo hasta abarcarte por completo. Nado un poco y me dejo flotar. Entonces, con la mirada perdida en las nubes, estiro las piernas y abro los brazos pensando que estoy sobre el mismo horizonte que desde lo alto del repecho nos daba toda la vuelta, y sé que floto sobre un planeta entero que gira por el universo, y veo a Andrés que me espía escondido entre las sabinas. Porque Andrés nunca se baña conmigo. Sólo me acompaña y me espía, y si yo le saludo con la mano se esconde con gran revuelo de ramas y tropiezos.

– ¿Adonde vas con chaqueta y sombrero? -exclamó el comisario-. Eso es de gente decente.

Benito Buroy se detuvo en el muelle con gesto azorado. Depositó en el suelo el maletín de piel en el que llevaba un par de mudas y la pistola, y se pasó una mano por la solapa de la americana.

– No tengo ropa -dijo-. Todo lo que llevo es de Otto.

Junto a ellos, varios soldados acababan de cargar la barca que debía llevarles a Cabrera. Un policía los ayudaba. El piloto de la embarcación comenzó a fijar la estiba con un largo cabo de esparto.

– ¿Y no tiene ropa vieja ese maricón lisiado? -bramó el policía.

– Su padre es rico -contestó Benito Buroy-.Ya lo sabe usted, comisario. Tiene una empresa farmacéutica en Munich. Cada mes le envía grandes cajas que Otto ni se molesta en abrir. Pero aquí hacen falta esas cosas. Yo las distribuyo entre los vecinos y me quedo con alguna.

El comisario abrió los brazos alzando la mirada al cielo.

– ¿Para qué hicimos una guerra, Señor? ¿Para que los anarquistas vistan de señoritos y hagan obras de caridad en el barrio?

Se volvió hacia el número que ayudaba en la barca.

– Tú, trae algo para este desgraciado. Un abrigo de invierno, o cualquier cosa que haga pensar que lo está pasando mal. Y trae también la maleta más cochambrosa que encuentres.

En espera del encargo se llegaron a una taberna del puerto. No había ni una nube en el cielo. Las gaviotas sobrevolaban graznando los barcos amarrados en el muelle y se dejaban caer al mar, abatidas por dardos invisibles, para remontar de nuevo el vuelo agitando apenas las alas. Un carguero hizo sonar la sirena. De su chimenea brotó una espesa nube de humo negro.

El comisario parecía de buen humor. Con el calor que hacía aquella mañana, sin duda le apetecía más una excursioncita hasta Cabrera que pasar la jornada sudando tras la mesa de su despacho. Abrió la puerta de la taberna con la punta del pie y dejó que fuera Benito Buroy quien alargara una mano para sostenerla mientras entraban.

El local era un tugurio de pescadores. En aquel momento estaba vacío, pues todos habían salido a la mar y no regresarían hasta más avanzada la mañana. Detrás de la barra un hombre escuchaba la radio en actitud somnolienta.

– Buenos días, Manolíllo -saludó el policía-. ¡Apaga eso, hombre! ¿No ves que hay clientes?

El tabernero se apresuró a desconectar el aparato. Con gran diligencia, como si de improviso le hubiera caído encima un trabajo abrumador, se puso a limpiar el mármol con un trapo.

– ¿Sabes que en Madrid han estrenado Margarita Gautier? -continuó el comisario-. ¡Con la gran Greta Garbo! ¡Qué sonrisa tiene la malparida! ¡Qué retorcida es, carajo! ¿Y sabes cómo querían los censores que se titulase la película en España?… ¡Margarita Gutiérrez! ¡Claro que sí! Me lo ha contado uno de ellos, que es de aquí. Muy putero y buen amigo. Un par de pelotas, eso es lo que tienen los censores. Yo no sé por qué diablos no les han hecho caso… ¡Venga, dos chatos de vino!

Y, golpeando suavemente la barra con la palma de la mano:

– ¡Rapidito! ¡Que es para hoy!

Benito Buroy se mantenía detrás del comisario. Éste se volvió hacia él. Con la cordialidad gesticulante de los compadres de trago, y a pesar de que el otro no había movido un dedo, dejó claro quién mandaba allí.

– ¡Ni lo intentes! ¡Hoy pago yo!… Pero, eso sí, a partir de ahora quiero esas cajas en mi despacho.

– ¿Qué cajas? -preguntó Buroy.

– ;Cuáles van a ser? ¡Pareces imbécil, cono! ¡Las del maricón que vive contigo! Esas cajas… ésas… las quiero en mi despacho. Si no, os cierro el garito y os enchirono por escándalo público. Más alto puedo, pero no más claro. ¿Verdad, tú?

– Claro que sí -contestó el tabernero-. Pero ya sabe que aquí usted no paga, ni por todo el oro del mundo. Y al señor que le acompaña también le invita la casa.

– ¿Qué quieres decir?… ¡No te jode, el camaruta! Si éste hubiera venido sin mí le habrías cobrado, ¿no es cierto? Y conmigo no le cobras, ¿es así o no es así?… ¡Pues entonces soy yo el que le invita, y tú te callas o a ti también te cierro el garito!

El tabernero, que no era un hombre avispado, comenzó a boquear sin saber cómo salir del enredo. Suerte tuvo de que el policía enviado por el comisario abriera la puerta para asomar su cabeza sumisa. Entró pidiendo perdón por interrumpir la Gesta. Había conseguido un abrigo de paño negro muy gastado en los codos y una maleta desvencijada. Con ellos, el aspecto de Benito Buroy pareció satisfacer al comisario.

Un rato después navegaban en dirección a Cablera en la barca atestada de fardos. El piloto tripulaba en la cabina. El número que acompañaba al comisario se había instalado con discreción en la popa, donde se entretenía haciendo girar la gorra. Su jefe había encendido un puro y disfrutaba de la brisa. Benito Buroy, sentado frente a él. lo contemplaba en silencio pensando que en Cabrera iba a tener que matar a un hombre. No era la primera vez que lo hacía y seguramente tampoco sería la última, pero le incomodaba la idea. Al fin y al cabo, hacía más de un año que había acabado la guerra, Benito Buroy, que ya era prisionero de los nacionales desde el hundimiento del frente del Ebro, había pasado varios meses en el penal de Burgos. Lo habían dejado salir a cambio de cantar los nombres que recordara y de prestarse a llevar a cabo algunos trabajos como el que le esperaba en el islote, siempre a las órdenes del mismo comisario, que por aquella época pasó a ejercer sus funciones en la provincia de Barcelona. El pacto que le habían propuesto era muy claro: o eliminaba a algunos tipos que ya estaban más muertos que vivos, o sería él quien tendría que ponerse delante de un pelotón de fusilamiento. Y Benito Buroy aceptó. Lo cierto era. que no le costaba ningún esfuerzo continuar pegando tiros. Ya se había acostumbrado y sabía que no hacía otra cosa que limpiar el país de individuos a los que nadie podía salvar, alimañas acorraladas en desvanes y en cubiles ocultos por armarios desfondados. Tres años de guerra habían emponzoñado a muchas personas que ya no serían capaces de regresar a una vida normal y en orden. ¿Qué hacer con ellos? Para superar aquellos años de conflicto era imprescindible eliminarlos. Una labor desagradable pero necesaria, eso decían los individuos que lo pusieran a las órdenes del comisario… Meses más tarde, al ser destinado a Mallorca, el comisario se lo había llevado con él a la isla. Allí había permitido a Benito Buroy disfrutar de una relativa tranquilidad, la suficiente para que éste creyera que ya había cumplido con su parte del trato. Pero aquella mañana, sentado en la barca que le llevaba a Cabrera, Buroy comprendía que el resentimiento causado por la guerra era imposible de limpiar, pues era precisamente ei resentimiento el que sustentaba a los que decían querer acabar con su amenaza, y el país entero, un país cimentado en el resentimiento, regresaba a la vida cotidiana a cosca de los que, como él, se veían obligados a seguir purgando sus culpas para conservar el documento en que se acreditaba que habían superado el expediente depurador.