Se apartaron un poco mientras el soldado manipulaba. Bramó por fin el cañón y todos, haciéndose visera con las manos, intentaron ver el lugar donde caía el proyectil. Pero nadie pudo conseguirlo.

– ¡Caray! -dijo el capitán Constantino Martínez, un poco desconcertado, tras echar con disimulo una mirada fugaz hacia las rocas que había bajo ellos-, este trasto llega muy lejos. ¿No cree usted, Buroy?

El capitán Constantino Martínez fue hasta el muelle acompañado por el aviador alemán. El Lluent, que preparaba los aperos para salir a pescar, los vio venir y se olió lo peor. Ser el dueño de la única barca de la isla tenía ciertos inconvenientes, y el peor de todos eran los servicios que tenía que prestar al ejército. A veces le hacían llevar a las patrullas a aquellos lugares a los que no se podía acceder por tierra para comprobar que no hubiera contrabando o infiltraciones del enemigo. Sólo encontraban bolas de alquitrán y troncos arrastrados hasta allí por las tormentas, pero los soldados, con la excusa de ejercer una estricta vigilancia, le obligaban a quedarse durante horas para ponerse a salvo de otras obligaciones. También estaba el asunto del gasóleo para los submarinos, que le costaba tiempo y dolores de espalda. «Comprenderá que hemos de ayudar a nuestros amigos de una forma discreta -le había dicho el capitán-, no puede ir un mercante español a encontrarse con ellos delante de todo el mundo.» Aquella mañana, al verlos venir por el muelle, el Lluent temió que le hicieran llevar al aviador a Palma, con lo que le echarían a perder dos días de trabajo. Sin embargo, no iba a ser aquél su cometido. -Buenos días -dijo el militar-. Según he creído entender, el señor Germán desea localizar los restos de su avión para poder sacarlos a note cuando llegue el momento. No es mala idea y he pensado que podría usted acompañarlo. Llévese algunas boyas para marcar su emplazamiento.

Sin más explicaciones se dio la vuelta y dejó solos a los dos hombres. Como el Lluent continuaba ordenando sus aperos sin mirarle ni darle ninguna indicación, Hermann Schmidt optó por saltar a la barca y sentarse en la proa. Era el mismo lugar donde se instalaba Leonor Dot cuando la sacaba a pasear y acababan los dos llorando, ella a causa de la tristeza y el pescador contagiado por sus lágrimas. Pero con aquel piloto la cosa era bien distinta. Al Lluent no le gustaban los hombres que aparentaban dominar la situación allá donde estuvieran, incluso en los sitios de los que lo ignoraban todo, llevando siempre consigo una forma de vida superior y más ordenada, una forma de vida tan perfecta que podían adaptarla a cualquier lugar e imponérsela a cualquiera. Y aquélla era la forma de comportarse del piloto, que se mostraba siempre algo incómodo, pero también distendido y prepotente, como un general que en mitad de una campaña se viera obligado a sentarse en un taburete destinado a la tropa. No, decididamente aquel hombre no le gustaba al Lluent. Encontraron el avión con facilidad porque el pescador recordaba el lugar donde había caído. Más les costó localizar el ala que se había desprendido en el choque con el agua. Se hallaba a una distancia considerable, sobre un lecho de algas que la ocultaban en parte. Pusieron las boyas, y ya se disponía el Lluent a regresar a puerto cuando el aviador sacó una pistola del bolsillo de su guerrera. Dijo algo con una sonrisa esquiva y señaló con el cañón del arma la salida de la bahía. No se mostraba amenazador pero sí autoritario. El Lluent pensó que finalmente iba a tener que llevarlo a Palma. Ignoraba que su pasajero jamás habría creído que con aquel barquichuelo se pudiera llegar hasta Mallorca.

Ya en mar abierto el piloto le señaló los acantilados y le hizo un gesto con la mano para que fuera bordeándolos. Extendió los brazos y disparó a una roca de la que saltaron esquirlas. El Lluent tuvo un sobresalto al oír el estampido, pero el alemán le guiñó un ojo acomodándose mejor en la proa. Durante un rato estuvo haciendo puntería con los árboles de la orilla, pero no tardó en cansarse y se quedó con la cara vuelta hacia el sol tarareando en voz baja una canción. Fue entonces, al mirar de nuevo hacia la costa, cuando descubrió una cabra al borde del acantilado. Se incorporó con rapidez, alzó el arma y sonó un nuevo disparo, seguido casi al instante por un grito de alegría del alemán. La cabra, alcanzada en un costado, dio un salto, perdió el equilibrio y cayó al vacío. Se hundió en el mar desapareciendo durante unos segundos, pero reflotó y se puso a patear desesperadamente. El Lluent vio, entre la espuma que hacía con las pezuñas, el hocico que intentaba mantenerse fuera del agua. Maniobró para dirigirse hacia ella, pero el alemán, que había vuelto a recostarse sobre las tablas, hizo un gesto de desinterés con la mano ordenándole que continuara su camino. El Lluent notó que le hervía la sangre. Sin detenerse a considerar lo que hacía, cogió un remo y lo levantó sobre su cabeza amenazando al aviador. Éste se echó a reír.

Continuaba riéndose cuando el pescador hizo virar la barca para regresar a la isla.

Camila estaba sentada a la mesa de la cocina y contemplaba con una sonrisa los trajines de Felisa García, que aquella mañana, como si una nube le encapotara el entendimiento, extraviaba todo cuanto pasaba por sus manos. «Dónde tengo la cabeza -decía la mujer sin parar de moverse a un lado y a otro-, dónde tengo la cabeza.» La niña llevaba un vestido nuevo de algodón, de color rojo cereza, que le había hecho su madre con los restos de la tela con la que Felisa había confeccionado los manteles para la cantina. «¿Qué pasa? ¿No os gustan? -preguntaba la mujer, el día que los estrenó, a su sorprendida clientela-. ¡Comed con cuidado, que no quiero ni una mancha! ¡A ver si voy a tener que arrepentirme!» A Camila le daba un poco de vergüenza ir vestida del mismo color que las mesas, pero ya se estaba acostumbrando a mimetizar-se con las telas que guarnecían su vida cotidiana. Leonor Dot le había hecho otro vestido con la gasa blanca de las cortinas que cubrían ahora las ventanas de su casa, y, en previsión de los fríos que ya se anunciaban algunas noches, un tabardo con capucha reciclado de una vieja manta militar. Por otro lado, tampoco tenía Camila más opción que usar aquellas prendas. Las que llevaba consigo cuando llegó a Cabrera estaban descoloridas y se le habían quedado tan pequeñas que se sentía ridícula con ellas.

Andrés, sentado en su rincón de siempre, asentía en silencio mirando unas veces a Camila, otras a su madre. Llevaba una camiseta raída, sin mangas, y un pantalón tan gastado que en las rodillas y en torno a los bolsillos brillaba como el satén. Andrés estaba contento porque Camila había decidido ir a bañarse, y porque su madre, que aquella mañana se comportaba de una forma un poco rara, les preparaba un almuerzo que le inundaba la boca de saliva: bocadillos de panceta envueltos en papel de periódico y un par de manzanas que un instante atrás tenía la mujer en las manos y que ahora no encontraba, pero que se escondían, Andrés las estaba viendo, entre una caja de patatas y la olla grande de preparar los cocidos. Cuando Felisa García, tras maldecirse reiteradamente por su mala cabeza, encontró por fin las manzanas y las echó en el capacho, Andrés soltó un gruñido y asintió con energía, muy contento.

– ¿Por qué cojeas? -preguntó Camila a la cantinera-. ¿Te has hecho daño?

– Me he caído -contestó Felisa-.Venga, iros ya, que tenéis que estar de vuelta para la hora de comer.

– De pequeña yo también me caí una vez -prosiguió Camila acercándose a Andrés y cogiéndolo por el brazo para obligarlo a levantarse-. Cojeé durante mucho tiempo, dos días o más. Y cuando me curé continuaba cojeando porque ya no sabía caminar. Aún ahora, por culpa de aquella caída, cuando camino y pienso en lo que hago me tengo que parar porque no sé cómo seguir. Hay cosas que es mejor no pensar cómo las haces.

– Muy listilla estás tú -Felisa García se apoyó en el mármol para descargar su cadera dolorida-. Anda, fuera los dos de aquí, que me distraéis y tengo que preparar la comida.