Benito Buroy, sin pensar lo que hacía, se puso en pie y se acercó a la mesa de los frustrados jugadores.

– Yo puedo cubrir la vacante -les propuso-, si me dan ustedes su permiso.

Markus Vogel lo miró con sorpresa pero asintió con la cabeza. Leonor Dot, sin embargo, reaccionó con la tirantez de quien, lleno de certidumbres macabras, no puede hacer nada por evitar que se cumplan. Removió las fichas como si hubiera perdido algo entre ellas y lo buscara con rabia. Benito Buroy, desde que aquella mujer lo sorprendiera en su conversación con Markus Vogel, tenía la sospecha de que sabía que había llegado a Cabrera para asesinar al alemán. No se dejó intimidar por ello.

– ¿Puedo? -insistió, cogiendo el respaldo de la silla vacía.

Camila, que tras su fracasada incursión había vuelto a sentarse, puso cara de infinita resignación.

– Bueno -contestó-, pero yo voy con Markus.

Benito Buroy ocupó el lugar que le correspondía frente a Leonor Dot. Intentó cruzar una mirada con ella. La mujer había acabado de remover las fichas. Con el pelo caído sobre la frente cogía las suyas con gestos compulsivos, arrastrándolas con las yemas de los dedos como si manejara brasas y le quemaran. Buroy se sirvió también y comprobó que tenía el seis doble. Llevado por el instinto acomodaticio que regía su nueva vida intrascendente, le habló a su compañera de partida. Le dijo:

– Saldremos de ésta, no se preocupe.

Al oír aquello Leonor Dot alzó por fin la mirada y se enfrentó a la de él. Ambos la sostuvieron durante unos segundos, la del pistolero amigable, intrigada la de ella, hasta que Benito Buroy depositó sobre la mesa la ficha que iniciaba el juego.

– ¡Vaya mierda! -soltó la niña-. No tengo seises.

– Camila… -la reprendió su madre sin alzar la voz.

– Es que es injusto.

– Muchas cosas lo son… Roba y no te quejes.

Leonor Dot y Benito Buroy perdieron tres partidas seguidas, pero ella estaba abstraída y él también se había ido distanciando del juego. La aparición milagrosa de Markus Vogel, el tenerlo sentado a su lado, hizo revivir poco a poco en su interior al miserable que era en realidad, al desdichado que se había desnudado en el fondo de una trinchera, dispuesto siempre a lo que fuera para no pagar por su derrota un precio todavía más alto. A medida que transcurría la velada comprendió que debía admitir su cobardía, que nada podría impedirle aprovechar una oportunidad de salvarse, por pequeña que fuera, y más si le caía del cielo. Para qué iba a pensar otra cosa. Salió el primero de la cantina y se encaminó hacia la Comandancia Militar decidido a cumplir cotí su obligación. No volvería a tener a Markus Vogel a! alcance de la mano. Tampoco podía echarle atrás el miedo a los recuerdos, la posibilidad de no reconocerse en ellos. Llevaba casi toda la vida sin reconocerse en nada, y su salvación era más importante que los problemas de conciencia. Su salvación, pero también la obligatoriedad de seguir siendo él, pues ni el comisario, ni Otto Burmann ni nadie que le conociera iba a admitir que se convirtiera en una persona distinta, una persona mediocre sin heridas en la memoria.

Fue a su cuarto y rescató la pistola de debajo del colchón. Por pura rutina, extrajo el cargador y comprobó las balas anees de guardarla bajo el cinturón. Salió a la plaza. Tras dudar un poco, rodeó el edificio de la Comandancia y buscó un lugar donde acomodarse al abrigo del desmonte. Tomó asiento en una roca y se recostó en el tronco de un pino. Desde aquel lugar podía controlar la puerta de la cantina sin que se advirtiera su presencia. Antes o después, Markus Vogel debería salir de allí para regresar a su escondite, y aquélla sería su única oportunidad para seguirlo hasta un lugar donde no hubiera testigos.

Pasó un rato sin que nadie asomara por la plaza. Desde la cantina le llegaba rumor de voces. La claridad que salía por la puerta se difuminaba en la negrura impenetrable sin llegar a iluminar otra cosa que el suelo pedregoso. Benito Buroy intentaba no pensar, pero el miedo a amodorrarse le impedía dejar la mente en blanco. Fue poco después de ver salir al Lluent tambaleándose y canturreando cuando se hizo consciente del engaño en que había hecho caer a Leonor Dot. Una y otra vez le resonaba en la cabeza la fiase con que había querido tranquilizarla antes de empezar la partida, «saldremos de ésta, no se preocupe», y veía de nuevo la mirada de ella, incrédula pero expectante, y no sabía, porque las palabras son escurridizas como peces, si él mismo lo había dicho refiriéndose estrictamente al juego, o si pretendía enviarle un velado mensaje de confianza, o si lo único que deseaba era caerle un poco mejor para poder empezar la partida. En cualquier caso, podía ser que hubiera cometido el desliz de insinuar a Leonor Dot que no haría lo que lo había llevado hasta allí. Así parecía haberlo entendido la mujer. Y aquello sucedía precisamente la noche en que iba a matar a Markus Vogel, pues era su última oportunidad y se le había agotado el tiempo eterno de la isla.

«La semana que viene estarás en Palma -se dijo-, no pienses en otra cosa.»

La espera se le hizo interminable. Leonor Dot y Camila salieron tarde de la cantina y tomaron el camino de su casa cogidas de la mano. Algo después se retiraron los soldados que cada noche jugaban a las cartas. Paco se asomó a la puerta y se desperezó con la mirada perdida. Unos minutos más tarde comenzaron a apagarse las luces, Benito Buroy soltó una exclamación de rabia. Salió de su escondite y cruzó la plaza a grandes zancadas. Cuando entró en la cantina se encontró con Felisa García, que ascendía la escalera de su domicilio con las manos en los ríñones. No había nadie más en el bar.

– ;Qué hace aquí? -le dijo la cantinera-. ¿No ve que hemos cerrado?

Buroy no contestó. Miró un instante hacia lo alto de la escalera y salió de nuevo a la plaza. Dejó transcurrir el resto de la noche rondando por los alrededores, desesperado ante la posibilidad de que Markus Vogel aprovechase la oscuridad para escapar. Acabó instalándose en un lugar elevado desde el que abarcaba con la vista todo el edificio. Al amanecer, aterido por el frío que le había ido calando hasta los huesos, oyó ruidos en la cantina. Poco después entraba de nuevo en el bar, donde Felisa García preparaba achicoria para los soldados de la guardia. Ellos eran los primeros en aparecer por allí, cuando acababan su turno.

– ¿Es que usted no duerme? -le saludó la mujer.

– Necesito algo caliente -murmuró, dejándose caer en una silla.

Habría estado dispuesto a continuar esperando el tiempo que hiciera falta, pero sabía que era inútil. La noche anterior, apostado tras el edificio de la Comandancia, había sido un iluso pensando que Leonor Dot hubiera podido llegar a depositar alguna confianza en él. No era falsa expectativa lo que había en su mirada cuando él quiso tranquilizarla, sino suspicacia mezclada con indefensión. Ni ella ni nadie habría creído jamás que Benito Buroy pudiera ser distinto de como era, ni libre de elegir sus acciones. Todos allí habían vivido una guerra muy larga y estaban acostumbrados a protegerse de los demás.

Markus Vogel había desaparecido.

A mamá no le gustó que yo estuviera ayer con Hermann. Empiezo a pensar que se está volviendo un poquito amargada. Anda siempre inquieta y ve peligros donde no los hay. Últimamente hasta le ha dado por mirar con angustia por la ventana restregándose las manos, como esas viejas que de tanto esperar malas noticias parece que las desean. Antes me dejaba ir sola a cualquier parte, pero ahora quiere saber dónde estoy en todo momento y me obliga a llevar a Andrés de escudero cuando me voy a bañar, con lo fastidioso que se pone espiándome. Si salgo a ver a Felisa sin decirle nada aparece mamá al poco rato por la cantina preguntando muy excitada: «¿Dónde está la niña, dónde está la niña?», como si pudiera estar muy lejos, vaya, que aquí no hay adonde ir. La culpa fue mía por pelearme con ella y decirle que Hermann me parecía el hombre más guapo del mundo. Tiene unos ojos de un azul verdoso que parecen el mar del mediodía, y unas manos grandes y blancas, manos de pianista. Yo a la gente la reconozco por tos ojos y por las manos. Felisa, por ejemplo, te mira sospechando que vas a hacer algo muy, pero que muy reprobable, pero en el fondo es confiada. La delatan sus manos gordezuelas, tan húmedas y rosáceas. En realidad te mira así porque piensa que va a tener que ser ella quien arregle tus estropicios. El Lluent te mira sin verte, pero te busca con sus dedos ásperos y sólo entonces, cuando te toca, está ya seguro de que no eres una alucinación o un espejismo. Benito es distinto. Él te mira sin importarle si estás o no ahí, pero sus manos pequeñas y desagradables, de muñeca de porcelana, juguetean siempre con algo como si el simple hecho de verte le impidiera estar tranquilo. Papá no podía ser malo porque miraba con docilidad y cogía las cosas con cuidado. Era un hombre muy fuerte y cuando se enfadaba daba miedo, pero precisamente por eso veías con claridad que intentaba no hacer daño a los demás ni romper nada, que había escogido utilizar toda esa fuerza para proteger a los suyos. A Hermann le sucede lo mismo. A veces, cuando se queda abstraído vagando en sus pensamientos, se le escapa un gesto de malestar o extrañeza, pero eso debe de ser normal en un soldado que acaba de tener un gravísimo accidente tan lejos de su casa. Yo misma me enfurruño a menudo cuando me da por pensar que nunca podré salir de Cabrera, y eso no me convierte en una mala persona.