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– ¿Y qué hiciste, entonces, entre los veinte y los treinta? -le preguntó Ben. El ex ballenero y dueño del almacén de Atuona estaba congestionado y con los ojos medio desorbitados. Pero su voz no era aún la de un borracho.

– Era agente de Bolsa, financista, banquero -dijo Paul-. Y, aunque tampoco me lo crean, lo hacía bien. Si hubiera seguido en eso, tal vez sería millonario. Un gran burgués que fuma puros y mantiene dos o tres queridas. Perdón, pastor.

Lo festejaron. La risa del gigantesco Frébault, a quien Paul había bautizado Poseidón por su corpulencia y su pasión por el mar, parecía arrastrar piedras. Hasta el hierático Tioka, que se acariciaba la gran barba blanca como sometiendo a furnia filosófica todo lo que oía, se rió. No te imaginaban de hombre de negocios, a ti, siendo el salvaje que eras, Paul. No tenía nada de raro. Ahora, ni siquiera tú te lo creías, pese a haberlo vivido. Pero ¿eras tú aquel joven de veintitrés años, al que Gustave Arosa sugirió, en una charla muy seria, bebiendo cognac en su mansión de Passy, que se dedicara a los negocios en la Bolsa, donde se podían hacer fortunas, como había hecho él? Aceptaste la idea de buena gana y le quedaste reconocido -todavía no lo odiabas, todavía no querías saber que tu madre había sido la amante de ese ricachón- cuando te consiguió un puesto en la oficina de su socio, Paul Bertin, agente reputado de la Bolsa de París. Qué ibas a ser tú ese joven atildado, educado, tímido, que llegaba a la oficina con puntualidad enfermiza, y, sin distraerse un instante, se entregaba horas de horas, en cuerpo y alma, a empaparse de ese difícil oficio, conseguir clientes que confiaran a la agencia Bertin la inversión de sus rentas y patrimonio en la Bolsa de París. Quién que te hubiera frecuentado en estos últimos diez años podría concebir siquiera que, en 1872, 1873, 1874, fueras un empleado modelo, al que el propio patrón, Paul Bertin, tan seco y hosco, felicitaba a veces por su empeño, y por esa vida ordenada, que, a diferencia de la de tus colegas, evitaba la disipación de los cafés y bares donde todos ellos se precipitaban al cierre de las oficinas. Tú no. Tú, hombre formal, te ibas andando al cuartito alquilado de la rue La Bruyere, y, después de cenar frugalmente en un restaurante del vecindario, todavía te sentabas en tu mesita coja y gruñona a revisar papeles de la oficina.

– Parece mentira, Paul -exclamó el pastor Vernier, alzando la voz porque la apagaban lejanos truenos-. ¿Fue usted así, en su mocedad?

– Un asqueroso aprendiz de burgués, pastor. Yo tampoco me lo creo, ahora.

– ¿Y cómo ocurrió el cambio? -intervino el vozarrón de Frébault.

– Dirás el milagro -lo corrigió Ky Dong. El príncipe anamita miraba a Paul intrigado, con expresión cavilosa-. ¿Cómo fue?

– He pensado mucho en eso y creo que ahora tengo una respuesta clara -Paul retuvo en la boca, con delectación, un sorbito dulce y picante de ajenjo y chupó su pipa antes de continuar-. El corruptor, el que jodió mi carrera de burgués, fue el buen Schuff.

Hombros caídos, mirada perruna, andar cansino, un acento alsaciano que provocaba sonrisas: Claude- Émile Schuffenecker. El buen Schuff. Qué te ibas a imaginar, Paul, cuando ese hombre tímido, bondadoso, descuadrado y gordinflón entró a trabajar en la agencia Bertin -estaba mejor preparado que tú, había hecho estudios de comercio y esgrimía un diploma-, la influencia que tendría en tu vida. Ese colega amable, cordial, asustadizo, intimidado, te miraba con respeto y envidiaba tu personalidad fuerte y decidida. Te lo dijo, ruborizándose. Se hicieron muy amigos. Sólo después de algunas semanas descubrirías que ese colega inhibido y apocado alentaba, por debajo de su apariencia esmirriada, dos pasiones, que te fue revelando a medida que se trenzaba la amistad: el arte y las religiones orientales, principalmente el budismo, sobre el que Claude-Émile había leido muchísimo. ¿Seguiría interesado en alcanzar el nirvana? Pero fue la manera como Schuff hablaba de la pintura y los pintores lo que te sorprendió, intrigó, y, poco a poco, contagió. Para el buen Schuff, los artistas eran seres de otra especie, medio ángeles, medio demonios, distintos en esencia de los hombres comunes. Las obras de arte constituían una realidad aparte, más pura, más perfecta, más ordenada, que este mundo sórdido y vulgar. Entrar en la órbita del arte era acceder a otra vida, en la que no sólo el espíritu, también el cuerpo se enriquecía y gozaba a través de los sentidos.

– Me estaba corrompiendo y yo no me daba cuenta -les hizo un brindis Paul-. ¡Por el buen Schuffi. Me arrastraba a galerías, a museos, a talleres de artistas. Me hizo entrar al Louvre por primera vez, a verlo copiar a los clásicos. Y, un buen día, no sé cómo, no sé cuándo, en los ratos libres, a escondidas, me puse a dibujar. Así empezó. El vicio tardío este. Recuerdo la sensación de estar haciendo algo malo, como de niño, en Odéans, donde el tío Zizi, cuando me masturbaba o espiaba desnudarse a la criada. ¿Increíble, no? Un día, me hizo comprar un caballete. Otro, me enseñó la pintura al óleo. Nunca había tenido antes en mis manos un pincel. Me hizo preparar los colores, mezclarlos. ¡Me corrompió, les digo! Con su carita de mosca muerta, de yo no soy nadie, de yo no existo, el buen Schuff produjo un cataclismo en mi vida. Por culpa de ese alsaciano gordinflón estoy aquí, en este fin del mundo.

Pero ¿el episodio decisivo no habría sido más bien, en vez del buen Schuff, aquella visita a esa galería de la rue Vivienne donde se exhibía la Olympia , de Édouard Manet?

– Fue como ser alcanzado por un rayo, como ver una aparición -explicó Paul-. La Olympia de Édouard Manet. El cuadro más impresionante que había visto nunca. Pensé: «Pintar así es ser un centauro, un Dios». Pensé: «Tengo que ser un pintor yo también». Ya no me acuerdo muy bien. Pero fue algo así.

– ¿Un cuadro puede cambiar la vida de un hombre? -Ky Dong lo miraba con escepticismo.

Sobre sus cabezas había ahora de nuevo una trompetería infernal de rayos y truenos y el viento sacudía todos los árboles de Atuona con furia. Pero todavía no había regresado la lluvia. Una niebla espesa ocultaba otra vez el sol. Habían desaparecido las moles boscosas del Temetiu y el Feani. Los amigos callaron, hasta que un nuevo interludio de la tormenta permitió que se escucharan sus voces.

– A mí me la cambió, me la jodió -afirmó Paul, con brusca furia-. Me revolvió, me dio pesadillas. De pronto, ya no me sentí seguro de nada, ni del suelo que pisaba. ¿No han visto ustedes la foto de Olympia, ahí en mi estudio? Se la voy a mostrar.

Cruzó chapoteando el enfangado jardín y subió a los altos de La Casa del Placer. El viento sacudía la escalerilla exterior como si fuera a arrancada. La foto amarillenta y algo borrosa de Olympia presidía la serie de estampas y clichés de su vieja colección: Holbein, Durero, Rembrandt, Puvis de Chavannes, Degas, algunas estampas japonesas, la reproducción de un bajorrelieve del templo javanés de Borobudur. Al comenzar el aguacero, hacía siete días, había descolgado las fotos pornográficas y las tenía metidas bajo el colchón, para salvarlas de la lluvia, que había atravesado el bambú y mojado toda la estancia. Muchas de estas fotos, empapadas, ahora perderían del todo su ya desvaído color. La de Olympia era la más antigua. La habías buscado con avidez, luego de aquella exposición en la rue Vivienne, y nunca te habías separado de ella desde entonces.

Sus amigos la examinaron pasándosela de mano en mano, y, por supuesto, al descubrir el cuerpo desnudo, luminoso, de Victorine MeureT(Koke les contó que la había conocido y que la modelo no era ni sombra de su imagen, que Manet la había transfigurado) desafiando con su mirada de mujer libre y superior al mundo entero mientras su criada negra le acercaba un ramo de flores, el pastor Vernier enrojeció hasta las orejas. Temeroso sin duda de que ese desnudo fuera el comienzo de algo peor, alegó un pretexto para irse: