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Camille Pissarro había leído algunos libros y folletos de Flora Tristán y hablaba de ella con tanto respeto que hizo que te interesaras por primera vez en una abuela materna de la que nada sabías. Tu madre jamás te habló de ella. ¿Le guardaba cierto rencor? Y con razón: nunca se ocupó de su hija Aline. La tuvo viviendo con nodrizas, mientras ella hacía la revolución. Pero apenas alcanzaste a leer algo de la abuela Flora. N o tenías tiempo para nada más que, de día, correr tras los clientes de la agencia e informarles sobre el estado de sus acciones, y, en todos los momentos libres -sobre todo los dichosos fines de semana, en Pontoise, donde los Pissarro-, pintar, pintar, con verdadera furia. En 1878 se abrió el Museo de Etnografía, en el Palacio de Trocadero. Lo recordabas muy bien, porque allí, por primera vez, observando las figuritas de cerámica de los antiguos peruanos -esos nombres misteriosos: mochicas, chimús-, tuviste por primera vez la adivinación de lo que años más tarde sería para ti un articulo de fe: esas culturas exóticas, primitivas, lucían una fuerza, una beligerancia espiritual que se había evaporado en el arte contemporáneo. Recordabas, sobre todo, una momia de más de mil años de antigüedad, de larga cabellera, dientes blanquísimos y huesos tiznados, procedente del valle del Urumbamba. ¿Por qué te hechizó esa calavera a la que llamabas Juanita, Paul? Muchas veces fuiste a contemplarla, y, una tarde, en un descuido del vigilante, la besaste.

Lo increíble, ¿no, Paul?, es que en esa época, en que la pintura te importaba ya más que nada, los patronos en el mundo de la Bolsa se disputaran tu persona, como un valor seguro. En 1879 aceptaste una propuesta para cambiar de empleo y en la nueva agencia lo hiciste tan bien que la prima, ese año, fue una fortuna: ¡treinta mil francos! Qué alegría para la Vikinga. Mette decidió, de inmediato, renovar el mobiliario y tapizar de nuevo la sala y el comedor. Ese año, por gestión de Camille Pissano, presentaste en la cuarta exposición impresionista un busto de mármol de tu hijo Emil. La escultura no tenía nada de espectacular, pero, desde entonces, todo el mundo -:-público y críticos- te consideró aparte del grupo. ¿Contento con esos progresos, Paul?

– No tenía tiempo para estar contento, con la frenética vida que llevaba -dijo Koke-. Pero estaba activo, eso sí. Gasté la parte de esa prima fabulosa a la que la Vikinga me dejó echar mano comprando cuadros de mis amigos. Mi casa se llenó de Degas, Monet, Pissarro y Cézanne. El día más emocionante de ese año se lo debo al maestro Degas: me propuso que cambiáramos un cuadro. ¡Me trataba como a su igual, imagínense!

Fue, también, el año en que nació Clovis, tu tercer hijo. En 1880 participaste en la quinta exposición impresionista con ocho cuadros. Y ese año, por primera vez, Édouard ManeT te hizo un elogio, de manera circular: «Sólo soy un amateur, que estudia el arte en las noches y los días de fiesta», dijiste, en La Nouvelle Athenes. «No», te rectificó Manet, con energía. «Son amateurs quienes pintan mal.» Quedaste aturdido y feliz. En 1881, el buen Schuff, que había invertido todo su patrimonio y ahorros en una oscura empresa que explotaba una nueva técnica para tratar el oro, comenzó a ganar mucho dinero; entonces, se casó con la bella y pobretona Louise Monn, que pensó hacer así un buen negocio. No se equivocó. El buen Schuff renunció a la Bolsa para dedicarse al arte. Mette se asustó: ¿no estarías tú soñando con una insensatez parecida, Paul? Las disputas conyugales pasaron a ser cotidianas: -¿Por qué me engañaste, ocultándome tu afición por la pintura?

– Porque me la ocultaba yo también, Mette.

En el pequeño taller alquilado al pintor Félix Jobbé Olival, robándole horas a la Bolsa, tallabas, labrabas y pintabas con obstinación. Las historias de Jobbé- Ouval sobre su tierra, Bretaña, y sobre los bretones, pueblo primitivo y tradicional, fiel a su pasado, que se resistía a la «industrialización cosmopolita», te abrieron el apetito. Entonces empezaste a soñar con huir de París, esa megalópolis, en pos de una tierra en la que el pasado estuviera aún presente y el arte no se hubiera apartado de la vida común. En ese mismo estudio pintaste cuadros de los que todavía te enorgullecías: Interior de pintor, rue Corail Estudio de desnudo, Suzanne cosiendo, que exhibiste en la exposición impresionista, y el mejor de todos: El pequeño soñador: un estudio. En 1881, cuando Mette daba a luz al cuarto niño, Jean-René, la galería Durand-Ruel te compró tres cuadros por mil quinientos francos, y un célebre escritor, Joris-Karl Huysmans, te dedicó un artículo elogioso. La vida te sonreía, Pau!.

– Sí, sí, y, lo mejor, habían comenzado a quebrar las industrias y los bancos -rugió, exaltado, tratando de hacerse oír entre los truenos-. Francia se iba a la bancarrota, amigos. Las Bolsas, una tras otra, cerraban también. ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias por resolverme mi problema!

Sus amigos lo miraban sin entender. Les explicaste que esa catástrofe económica arruinaba a todos los franceses, salvo a ti. Para ti significaba la emancipación. La tragedia económica trajo como secuela una gran agitación política. Perseguían a los anarquistas y Kropotkin cayó preso. Camille Pissarro se escondió y hubo pánico en muchos hogares pobres y burgueses. Pero tú, Paul, totalmente indiferente a estos sucesos, seguías pintando, enloquecido de impaciencia. Cuando se cerró la Bolsa de Lyon, Mette tuvo una crisis de nervios y lloró como si se le hubiera muerto un ser querido. Cuando se cerró la de París, dejó de comer varios días; enflaqueció, se demacró. Tú estabas muy contento. Ese año, en la séptima exposición impresionista, expusiste once pinturas al óleo, un pastel y una escultura. Cuando tu jefe de la Agencia Financiera, en agosto de 1883, te llamó para decirte con voz trémula y expresión compungida que, dada la crítica situación, «no podía retenerte», hiciste algo que lo desorbitó de sorpresa: le besaste las manos. A la vez que, eufórico, le decías: «Gracias, patrono Usted acaba de hacer de mí un verdadero artista». Loco de felicidad, corriste a informar a Mette que, a partir de ahora, nunca volverías a pisar una oficina. Te dedicarías sólo a pintar. Muda, lívida, después de pestañear un buen rato, Mette rodó a tus pies, sin sentido.

– Para entonces, yo había cambiado mucho -añadió Paul, regocijado-. Bebía más que antes. Cognac en casa y ajenjo en La Nouvelle Athenes. Pasaba largos ratos solo, tocando el armonio, porque eso me estimulaba a pintar. Y empecé a vestirme a la manera bohemia, estrafalaria, para provocar a los burgueses. Tenía treinta y cinco años. Empezaba a vivir la verdadera vida, amigos.

De súbito, los truenos cesaron y la lluvia amainó algo. Las treinta cascadas que caían sobre Atuona los días de lluvia desde los montes Temetiu y Feani se habían multiplicado y el río Make Make se rebalsaba por sus dos orillas. Pronto una avenida de agua invadió el estudio y lo anegó. Señalando la neblina que los rodeaba, Ben Varney canturreó: «Es como navegar en un ballenero». En pocos minutos estuvieron sumergidos en el fangoso torrente hasta los tobillos. Empapados, se asomaron al exterior. Toda la zona estaba inundada y un nuevo río, recién aparecido, arrastrando ramas, troncos, hierbas, barro, latas, pasaba rumbo a la calle principal llevándose consigo el jardín de La Casa del Placer.

– ¿Saben ustedes qué es ese bulto, allá? -señaló Tioka unas manchas más densas que las nubes rastreras aposentadas sobre Atuona-. ¿Ese que se lleva el torrente hacia el mar? Mi casa. Espero que no se esté llevando también a mi vahine ya mis hijos.

Hablaba sin alterarse, con el tranquilo estoicismo de los marquesanos que había impresionado tanto a Koke desde su primer día en Hiva Da. Tioka les hizo un gesto de despedida y se alejó, con el agua hasta las rodillas. Las cortinas de lluvia y las nubes se lo tragaron en un dos por tres. A diferencia de él, Ky Dong, Poseidón Frébault y Ben Varney reaccionaron, por fin. El susto y la sorpresa les habían quitado en segundos el efecto del alcohol. ¿Qué harían? Lo mejor, apresurarse a ir a ver el estado de sus familias, y, tal vez, refugiarse en la colina del cementerio. En esta llanura estaban mucho más expuestos a las embestidas del huracán. Si, además, se venía un tsunami, adiós Atuona.