Изменить стиль страницы

Después de ese episodio, te sentiste curiosamente liberado, con derecho a exhibir tu flamante vicio ante tu mujer y tus amigos. ¿Por qué un exitoso agente de la Bolsa de París no tendría derecho a lucir ante el mundo esa afición artística que practicaba en sus ratos libres, como otros el billar y los caballos? En 1876, en un acto de audacia, pediste prestado a tu hermana María Fernanda y a su flamante marido, Juan Uribe, el cuadro que les regalaste por su boda, El bosquecillo de Viroflay, y lo presentaste al Salón. Entre millares de aspirantes, fue aceptado. El que más se alegró fue Camille Pissarro, que, desde entonces, presentándote como su discípulo, te llevó al café La Nouvelle Achenes, en Clichy, cuartel general de sus amigos. Los impresionistas acababan de hacer su segunda exposición colectiva. Mientras el imponente Degas, el malhumorado Monet y el jocundo Renoir conversaban con Pissarro -un tonel humano de blanca barba e irrompible buen humor-, tú permanecías en silencio, avergonzado ante esos artistas de ser nada más que un agente de Bolsa. Cuando, una noche, apareció en La Nouvelle Athenes Édouard Manet, el autor de Olympia, palideciste como si te fueras a desmayar. Abrumado por la emoción, apenas atinaste a balbucear un saludo. ¡Qué distinto eras entonces, Koke! ¡Qué lejos estabas aún de convertirte en lo que eras ahora! Mette no podía quejarse, pues seguías ganando buen dinero. En 1876 recibiste, además de tu sueldo, un bono de tres mil seiscientos francos, y, al año siguiente, cuando nació Aline, te mudaste de casa. El escultor Jules-Ernest Bouillotte alquiló un piso y un pequeño estudio en Vaugirard. Allí empezaste a modelar arcilla y tallar en mármol bajo la dirección del dueño de casa. La cabeza de Mette que esculpiste con tanto esfuerzo ¿era una pieza aceptable? N o lo recordabas.

– Debía ser difícil esa doble vida -observó Ky Dong-. Agente de Bolsa varias horas al día, y, en los huequecitos, la pintura y la escultura. Me recuerda mis épocas de conspirador, en Anam. De día, un circunspecto funcionario de la administración colonial. Y, de noche, la insurrección. ¿Cómo podías, Paul?

– No podía -dijo Paul-. Pero, qué iba a hacer. Era un burgués de principios. ¿Cómo mandar al diablo todo lo que llevaba a las espaldas, mujer, hijos, seguridad, buen nombre? Por fortuna, tenía la energía de un volcán. Cuatro horas de sueño me bastaban.

– Tengo que darte un consejo, ahora que estoy borracho -lo interrumpió Ben Varney, cambiando bruscamente de tema. Tenía ya la voz vacilante y sus ojos sobre todo revelaban que estaba ebrio-. Deja de pelearte con las autoridades de Atuona, porque te irá mal. Ellos son poderosos y, nosotros, no. No podremos ayudarte, Koke.

Paul se encogió de hombros y bebió un sorbito de ajenjo. Le costó esfuerzo apartarse de aquel hombre de treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro años, que había sido, allá en París, dividido entre sus obligaciones familiares y esa tardía pasión artística que se instaló en su vida con la voracidad de una solitaria. ¿De qué hablaba Varney? Ah, sí, de tu campaña a fin de que los maoríes no pagaran el «impuesto para caminos». Tus amigos también se alarmaron cuando explicaste a los nativos que, si vivían lejos de Atuona, no tenían obligación de llevar a sus hijos a la escuela. ¿Y qué te pasó? Nada.

La tormenta se había tragado el paisaje circundante. El mar vecino, los techos de Atuona, la cruz del cementerio en las faldas de la colina, habían desaparecido detrás de unas gasas blancas que se espesaban por segundos. Ya los tenían cercados. El vecino río Make Make, crecido, comenzaba a desbordarse, removiendo las piedras de su cauce. Paul pensó en los miles de pájaros, en los gatos salvajes y en los gallos cantores de Hiva Oa que estaba asesinando el temporal.

– Ya que Ben ha tocado el asunto, yo también me atrevo a aconsejarte -dijo Ky Dong, con mucho tacto-. Cuando, al comienzo del curso escolar, saliste a la Bahía de los Traidores a informar a los maoríes que traían a sus hijos donde los curas y monjas que no tenían obligación de hacerlo si vivían en localidades apartadas, te lo advertí: «Estás haciendo algo grave». Por tu culpa, el número de alumnos se ha reducido en las escuelas en una tercera parte, acaso más. El obispo y los curas no te lo van a perdonar. Pero, esto de los impuestos es todavía peor. No hagas más disparates, amigo.

Tioka salió de su severa inmovilidad y se rió, algo que hacía rara vez:

– Las familias maoríes que tenían que recorrer media isla para traer a sus hijos al colegio, están agradecidas de que les revelaras esa dispensa, Koke -murmuró, como festejando una picardía-. El obispo y el gendarme nos habían mentido.

– Es lo que hacen los curas y los policías, mentir -se rió Koke-. Mi maestro Camille Pissarro, que ahora me desprecia por vivir entre los primitivos, estaría encantado de oírme. Era ácrata. Odiaba las sotanas y los uniformes.

Un trueno prolongado, ronco y con gárgaras, impidió al príncipe anamita decir lo que pretendía. Ky Dong permaneció con la boca abierta, esperando que el cielo se calmara. Como no lo hacía, habló alto para hacerse oír en medio de la tormenta:

– Lo de los impuestos es mucho peor, Pau!. Ben tiene razón, cometes imprudencias -insistía, con su manera suave, felina, ronroneante-. Aconsejar a los indígenas que no paguen impuestos es motín, subversión.

– ¿Estás contra la subversión tú, condenado a la Isla del Diablo por querer segregar a Indochina de Francia? -lanzó una carcajada Pau!.

– No sólo lo digo yo -repuso el ex terrorista, muy serio-. Lo dicen muchos en el pueblo.

– Yo se lo he oído decir al nuevo gendarme, con esas mismas palabras -intervino Frébault, moviendo sus manazas-. Te tiene entre ojos, Koke.

– ¿Claverie, ese hijo de puta? Lástima que reemplazaran al simpático Charpillet por este energúmeno embrutecido -Paul hizo el simulacro de escupir-. ¿Saben desde cuándo me odia este gendarme? Desde que me encontró bañándome desnudo en el río, en Mataiea, al mes de llegar por primera vez a Tahid. El canalla me puso una multa. Lo peor no fue la multa, sino que hizo trizas mi sueño: Tahid no era, pues, el Paraíso terrenal. Había uniformados que impedían vivir a los seres humanos una vida libre.

– Estamos hablando en serio -intervino Ben Varney-. No es por fastidiarte ni entrometernos. Somos tus amigos, Paul. Puedes tener problemas. Lo de los colegios ya fue serio. Pero esto de los impuestos es peor.

– Mucho peor -repitió Ky Dong-. Si los nativos te hacen caso y dejan de pagar impuestos, irás a la cárcel por subversivo. Y quién sabe si tendrás la suerte que tuve yo. Llevas apenas un año aquí y ya te has hecho de enemigos. ¿No querrás terminar tus días en la Isla del Diablo, verdad?

– Tal vez allá, en la Guayana, esté lo que ando buscando por todas partes sin encontrarlo -fantaseó Paul, poniéndose grave-. Bebamos, amigos. N o nos preocupemos por el futuro. Además, todo indica allá arriba que acaba de empezar el fin del mundo en las Marquesas.

Los truenos y relámpagos habían retornado su estruendoso concierto y toda La Casa del Placer se estremecía y bailoteaba, como si las trombas de agua y las ráfagas de viento candente la fueran a descuajar y llevársela por los aires en cualquier momento. Las aguas del río vecino, desbordadas, comenzaban a anegar el jardín. Eran tus amigos, Paul. Se inquietaban por tu suerte. Decía la verdad: tú no eras nadie, apenas un aprendiz de salvaje sin dinero y sin fama, al que curas, jueces y gendarmes podían partirle el espinazo cuando quisieran. Te lo había advertido el gendarme Claverie, que era, también, juez y autoridad política de la isla de Hiva Oa: «Si sigue usted amotinando a los indígenas, le caerá encima todo el peso de la ley y sus pobres huesos no lo resistirán, queda advertido». Bien, gracias por la advertencia, Claverie. ¿Para qué te buscabas nuevos enredos y líos, Koke? ¿No era imbécil? Tal vez. Pero no era de justicia cobrar un «impuesto para caminos» a los miserables pobladores de una islita donde el Estado no había construido un metro de rutas, senderos o vías, y donde salir de Atuona era encararse por todos lados con un bosque abrupto y cerrado. Tú lo comprobaste en el viaje de pesadilla, yendo a mula hasta Hanaupe, para negociar tu matrimonio con Vaeoho. Por eso no podías moverte de aquí, Koke. Por eso no habías podido ir hasta el valle de Taaoa, a ver las ruinas con tikis de Upeke, algo que deseabas tanto. Menuda estafa ese impuesto. ¿Quién se embolsillaba el dinero que no se invertía aquí? Alguno o varios de esos parásitos repulsivos que ocupaban la administración colonial, en la Polinesia, o allá, en la metrópoli. ¡Jódanse! Tú seguirías aconsejando a los maoríes que se negaran a pagado. Dándoles el ejemplo, habías escrito a las autoridades exponiéndoles las razones por las que tú tampoco lo harías. ¡Bien hecho, Paul! Tu ex maestro ácrata, Camille Pissarro, aprobaría lo que haces. Y, allá, en el cielo o en el infierno, la agitadora con faldas, la abuela Flora, estaría aplaudiendo.