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Así estaba de cansada, después de una segunda reunión con un grupo de fourieristas de Montpellier, a pedido de ellos. Acudió a la cita, intrigada. Habían hecho una pequeña colecta y le entregaron veinte francos para la Unión Obrera. No era mucho, pero algo es siempre mejor que nada. Estuvo charlando y bromeando con ellos, hasta que una súbita fatiga la obligó a despedirse y volver al Hotel du Midi.

Allí 1; esperaban dos cartas. Abrió primero la de Eléonore Blane. La fiel Eléonore, siempre tan activa y afectuosa, le daba cuenta detallada de las actividades del comité de Lyon, los nuevos adherentes, las reuniones, las colectas, la venta de su libro, los esfuerzos para atraer a los obreros. La otra era de su amigo, el artista Jules Laure, con quien mantenía una estrecha relación. En los salones parisinos se decía que eran amantes y que Laure la mantenía. Lo primero era falso, pues, cuando Jules Laure, luego de pintar su retrato, cuatro año atrás, le declaró su amor, Flora, con cruda franqueza, lo rechazó. Le dijo, de manera categórica, que no insistiera: su misión, su lucha, eran incompatibles con una pasión amorosa. Ella, para dedicarse en cuerpo y alma a cambiar la sociedad, había renunciado a la vida sentimental. Por increíble que pareciera, Jules Laure la entendió. Le rogó que, ya que no podían ser amantes, fueran amigos, hermanos, compañeros. Yeso es lo que eran. En el pintor, Flora encontró alguien que la respetaba y quería, un confidente y un aliado, que le ofrecía amistad y apoyo en los momentos de desfallecimiento. Y, además, Laure, que tenía muy buena situación económica, la ayudaba a veces a superar los problemas materiales. Nunca más había vuelto a hablarle de amor ni tratado siquiera de cogerle la mano.

Su carta era portadora de malas noticias. El dueño de su departamento de 100, rue du Bac, la había echado por no pagar el alquiler varios meses seguidos. Sacó su cama y todos sus enseres a la calle. Cuando Jules Laure fue alertado y corrió a rescatados para llevados a un depósito, habían pasado varias horas. Temía que muchas de sus pertenencias hubieran sido robadas por gente del vecindario. Flora quedó un momento idiotizada. Su corazón se aceleraba, espoleado por la indignación. Con los ojos cerrados, imaginó la innoble operación, los cargadores contratados por ese cerdo con gabardina que olía a ajos, sacando muebles, cajas, ropas, papeles, haciéndolos rodar por la escalera, amontonándolos sobre los adoquines de la calle. Sólo buen rato después pudo llorar y desahogarse, insultando en voz alta a esos «miserables canallas», a esos «asquerosos rentistas», a esas «inmundas arpías». «Quemaremos vivos a todos los propietarios», rugía, imaginando en las esquinas de París las piras humeantes donde esas excrecencias se achicharraban. Hasta que, de tanto urdir maldades, se echó a reír. Una vez. más, esas fantasías malévolas la aplacaron: era un juego que practicaba desde su infancia en la rue du Fouarre y que siempre surtía efecto.

Pero, inmediatamente después, olvidando que se había quedado sin hogar y perdido sin duda buena parte de sus magros bienes, se puso a reflexionar sobre la manera de dar a los revolucionarios una mínima seguridad en lo que respecta a la vivienda y el sustento, mientras salían a ganar adeptos y predicar la reforma social. Le dio la medianoche trabajando, en su cuartito del hotel, a la luz de un candil chisporroteante, sobre un proyecto de «refugios» para revolucionarios que, a la manera de los conventos y casas de los jesuitas, los esperarían siempre, con una cama y un plato de sopa caliente, cuando salieran por el mundo a predicar la revolución.

XVIII. El vicio tardío Atuona, diciembre de 1902

– ¿Siempre quiso usted ser pintor, Paul? -preguntó, de pronto, el pastor Paul Vernier.

Habían bebido, comido la espléndida «tortilla babosa» del dueño de casa, y discutido sobre los problemas que, a juicio de Ben Varney y Ky Dong, le traerían a Paul sus desafíos a la autoridad con sus exhortaciones a los marquesanos a no pagar impuestos. Habían reído y fantaseado sobre el colerón que le daría al obispo Martin saber que Koke acababa de instalar, en su jardín, dos esculturas de madera que aludían a lo que más podía dolerle al purpurado: el monigote con cuernos, rezando, tenía la cara de monseñor y se titulaba Padre Lujuria, y la mujer, de grandes tetas y caderas que exhibía con obscenidad, Teresa, como la sirvienta, que, según vox populi en Atuona, era amante del obispo. Habían discutido sobre si el barco misterioso que cruzó frente a la isla, a la distancia, en medio de la lluvia y la niebla, era uno de esos balleneros americanos portadores de mala suerte, que tanto inquietaban a los nativos de Hiva Oa pues secuestraban gente de la isla para incorporarla a la fuerza a la tripulación. Pero, rindiéndose a los argumentos de Frébault y Ben Varney de que los balleneros ya no venían porque ya no había ballenas por aquí, habían decretado que el barco que divisaron no existía, que era un barco fantasma.

La súbita pregunta del pastor protestante de Atuona dejó a Paul desconcertado. Conversaban en el anegado jardín de La Casa del Placer. Felizmente, había dejado de llover. Las nubes, al abrirse hacía una hora, desnudaron un cielo de purísimo azul y el sol brilló muy fuerte. Había llovido diluvialmente toda la semana y este paréntesis de buen tiempo tenía a los cinco amigos de Paul-Ky Dong, Ben Varney, Émile Frébault, su vecino Tioka y el jefe de la misión protestante- muy contentos. Sólo el pastor Vernier no bebía alcohol. Los otros acariciaban en las manos vasos de ajenjo o de ron y tenían los ojos achispados.

– ¿Sintió la vocación de ser artista desde niño? -insistió Vernier-. Me interesa mucho el tema de las vocaciones. Religiosas o artísticas. Porque creo que hay en ambas mucho de común.

El pastor Vernier era un hombre enjuto e intemporal y hablaba con gran suavidad, acariciando las palabras. Tenía pasión por las almas y las flores; su jardín, extendido al pie de los dos hermosos tamarindos de la misión que Koke divisaba desde su estudio, era el mejor cuidado y el más fragante de Atuona. Se sonrosaba cada vez que Paul o los otros decían palabrotas o mencionaban el sexo. Miraba a Koke con verdadero interés, como si el asunto de la vocación de veras le importara.

– Bueno, a mí, el vicio este me atacó tardísimo -reflexionó Paul-. Hasta los treinta años no creo haber dibujado ni siquiera un monigote. Los artistas me parecían unos bohemios y unos maricones. Los despreciaba. Cuando dejé la marina, al fin de la guerra, no sabía qué hacer en la vida. Pero lo único que no se me pasaba por la cabeza era ser pintor.

Tus amigos se rieron, creyendo que hacías una de tus acostumbradas bromas. Pero era cierto, cierto, Paul. Aunque nadie lo entendiera, empezando por ti mismo. El gran misterio de tu vida, Koke. Lo habías sondeado mil veces, sin encontrar jamás una explicación. ¿Llevabas desde la cuna aquel gusanito en las entrañas? ¿Esperaba el momento, la circunstancia adecuada para manifestarse? Lo acababa de insinuar Ky Dong, que parecía escurrido en su pareo floreado:

– Es imposible que una vocación de pintor aparezca súbitamente en la vida de un hombre maduro, Pau!. Cuéntanos la verdad.

Ésa era la verdad, aunque tus amigos no te creyeran. En tu memoria no había rastro del menor interés por la pintura, ni por arte alguno, en los años que recorrías los mares del mundo en barcos de la marina mercante, ni después, cuando hacías el servicio militar en el ]éróme-Napoléon. Tampoco antes, en el internado de Orléans de monseñor Dupanloup. Tu memoria fallaba en estos últimos tiempos, pero de eso estabas seguro: ni de escolar ni de marino jamás pintaste un boceto, ni visitaste un museo, ni entraste a una galería de arte. Y, cuando te liberaron del servicio y fuiste a vivir a París donde tu tutor Gustave Arosa, tampoco prestaste mayor atención a las pinturas que colgaban en sus paredes; sólo mirabas con curiosidad las figurillas de barro cocido de los antiguos incas que tenía tu tutor, pero ¿por razones artísticas o porque te recordaban aquellos muñequitos de los mantos prehispánicos que te intrigaron tanto, de niño, en Lima, en la casa del tío abuelo don Pío Tristán?