Изменить стиль страницы

El filósofo y economista Claude- Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, visionario de la «sociedad de productores y sin fricciones», había muerto en 1825 y su heredero, el esbelto, elegante, refinado e iluminado Prosper Enfantin, seguía siendo jefe de los sansimonianos hasta hoy. Él fue uno de los primeros a quien enviaste tu librito, con una dedicatoria devota. Enfantin te invitó a una reunión de seguidores en Saint-Germain-des-Prés. ¿Recuerdas tu deslumbramiento al estrechar la mano de ese sacerdote laico por el que desfallecían las parisinas? Era apuesto, locuaz y carismático. Había estado en la cárcel, a resultas del primer experimento de sociedad sansimoniana en Ménilmontant, donde, para estimular la solidaridad entre los compañeros y aniquilar el individualismo, Enfantin diseñó aquellos uniformes fantasiosos: unas túnicas con abotonadura en la espalda que sólo se podían cerrar con ayuda de otra persona. Prosper Enfantin había viajado hasta Egipto, en busca de la mujer-mesías, que, según la doctrina, sería la redentora de la humanidad. No la encontró y seguía buscándola. Ahora, esos aspavientos feministas de los salsimonianos te parecían poco serios, un juego lujoso y frívolo. Pero en 1835 te llegaban al alma, Florita. Con qué reverencia observabas la silla vacía que, junto a la del Padre Prosper Enfaritin, presidía las reuniones sansimonianas. ¿Cómo no te iba a conmover descubrir que no estabas sola, que, en París, otros, como tú, encontraban intolerable que la mujer fuera considerada un ser inferior, sin derechos, un ciudadano de segunda clase? Ante aquella silla vacía de las ceremonias de los discípulos de Saint-Simon, empezaste a decirte, en secreto, como rezando: «La salvadora de la humanidad serás tú, Flora Tristán»..

Pero, para ser la mujer-mesías de los sansimonianos había que formar pareja -meterse a la cama, simplemente- con Prosper Enfantin. A muchas parisinas las tentaba. A ti, no. Hasta ahí llegaba tu celo reformista. La libertad sexual que estos movimientos predicaban te parecía -aunque no lo dijeras- una coartada para el libertinaje, y, en eso, no estabas dispuesta a seguidos. Porque la vida sexual te seguiría inspirando, hasta conocer a Olympia Maleszewska, la misma repugnancia que el recuerdo de André Chazal.

Si el conde de Saint-Simon estaba muerto hacía tiempo, Charles Fourier, en cambio, en aquel año de 1835 estaba vivo. Tenía sesenta y tres años y le quedaban dos por vivir. Lo conociste, Andaluza. Y nueve años después, pese a lo mal que ahora pensabas de sus discípulos, esos teóricos e inactivos falansterianos, a él lo recordabas con admiración. Y, aunque lo trataste poco, con cariño filial, Fourier fue la primera persona a la que enviaste Sobre la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras, ofreciéndole tu colaboración con palabras exaltadas: «Usted, maestro, encontrará en mí una fuerza poco común entre las de mi sexo, una urgencia por hacer el bien». Y, menuda sorpresa, el noble y pulcro viejecito, con su levita muy bien planchada y sus bondadosos ojos claros se apareció en persona en el 42, rue du Cherche-Midi, para agradecerte el libro y felicitarte por tus ideas renovadoras y tu espíritu justiciero. ¡Uno de los días más felices de tu vida, Florita!

Tuviste grandes dificultades para entender algunas de sus teorías (que existía un orden social equivalente al del universo físico descubierto por Newton, por ejemplo; o el paso de la humanidad por ocho estados de salvajismo y barbarie antes de llegar a la Armonía, donde alcanzaría la felicidad leíste La teoría de los Cuatro Movimientos, El nuevo mundo industrial y societario e innumerables artículos aparecidos en La Phalange y otras publicaciones fourieristas. Pero, era sobre todo él, por la resplandeciente limpieza moral que emanaba de su persona, la frugalidad de su vida -vivía solo, en el modestísimo pisito de la rue Saint-Pierre, en Montmartre, atiborrado de libros y papeles, donde le llevaste un día un reloj de arena de regalo-, su bondad, su horror a toda forma de violencia y su confianza a machamartillo en la buena entraña de los seres humanos, lo que, en aquellos años de 1835, 1836 Y 1837, te hicieron sentirte discípula de ese generoso sabio. Fourier también estaba contra el matrimonio y creía como tú que esta malhadada institución hacía de la mujer un objeto de uso, sin dignidad ni libertad. Su teoría de que, organizando el mundo en falansterios, unidades de cuatrocientas familias cada una, sin explotadores ni explotados, donde el trabajo y sus frutos se repartirían de manera equitativa, remunerando más los quehaceres más ingratos y menos los más placenteros, y donde reinaría la más absoluta igualdad entre hombres y mujeres, al principio te hechizó. Esta doctrina daba forma concreta a tus anhelos de justicia para la humanidad.

Pero nunca pudiste conformarte a aquellos aspectos de la filosofía de Fourier que concernían al sexo. ¿Era tu culpa? Olympia creía que sí. Comprendías las altruistas intenciones del maestro: que nadie, por sus vicios o manías, quedara excluido de la sociedad ni de la dicha. Santo y bueno. Pero ¿era realizable aquello de formar falansterios por afinidades sexuales, reuniendo a los invertidos, a las sáficas, a los que gozaban recibiendo o impartiendo dolor, a los mirones y onanistas, en pequeños enclaves donde se sentirían normales? Aunque no tenías argumentos para refutada, la sola idea de aquella tesis te hacía ruborizar. y sospechabas que la propuesta era demasiado osada para ser realista. Además, imaginar la vida en aquellos falansterios de excéntricos sexuales, practicando lo que el maestro Fourier llamaba «la orgía noble», te provocaba escalofríos. Olympia tenía razón cuando, jugando con tu cuerpo en el lecho, te hacía enrojecer de pies a cabeza con sus caprichos: «Eres una puritana, Florita, una monjita laica».

Desde luego que compartías la afirmación de Fourier de que la civilización está en relación directamente proporcional con el grado de independencia del que disfrutan las mujeres. Otras afirmaciones suyas te dejaban confusa. Como la absoluta seguridad del anciano de que el mundo duraría exactamente ochenta mil años y de que en ese tiempo cada alma transmigraría entre la Tierra y otros planetas ochocientas diez veces y tendría mil seiscientas veintiséis existencias. ¿No parecía todo eso más cerca de la superstición que de la ciencia?

De otra parte, se te encogía el corazón viendo, o imaginando, al sabio viejecillo, cada mediodía, levantándose presuroso de los cafetines del Palais Royal donde iba a escribir y leer, para remontar la colina de Montmartre, rumbo a su casita de la rue de Saint-Pierre, a esperar, según lo había anunciado desde 1826, al mecenas, el capitalista rico e ilustrado que vendría a comunicarle que estaba dispuesto a financiar el primer falansterio, semilla de la futura humanidad feliz. Te llenaba los ojos de lágrimas pensar que, con su indestructible fe en la bondad innata de los seres humanos, desde 1826 hasta la víspera de su muerte, ello de octubre de 1837, Charles Fourier estuvo esperando, en su casa, de doce a dos, al visitante que nunca llegó. ¿Había algo más patético que esa larga e inútil espera de once años?

Los discípulos de Fourier, empezando por Victor Considérant, el director de La Phalange , no lo pensaban así. Todavía ahora, en 1844, siete años después de muerto el maestro, eran capaces de creer en capitalistas capaces de actos magnánimos. ¿Magnánimos? Suicidas, más bien. Pues, en el hipotético caso de que el falansterianismo triunfara, el capitalismo desaparecería en el mundo. Pero, no ocurriría, y tú, Florita, a pesar de tu escasa ciencia, entendías muy bien por qué. Los capitalistas serían malvados y egoístas, pero sabían lo que les convenía. Jamás financiarían un patíbulo para que les cortaran el pescuezo. Por eso ya no creías en los fourieristas, por eso los mirabas con conmiseración. Pese a ello, habías mantenido una buena relación con Victor Considérant, quien, desde 1836, te publicó en La Phalange cartas y artículos, a veces muy críticos de la propia revista. Y, a pesar de ser consciente de que ya no estabas con ellos, te dio cartas y recomendaciones para esta gira por el interior de Francia.