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Para celebrar su momentánea mejoría, el gendarme Désiré CharpilleTtuvo la idea de nombrado -ya que era un artista- juez del tradicional concurso musical que se llevaba a cabo el 14 de julio entre los coros de los dos colegios de la isla, el católico y el protestante. La rivalidad entre ambas misiones se manifestaba en las cosas más nimias. Tratando de no envenenar más esta rivalidad, Paul optó por un fallo salomónico: empate entre los concursantes. Pero esa repartición dejó insatisfechas a las dos iglesias, que quedaron ambas enojadas con él. De manera que debió retirarse hacia La Casa del Placer en medio de las recriminaciones y la hostilidad general.

Pero, cuando el carrito tirado por el pony llegó a su casa, lo recibió una agradable sorpresa. Ahí estaba su vecino, Tioka, el maorí de la barba blanca, esperándolo. Muy serio, le dijo que, luego del tiempo transcurrido, lo consideraba un verdadero amigo. Venía a proponerle que celebraran la ceremonia de la amistad recíproca. Era muy simple. Consistía en intercambiar los nombres respectivos, sin perder los propios. Así lo hicieron, y, desde entonces, su vecino pasó a llamarse Tioka-Koke, y él, Koke-Tioka. Ya eras todo un marquesano, Paul.

XVII. Palabras para cambiar el mundo Montpellier, agosto de 1844

Flora se había prometido que su estancia en Montpellier, adonde llegó el 17 de agosto de 1844 luego de Nímes, sería de absoluto descanso. Necesitaba recuperarse. Estaba agotada; la disentería le duraba ya dos meses y cada noche sentía en el pecho, acompañada de fuertes punzadas, la bala junto a su corazón. Pero el destino decidió otra cosa. El Hotel du Cheval Blanc, que le habían reservado, al descubrir que viajaba sola le dio con la puerta en las narices. «Como en todos los establecimientos decentes, en éste sólo admitimos damas que vienen con sus padres o esposos», la amonestó el administrador.

Iba a responderle «Pues en Nímes me dijeron que el Hotel du Cheval Blanc era poco menos que el burdel de Montpellier», cuando un agente viajero llegado al mismo tiempo que ella se adelantó a ofrecerse como valedor de la señora. El hotelero titubeaba. Flora se sentía conmovida, cuando advirtió que el galante caballero insistía en tomar una sola habitación para los dos. «¿Me cree usted una puta?», lo encaró, al tiempo que le descargaba una sonora bofetada. El infeliz quedó alelado, frotándose la cara. Ella salió a las calles de Montpellier, cargada de maletas, a buscar un refugio. Sólo lo encontró a mediodía, el Hotel du Midi, un hotelito en construcción en el que resultó la única inquilina. Los siete días en la ciudad vivió escoltada por la bulla y el trajín de albañiles y trabajadores que, colgados de los andamios, rehacían y ampliaban el local. Estaba tan cansada que, pese al agobio del ruido, renunció a buscar otro albergue.

Los primeros cuatro días no celebró reunión alguna con obreros ni con los sansimonianos y fourieristas locales para los que traía cartas de recomendación. Pero no fueron días de reposo. La hinchazón del vientre y los retortijones la atormentaban tanto que debió ver a un médico. El doctor Amador, recomendado por el hotel, resultó ser español y Flora se alegró de practicar con él esa lengua que, desde su regreso del Perú, diez años atrás, apenas había tenido ocasión de hablar. El doctor Amador, fanático de la homeopatía, a la que, poniendo los ojos en blanco, llamaba «la ciencia nueva», era un cincuentón fino, culto, moreno y alargado, de simpatías sansimonianas y convencido de que la «teoría de los fluidos» de Saint-Simon, clave para entender la evolución de la historia, explicaba también el cuerpo humano. «La técnica y la ciencia económica son las fuerzas transformadoras de la sociedad, doña Flora», le decía, con voz de barítono. Era grato conversar con él. Fiel a sus convicciones homeopáticas de que el mal con el mal se cura, le recetó un preparado de arsénico y azufre, que Flora bebió con aprensión, temerosa de envenenarse. Pero, desde el segundo día de tomar la extraña pócima, experimentó notable mejoría.

Este hombre atento y respetuoso, que te escuchaba con deferencia aun cuando en muchos temas discreparan, se asemejaba a los primeros «hombres modernos» que, gracias a tu audacia y tesón, conociste en París, a principios de 1835, a tu regreso del Perú, luego de esa endemoniada travesía en barco en la que estuviste a punto de ser violada por un pasajero impertinente y degenerado, el Loco Antonio. ¿Te acuerdas, Florita? En las noches trataba de forzar tu camarote, sin que el capitán de la nave lo llamara al orden; debía estar acostumbrado a que sus pasajeros asaltaran a las señoras que viajaban solas. Tú se lo reprochaste y el capitán Alencar, a modo de excusa, te respondió esta instructiva imbecilidad: «Usted es la primera señora a la que veo viajar sola en mis treinta años de lobo de mar». ¡Vaya viajecito de espanto que fue tu regreso a Francia, por culpa del mareo y del Loco Antonio!

Pero, qué te importó ese mal trago en aquellos primeros meses en París, en tu departamentito recién alquilado de la rue Chabanais. La modesta pensión del tío Pío Tristán te permitía vivir con decoro. Cargada de ímpetus e ilusiones gracias al año pasado en el Perú, más rico en enseñanzas que cinco años en la Sorbona, volviste a Francia decidida a ser otra, a romper las cadenas, a vivir plenamente y libre, resuelta a llenar las lagunas de tu espíritu, a cultivar tu inteligencia, y, sobre todo, a hacer cosas, muchas cosas, para que la vida de las mujeres fuera mejor de lo que había sido para ti.

En ese estado de ánimo escribiste, a poco de llegar a Francia, tu primer libro. Mejor dicho, librito, folleto de pocas páginas: Sobre. la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras. Ahora, ese texto romántico, sentimental, lleno de buenas intenciones acerca de la nula o mala acogida que recibían las forasteras en Francia, te avergonzaba por su ingenuidad. ¡Proponer la creación de una sociedad para ayudar a las extranjeras a instalarse en París, encontrarles alojamiento, presentarles gente y ofrecer consuelo a las necesitadas! ¡Una sociedad cuyos miembros harían un juramento y tendrían un himno y unas insignias con los tres blasones de la institución: Virtud, Prudencia y Propaganda contra el Vicio! Sofocada por la risa -qué tonta eras entonces, Florita-, se desperezó, en su estrecho cuartito del Hotel du Midi. Tampoco tú pudiste escapar a la epidemia de formar sociedades que padecía Francia.

Fue un texto juvenil, que denotaba tu incultura, aquel que el dueño de la imprenta Delaunay, en el Palais Royal, debió corregir de principio a fin por la cantidad de faltas de ortografía del manuscrito. ¿No había en él nada rescatable, con todo lo que habías madurado? Algo, sí. Por ejemplo, tu profesión de fe -«Una creencia, una religión, la más bella y la más santa: el amor a la humanidad»- y tus ataques al nacionalismo: «Nuestra patria debe ser el universo». Crear sociedades era la obsesión de sansimonianos y fourieristas. ¿ Ya estabas, pues, en relación con ellos cuando salió el folleto?

Sólo por lecturas. Leíste mucho en tu pisito de la me Chabanais, y luego en el de la me du Cherche-Midi, en 1835, 1836, 1837, pese a los dolores de cabeza que te daba André Chazal. Tratabas de asimilar aquellas ideas, filosofías, doctrinas, que representaban la modernidad, en las que veías el arma más eficaz para conseguir la emancipación de la mujer. De Le Globe de los sansimonianos a La Phalange de los fourieristas, pasando por todos los folletos, libros, artículos, conferencias a los que podías echar mano, querías leerlo todo. Horas de horas haciendo apuntes, fichas, extractos, en tu casa o en los dos gabinetes de lectura a los que te abonaste. Con qué ilusión buscabas relacionarte con sansimonianos y fourieristas, las dos corrientes que en aquellos años -todavía no conocías las ideas de Étienne Cabet ni las del escocés Rover Towen- te parecían las más avanzadas para alcanzar el objetivo: la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer.