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Si algo tenías que agradecerle al Holandés Loco era que él, por primera vez, te abrió el apetito por la Polinesia. Gracias a una novelita que cayó en sus manos y que le encantó: Rarahu 'OET matrimonio de Loti, de un oficial de la marina mercante francesa, Pierre Loti. Ocurría en Tahití y describía un Paraíso terrenal antes de la caída, con una naturaleza bella y ubérrima y unas gentes libres, sanas, sin prejuicios ni malicia, que se entregaban a la vida y al placer con naturalidad, de manera espontánea, llenas de entusiasmo y vigor primitivos. Vaya paradojas que tenía la vida, ¿no, Koke? Era Vincent el que soñaba con la huida de la decadente Europa del dinero hacia un mundo exótico, en busca de esa fuerza elemental y religiosa que la civilización había amputado al Occidente. Pero él no había podido escapar de la cárcel europea. Tú, en cambio, habías llegado a Tahití, y ahora hasta las Marquesas, tratando de hacer realidad aquello con que el Holandés Loco soñaba.

– Te di gusto, hice realidad tu sueño, Vincent-gritó, a voz en cuello-. Aquí está, pues, La Casa del Placer, La Casa del Orgasmo, con la que tanto me jodías la vida en Arles. No resultó lo que pensábamos. ¿Te das cuenta, no, Vincent?

No había nadie alrededor y nadie podía responderte. Sólo el gato y el perro que acababas de incorporar a la recién terminada casa de Atuona estaban allí, mirándote atentos, como si entendieran el significado de esos rugidos que lanzabas al vacío y que sin duda espantaban a los gallos, gatos y caballitos salvajes de que estaban repletos los bosques de Hiva Oa.

También de religión hablaron y discutieron mucho en Arles. Qué distinta era una formación protestante, puritana, como la que recibió Vincent, de la católica en que te formaron a ti, en los diez años que pasaste, entre 1854 y 1864, en el pequeño seminario de la Chapelle Saint-Mesmin, cerca de Orléans, bajo la guía espiritual del obispo Dupanloup. ¿Cuál era mejor, Koke, para enfrentar la vida? La de Vincent era más intensa, más austera, más estricta, más fría, más honesta y, también, más inhumana. La católica era más cínica, más acomodaticia con la naturaleza corrupta del hombre, más lujosa y creativa desde el punto de vista cultural y artístico, y, probablemente, más humana, más cerca de la realidad, de la vida posible. ¿Recuerdas aquella noche de lluvia y de mistral en que, encerrados en La Casa Amarilla, el Holandés Loco se puso a hablar de Cristo como de un artista? Tú no lo interrumpiste ni una sola vez, Paul. Cristo era el más grande de los artistas, decía Vincent. Pero despreció el mármol, la greda, las pinturas, y prefirió trabajar sus obras en la carne viva de los seres humanos. No hizo estatuas, cuadros, ni poemas. Hizo seres inmortales, creó los instrumentos gracias a los cuales los hombres y mujeres podían hacer de sus vidas una perfecta y bellísima obra de arte. Habló mucho rato, bebiendo ajenjo a tragos cortos, y diciendo a veces cosas que tú no alcanzabas a descifrar. Pero sí comprendiste, y no olvidaste nunca, aquello que, al amanecer, le oíste poco menos que rugir a Vincent, con lágrimas en los ojos:

– Quiero que mi pintura conforte espiritualmente a los seres humanos, Paul. Como los confortaba la palabra de Cristo. El «halo» sugería lo eterno en la pintura clásica. Ese «halo» es lo que ahora yo trato de reemplazar por la irradiación y la vibración del color en mis pinturas.

Desde entonces, Paul, aunque nunca te entusiasmó mucho ese espectáculo de luces cegadoras, esos fuegos de artificio que eran los cuadros de Vincent, consideraste esos colores desmedidos, violentos, con más respeto que antes. Había en el Holandés Loco una vocación de martirio que a ti, a veces, te daba escalofríos.

Pese a que no se sentía bien, la instalación en Atuona, la construcción de La Casa del Placer, los nuevos amigos, animaron a Koke. Las primeras semanas en su nueva residencia estuvo contento, lleno de proyectos. Sin embargo, aunque a regañadientes, poco a poco fue comprendiendo que las Marquesas, si habían sido en algún momento el Paraíso, ya habían dejado de serlo. Como Tahití. Las marquesanas eran bellísimas, eso sí, más todavía que las tahitianas. Al menos, así le parecía a él. Porque Ky Dong, el gendarme Désiré Charpillet, Émile Frébault y su vecino Tioka le decían, riéndose, que su mala vista lo traicionaba, pues muchas de esas despercudidas marquesanas que iban a La Casa del Placer a que les mostrara sus fotos pornográficas -su colección se hizo famosa en toda Hiva Oa- y a las que él fotografiaba y manoseaba con descaro delante de sus maridos, no eran siempre las jóvenes atractivas que él creía, sino unas viejas feas, y, algunas, con caras y cuerpos averiados por la elefantiasis, la lepra y la sífilis, que hacían estragos en la población nativa. Bah, no te importaba. Ojos que no ven, corazón que no siente. Es cierto que tus pobres ojos veían cada vez menos. Pero ¿no habías sostenido tú, desde hacía mucho tiempo, que el verdadero artista no busca sus modelos en el mundo exterior, sino en la memoria, ese mundo privado y secreto que se puede contemplar con una conciencia que tú tenías en mejor estado que tus pupilas? Era el momento de verificar si tu teoría funcionaba, Koke.

Esto había sido motivo de ásperas discusiones con Vincent, allá en Arles. El Holandés Loco se proclamaba pintor realista y decía que el artista debía salir al aire libre y plantar sus caballetes en medio de la Naturaleza a fin de encontrar en ella inspiración. Para llevar la fiesta en paz, en sus primeras semanas en Provenza, Paulle dio gusto. Los dos amigos fueron con sus caballetes, paletas y pinturas a instalarse mañana y tarde en Les Alyscamps, la gran necrópolis romana y paleocristiana de Arles, y pintaron, cada uno, varios cuadros de la gran alameda de tumbas y sarcófagos que, escoltados por rumorosos álamos, conducía a la iglesita de San Honorato. Pero, no mucho después, las lluvias y los soplidos del mistral hicieron imposible seguir pintando al aire libre y debieron encerrarse en La Casa Amarilla, a trabajar buscando sus temas en sus recuerdos y fantasías en vez del mundo natural, como quería Paul.

Lo que más te dolió fue tener que aceptar que, por lo menos en esta isla de las Marquesas, no quedaba rastro de canibalismo. Una práctica que a ti -oyéndote, tus nuevos amigos se rascaban la cabeza, espeluznados- no te parecía salvaje y reprobable, sino viril, natural, signo de una cultura fogosa, joven, creativa, en constante recreación de sí misma, no contaminada de conformismo y decadencia. Nadie creía, en Atuona, que los marquesanos comieran carne humana todavía, ni en esta ni en las otras islas; en un remoto pasado, sin duda, pero, ahora, no. Se lo aseguró su vecino Tioka y lo corroboraron todos los nativos a quienes interrogó, entre ellos una pareja de la isla de Tahuata, donde había muchos pelirrojos. La mujer de Haapuani -lo llamaban el Brujo-, Tohotama, lo era. Su larga cabellera le barría las espaldas hasta la cintura y despedía, a las horas de sol fuerte, reflejos rosados. Tohotama se convertiría en su modelo preferida en Atuona. Más todavía que Vaeoho, una chiquilla de catorce años -la edad de tus amores, Koke-, su mujer a partir del tercer mes en Hiva Oa.

Obtener a Vaeoho requirió una excursión al interior de la isla, al valle de Hanaupe, el único viaje que el cuerpo maltratado de Koke le permitió hacer en Hiva Oa. Lo acompañaron Ky Dong, gran conocedor de las costumbres isleñas, y Tioka, perfectamente bilingüe. El azaroso trayecto de diez kilómetros a lomo de bestia por unos bosques espesos y húmedos llenos de avispas y mosquitos que le inflamaron toda la piel, dejó a Paul hecho una ruina. La chiquilla era hija del jefe local de un pequeño poblado indígena, Hekeani, y el regateo con el cacique duró varias horas. Al final, para poder llevarse a la chiquilla consintió en pagar una lista de regalos que compró en el almacén de Ben Varney y que le costó más de doscientos francos. No se arrepintió. Vaeoho era bella, hacendosa, risueña, y aceptó darle clases de marquesano, pues el maorí de aquí era distinto del tahitiano. Aunque a veces la hada posar, Koke prefería como modelo a la pelirroja Tohotama cuyos pechos turgentes, grandes caderas, gruesos muslos, lo excitaban. Algo que no le ocurría ya con la misma frecuencia de antes. Con Tohotama, sí. Cuando venía a posar, siempre se daba maña para acariciarla, a lo que ella se prestaba sin entusiasmo, con aire aburrido. Hasta que una tarde, en que tenía en el cuerpo bastantes copas de ajenjo, acabó por empujarla a la cama del estudio. Mientras le hada el amor, oía a sus espaldas, riendo y cuchicheando, a su flamante mujer, Vaeoho, y al Brujo Haapuani, el marido de Tohotama, divertidos con el espectáculo.