Изменить стиль страницы

Ahora te apiadabas del Holandés Loco y lo recordabas incluso con ternura. Pero, en aquel octubre de 1888, cuando, accediendo a sus exhortaciones y a la presión de Theo van Gogh para que escucharas los llamados de su hermano, fuiste a vivir con él a Arles, habías llegado a detestado. ¡Pobre Vincent! Se hizo tantas ilusiones con tu venida, con la idea de que tú y él serían los pioneros de esa comunidad de artistas -un verdadero monasterio, un Edén en miniatura- con que fantaseaba, que el fracaso de su proyecto acabó con su sanidad, lo enloqueció y lo mató.

Entre los viajes pesadillescos que Paul había hecho en su vida, figuraban en lugar estelar aquellas quince horas con seis cambios de tren, que le tomó llegar de PontAven, en Bretaña, a Arles, en Provenza. Partió apenadísimo de Pont-Aven M1í quedaba un buen número de pintores amigos que lo consideraban su maestro, y, sobre todo, Émile Bernard y su hermana, la dulce Madeleine. Llegó a la estación de Arles, molido, a las cinco de la madrugada del 23 de octubre de 1888, y, para no despertar a esas horas a Vincent, se refugió en un cafecito contiguo. Para sorpresa suya, nada más vedo entrar, el patrón lo reconoció: «¡Ah, el artista amigo de Vincent!». El Holandés Loco le había mostrado el autorretrato que Paulle envió, en el que encarnaba a Jean Valjean, el héroe de Los miserables. El patrón del café, ayudándolo a cargar maletas y bultos, lo llevó hasta la Plaza Lamartine, en los extramuros de la ciudad, al pie de la Puerta de la Caballería, una de las que daban acceso a la antigua ciudad, no lejos del anfiteatro y el coliseo romanos. En una esquina de la Plaza Lamartine, la más cercana a las orillas del Ródano, estaba La Casa Amarilla que el Holandés Loco alquiló unos meses atrás, para recibido. La había pintado, amueblado, decorado y llenado sus paredes de cuadros, trabajando día y noche y preocupándose con verdadero fanatismo de todos los detalles, para que Paul se sintiera a gusto y con ánimos de pintar en su nuevo hogar.

Pero, no te habías sentido bien en La Casa Amarilla, Paul. Más bien desagradado por esa efusión de colores que cegaban y mareaban, que saltaban agresivos a tu encuentro donde volvieras la vista, y, también, incómodo por la obsequiosidad y los halagos con que Vincent te recibió y te fue mostrando, ansioso por saber si lo aprobabas, el despliegue que había hecho en La Casa Amarilla para causarte una buena impresión. En verdad, te despertó recelo y cierta angustia. Era tan excesivamente efusivo y amable este Vincent que, desde ese primer día, empezaste a sentir que con alguien así tu libertad se vería recortada, que no tendrías vida propia, que Vincent sería un invasor de tu intimidad, un efusivo carcelero. Esta Casa Amarilla podía convertirse, para un hombre tan libre como tú, en una prisión.

Pero, ahora, a la distancia, recordado desde esta Casa del Placer de majestuosa perspectiva, el Holandés Loco, sobreexcitado, infantil, pendiente de ti como un enfermo del médico que le salvará la vida, se te aparecía sobre todo en su vertiente de ser desvalido y bueno, de infinita generosidad, sin envidias, rencores ni pretensiones, entregado al arte en cuerpo y alma, viviendo como un pordiosero y sin que le importara lo más mínimo, hipersensible, obsesivo, vacunado contra toda forma de felicidad. Se aferró a ti como náufrago a una tabla, te creyó un sabio y un fuerte que podía enseñarle a sobrevivir en esta jungla. ¡Tamaña responsabilidad te echó encima, Paul! Vincent, que entendía de arte, de colores y de telas, no entendía absolutamente nada de la vida. Por eso fue siempre desdichado, por eso se loqueó y acabó disparándose un tiro en la barriga a los treinta y siete años. ¡Qué injusticia que esos cuervos frívolos, esos parisinos ociosos ahora te echaran la culpa de la tragedia de Vincent! Cuando fuiste tú el que, en esos dos meses de convivencia en Arles, estuviste a punto de volverte loco, e, incluso, hasta de perder la vida por el holandés.

Desde el principio todo funcionó bastante mal en La Casa Amarilla. Empezando por el desorden, que Paul detestaba y que era el elemento natural en el que se movía Vincent. Hicieron una estricta distribución del trabajo: Paul cocinaba, el holandés hacía la compra, y ambos, un día uno, al siguiente el otro, se encargaban del aseo. En verdad, Paul hacía el aseo y Vincent el desaseo. El primer motivo de querella fue la canasta de gastos. En un ensayo de esa propiedad. colectiva que implantaría la futura comunidad de artistas, el Estudio del Sur que fundarían en un país exótico, harían una bolsa común, donde depositaban el dinero que les enviaba desde París Theo van Gogh. Con una libretita y un lápiz para que cada uno anotara la cantidad que cogía. Paul terminó protestando: Vincent se llevaba la parte del león, sobre todo con lo que eufemísticamente anotaba como «actividades higiénicas», los polvos con Rachel, una prostituta joven y filiforme con la que acostumbraba acostarse en el burdel de madame Virginie, situado no lejos de La Casa Amarilla, en una de las callejuelas que salían de la Plaza Lamartine.

El barrio rojo de Arles fue otro motivo de discusión. Paul reprochaba a Vincent que sólo hiciera el amor con prostitutas; él, en cambio, en vez. de pagar prefería seducir a las mujeres. Algo que, por lo demás, resultó bastante fácil con las arlesianas, a las que su apostura, su labia, y su desenvuelta exuberancia encantaban. Vincent le aseguró que, antes de la venida de Paul, iba donde madame Virginie un par de veces al mes; en cambio, ahora, dos por semana. Ese furor sexual recientísimo lo angustiaba; estaba convencido de que la energía que se le iba en «fornicar» (usaba esta palabra de ex predicador luterano), se la restaba a su trabajo de artista. Paul se burlaba de los prejuicios puritanos del ex pastor. A él, por el contrario, nada daba tanto ímpetu para coger los pinceles como tener la verga satisfecha.

– No, no -se exasperaba el Holandés Loco-. Mis mejores cuadros los he pintado en los períodos de total abstinencia sexual. ¡Mi pintura espermática! La pinté con toda esa energía sexual que volqué en las telas en vez de las mujeres.

– Vaya idiotez, Vincent. O, será, tal vez, que yo tengo energía sexual de sobra, para mis pinturas y mis mujeres.

Tenían más desacuerdos que afinidades, y, sin embargo, a veces, cuando lo oías hablar con tanto candor e ilusión de esa comunidad de artistas-monjes, apartados del mundo, refugiados en un país lejano y primitivo, sin vínculos con la civilización materialista, entregados en cuerpo y alma a la pintura e inmersos en una fraternidad sin sombras, te dejabas arrastrar por el sueño de tu amigo. ¡Era emocionante, claro que sí! Había algo hermoso, noble, desinteresado, generoso, en ese anhelo del holandés de fundar esa pequeña sociedad de artistas puros, de creadores, de soñadores, de santos laicos, consagrados al arte como los caballeros medievales se consagraban a luchar por un ideal o una dama, un sueño no muy distinto, tal vez, de los que alentó tu propia abuela, cuando, medio muerta, recorría Francia tratando de reclutar adeptos para esa revolución que acabaría con los males de la humanidad. La abuela Flora y el Holandés Loco se hubieran entendido, Koke.

Hasta sobre el Estudio del Sur tuvieron desavenencias. Una noche, en el café de la simétrica Plaza Forum en cuya terraza solían tomar un ajenjo después de la cena, Vincent propuso a Paul que invitaran al pintor Seurat a integrar la comunidad de artistas. «¿A ese fabricante de puntitos que se hace pasar por un creador?», exclamó él. «Jamás.» Propuso, en cambio, reemplazar al puntillista por Puvis de Chavannes, al que Vincent detestaba tanto como Paul a Seurat. La discusión se prolongó hasta el amanecer. A ti se te olvidaban pronto las disputas, Paul; no a Vincent. Quedaba pálido, angustiado, rumiando el asunto por varios días. Para el Holandés Loco nada era intrascendente, banal, todo tocaba un centro neurálgico de la existencia, los grandes problemas: Dios, la vida, la muerte, la locura, el arte.