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Tiempo después tuvo la seguridad de que alguno de sus amigos, sin duda el fiel, el leal Tioka Timote, su hermano de nombre, estaba allí, sentado a su vera. Quiso contarle muchas cosas. Quiso contarle que, siglos atrás, luego de huir de Arles y del Holandés Loco, el mismo día que llegó a París asistió a la ejecución pública del asesino Prado y que la imagen de esa cabeza que la guillotina cercenaba, en la lívida luz del amanecer, entre las risotadas de la muchedumbre, se le aparecía a veces en las pesadillas. Quiso contarle que, hacía doce años, en junio de 1891, al llegar a Tahití por primera vez, había visto morir al último de los reyes maoríes, el rey Pomare V, ese inmenso, elefantiásico monarca al que le había reventado el hígado, por fin, después de pasarse meses y años bebiendo día y noche un cóctel homicida de su invención, compuesto de ron, brandy, whisky y calvados, que hubiera aniquilado en pocas horas a cualquier ser normal. Y que, su entierro, seguido y llorado por millares de tahitianos venidos a Papeete de toda la isla y de las islas vecinas, había sido al mismo tiempo fastuoso y caricatural. Pero tuvo la impresión de que el incierto interlocutor al que se dirigía no podía escucharlo, o entenderlo, pues se inclinaba mucho hacia él, casi hasta rozarlo, como para poder captar algo de lo que decía o comprobar si todavía respiraba. No valía la pena tratar de hablar, gastar tanto esfuerzo en las palabras, si nadie te entendía, Paul. Tioka Timote, que era protestante y no bebía, hubiera condenado severamente las costumbres disolutas del rey Pomare V. ¿También condenaba las tuyas en silencio, Koke?

Después, sintió que transcurría un tiempo infinito sin saber quién era, ni qué lugar era éste. Pero aún lo atormentaba más no poder averiguar si era de día o de noche. Entonces oyó, con total claridad, la voz de Tioka:

– ¡Koke! ¡Koke! ¿Me oyes? ¿Estás ahí? Voy a llamar al pastor Vernier, ahora mismo.

Su vecino, habitualmente inmutable, hablaba con voz irreconocible.

– Creo que me desmayé, Tioka -dijo, y esta vez la voz salió de su garganta y su vecino la oyó.

Poco después, sintió a Tioka y Vernier subir a trancos la escalerilla y los vio entrar al estudio con caras alarmadas.

– ¿Cómo se siente, Paul? -preguntó el pastor, sentándose a su lado y palmeándolo en el hombro.

– Creo que me desmayé, una o dos veces -dijo él, moviéndose. Percibió que sus amigos asentían. Le sonreían de manera forzada. Lo ayudaron a enderezarse en la cama, le hicieron beber unos sorbos de agua. ¿Era de día o de noche, amigos? Pasado el mediodía. Pero no brillaba el sol. El cielo se había encapotado de nubes negruzcas y en cualquier momento rompería a llover. Los árboles y arbustos y las flores de Hiva Oa despedirían una fragancia embriagadora y el verde de las hojas y ramas sería intenso y líquido y el rojo de las buganvillas llamearía. Te sentías enormemente aliviado de que tus amigos oyeran lo que les decías y de poder oídos. Después de una eternidad, estabas conversando y percibías la belleza del mundo, Koke.

Les pidió, señalando, que le acercaran el cuadrito que lo acompañaba desde hacía tanto tiempo: ese paisaje de Bretaña cubierta por la nieve. Oyó que ellos se movían por el estudio; arrastraban un caballete, lo hacían chirriar, sin duda ajustando sus clavijas para que aquel níveo paisaje quedara frente a su cama, de manera que él pudiera vedo. No lo vio. Sólo distinguía unos bultos imprecisos, alguno de los cuales debía de ser la Bretaña aquella, sorprendida bajo una tormenta de copos blancos. Pero, aunque no lo viera, saber que aquel paisaje estaba allí lo reconfortó. Tenía escalofríos, como si nevara dentro de La Casa del Placer.

.-¿Ha leído usted Salambó, esa novela de Flaubert, pastor? -preguntó.

Vernier dijo que sí, aunque, añadió, no la recordaba muy bien. ¿Una historia pagana, de cartagineses y bárbaros mercenarios, no? Koke le aseguró que era hermosísima. Flaubert había descrito con colores flamígeros todo el vigor, la fuerza vital y la potencia creativa de un pueblo bárbaro. Y recitó la primera frase cuya musicalidad le encantaba: «C'étaiTa Mégara, faubourg de Carthage, dans les jardins d'Hamilcar». «El exotismo es vida ¿verdad, pastor?»

– Me alegra mucho ver que está mejor, Paul -oyó decir a Vernier, con dulzura-. Tengo que dar una clase a los niños de la escuela. ¿No le importa que me marche, por un par de horas? Volveré esta tarde, de todas maneras.

– Vaya, vaya, pastor, y no se preocupe. Ahora me encuentro bien.

Quiso hacerle una broma «‹Muriéndome, derrotaré a Claverie, pastor, pues no le pagaré la multa ni podrá meterme preso»), pero ya se había quedado solo. Un rato después, los gatos salvajes habían vuelto y merodeaban por el estudio. Pero también estaban allí los gallos salvajes. ¿Por qué no se comían los gatos a los gallos? ¿Habían vuelto de veras o era una alucinación, Koke? Porque, desde hacía algún tiempo, se había esfumado aquella frontera que, antes, separaba de manera tan estricta el sueño y la vida. Esto que estabas viviendo ahora es lo que siempre quisiste pintar, Paul.

En ese tiempo sin tiempo, estuvo repitiéndose, como uno de esos estribillos con que rezaban los budistas caros al buen Schuff:

Te jodí elaveríe Me morí Te jodí

Sí, lo jodiste: no pagarías la multa ni irías a la cárcel. Ganaste, Koke. Confusamente, le pareció que uno de esos criados ociosos que casi nunca comparecían ya en La Casa del Placer, acaso Kahui, se acercaba a olfateado ya tocado. Y lo oyó exclamar: «El popa a ha muerto», antes de desaparecer. Pero no debías estar muerto aún, porque seguías pensando. Estaba tranquilo, aunque apenado de no darse cuenta si era día o noche.

Por fin, oyó voces en el exterior: «¡Koke! ¡Koke! ¿Estás bien?». Tioka, sin la menor duda. Ni siquiera hizo el esfuerzo de intentar responderle, pues estaba seguro de que su garganta no emitiría sonido alguno. Adivinó que Tioka escalaba la escalerilla del estudio y el rumor de sus pies descalzos en la madera del piso. Muy cerca de su cara, vio la de su vecino, tan afligida, tan descompuesta, que sintió infinita compasión por el dolor que le causaba. Intentó decirle: «No te pongas triste, no estoy muerto, Tioka». Pero, por supuesto, no salió de tu boca ni una sílaba. Intentó mover la cabeza, una mano, un pie, y, por supuesto, no lo conseguiste. De manera muy borrosa, a través de sus pupilas entrecerradas, advirtió que su hermano de nombre había empezado a golpearle la cabeza, con fuerza, rugiendo cada vez que descargaba un golpe. «Gracias, amigo.» ¿Trataba de sacarte la muerte del cuerpo, según algún oscuro rito marquesano? «Es en vano, Tioka.» Hubieras querido llorar de lo conmovido que estabas, pero, por supuesto, no salió una sola lágrima de tus ojos resecos. Siempre de esa manera incierta, lenta, fantasmal en que todavía percibía el mundo, advirtió que Tioka, después de golpearle la cabeza y tironearle los cabellos para traerlo a la vida, desistía de su empeño. Ahora se había puesto a cantar, a ulular, con amarga dulzura, junto a su cama, a la vez que, sin moverse del sitio, se balanceaba sobre sus dos piernas, ejecutando, a la vez que cantaba, la danza con la que los maoríes de las Marquesas despedían a sus muertos. ¿Tú no eras un protestante, Tioka? Que, debajo del evangelismo que profesaba en apariencia su vecino, anidara siempre la religión de los ancestros, te causó alegría. No debías estar muerto aún, pues veías a Tioka velándote y despidiéndote, ¿verdad, Koke?

En ese tiempo sin tiempo que era el suyo ahora, guiados por el criado Kahui, entraron al estudio el obispo de Hiva Oa, monseñor Joseph Martin, y sus escoltas, dos de los religiosos de esa congregación bretona, los hermanos de Ploermel, que regentaban el colegio de varones de la misión católica. Tuvo el pálpito de que los dos hermanos se santiguaron al vedo, pero el obispo no. Monseñor Martin se inclinó y lo observó, largo rato, sin que la expresión que avinagraba su cara se atenuara un ápice con lo que veía.