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– Yo nunca apoyaré sus ideas revolucionarias, señora. Ya ha corrido demasiada sangre en Francia. ¿Por quién me toma usted?

– Por un trabajador consecuente y leal con sus hermanos, monsieur Jazmin. Me he equivocado, ya lo veo. Usted no es más que un monito saltarín, un pelele más entre los bufones de la burguesía.

– Fuera, fuera de mi casa -le señaló la puerta el vate gordinflón-. ¡Mujer malvada!

Esa misma tarde vino el comisario a su hotel a informarle que no le permitiría ninguna reunión en la localidad. Flora decidió no respetar la prohibición. Se presentó en un albergue de la rue du Temple, donde la esperaban cuarenta trabajadores de distintos oficios, sobre todo zapateros y talladores. Llevaba apenas diez minutos exponiendo sus tesis cuando el albergue fue cercado por una veintena de sargentos y medio centenar de soldados. El comisario, un cuarentón forzudo armado de una ridícula bocina, dando gritos estentóreos ordenó a los asistentes que salieran de uno en uno, para registrar sus nombres y domicilios. Flora les pidió que no se movieran. «Hermanos, obliguemos a la fuerza pública a venir a sacamos; que estalle un escándalo y la opinión pública se entere de este atropello.» Pero, la gran mayoría, temerosa de perder el trabajo, obedeció. Salieron en hilera, con las gorras en las manos, cabizbajos. Sólo siete se quedaron, rodeándola. Entonces, los sargentos entraron y les dieron de bastonazos, insultándolos. Los sacaron a empujones. Pero a ella no la tocaron ni respondieron a sus vehementes protestas: «¡Péguenme a mí también, cobardes!».

– La próxima vez que desobedezca la prohibición, irá al calabozo, con las ladronas y las prostitutas de Agen -la amenazó el vozarrón del comisario; gesticulaba con la bocina como un malabarista-. Ya sabe a qué atenerse, señora.

Lo sucedido sirvió de escarmiento a las mutuales y gremios de Agen, que cancelaron todos los encuentros programados. Nadie aceptó su sugerencia de organizar reuniones clandestinas de pocas personas. De modo que los últimos días de Flora en Agen fueron de soledad, aburrimiento y frustración. Más que con el comisario y sus jefes, estaba indignada con la cobardía de los obreros. A la primera bravata de la autoridad ¡huían como conejos!

La víspera de su partida a Burdeos le ocurrió algo curioso. En el pequeño escritorio de su cuarto, en el Hotel de France, encontró un precioso relojito de oro, olvidado por algún diente. Cuando se disponía a llevado a la administración, una tentación la asaltó: «¿Y si me quedo con él?». No por codicia, de la que a estas alturas de su vida carecía por completo. Más bien, por afán de conocimiento: ¿cómo se sentían los ladrones después de cometer sus fechorías? ¿Experimentaban miedo, alegría, remordimientos? Lo que sintió, en las horas siguientes, fue agobio, desagrado, ramalazos de terror y una sensación de ridículo. Decidió entregado al momento de partir. Tampoco pudo esperar tanto. A las siete horas, la angustia era tan intensa que bajó a poner el reloj en manos de la dirección del hotel, mintiendo que lo acababa de encontrar. No hubieras sido una buena ladrona, Andaluza.

Pensándolo bien, Florita, la gira no había sido tan inútil. Esa movilización de comisarios y prefectos en las últimas semanas para impedirte los encuentros con los obreros ¿no indicaba que tu prédica iba germinando? Tal vez ganabas más prosélitos de lo que sospechabas. Las reverberaciones que habías dejado a tu paso irían extendiéndose hasta desembocar tarde o temprano en un gran movimiento. Francés, europeo, universal. Apenas llevabas año y medio en este trajín y ya eras una enemiga del poder, una amenaza para el reino. ¡Todo un éxito, Florita! No debías deprimirte, al contrario. Cuántos progresos desde aquella reunión en París, organizada el 4 de febrero de 1843 por el magnífico Gosset, «el padre de los herreros», para que hablaras por primera vez a un grupo de trabajadores parisinos sobre la Unión Obrera. Un año y medio no era mucho, pero, con este cansancio en todos tus huesos y músculos, te parecía un siglo.

Habías olvidado muchas cosas de esos últimos dieciocho meses, tan ricos en episodios, entusiasmos y también fracasos, pero nunca olvidarías tu primera intervención pública explicando tus ideas en aquella mutual obrera patrocinada por Gosset. Presidía Achille François, una reliquia entre los tintoreros del cuero parisinos. Tu nerviosismo era tan grande que mojaste tus calzones, algo que por fortuna nadie notó. Te escucharon, te interrogaron, estalló una discusión y, al final, se formó un comité de siete personas como núcleo organizador del movimiento. ¡Qué fácil te pareció todo entonces, Florita! Un espejismo. En las siguientes reuniones con ese primer comité el trabajo se fue envenenando, por las críticas que hacían a tu texto, todavía sin imprimir, de La Unión Obrera. La primera, que hubieras hablado del «lastimoso estado material y moral» de los obreros de Francia. Les parecía derrotista, desmoralizador, aunque fuera verdad. Cuando te oyó llamar a esos críticos «brutos e ignorantes que no querían ser salvados», Gosset, el «padre de los herreros», te dio una lección que volvería a tu memoria muchas veces:

– No se deje ganar por la impaciencia, Flora Tristán. Usted está comenzando en estas lides. Aprenda de Achille François. Trabaja de seis de la mañana a ocho de la noche para dar de comer a los suyos, y, luego, de ocho a dos de la madrugada, por sus hermanos obreros. ¿Es justo llamado «bruto e ignorante» porque se permite discrepar con usted?

El «padre de los herreros» sí que no era bruto ni ignorante. Más bien, un pozo de sabiduría, que, en aquellas primeras semanas de tu apostolado, en París, te apoyó más que nadie. Llegaste a considerado un maestro, un padre espiritual. Pero madame Gosset no entendió esa sublime camaradería. Una buena noche, furibunda y en jarras se presentó en casa de Achille François, donde celebraban una reunión, y, como una furia griega, se precipitó contra ti llenándote de improperios. Regando saliva y apartando los pelos brujeriles de su cara, te amenazó con denunciarte a la justicia ¡si perseverabas en tu pérfida intriga para arrebatarle a su marido! La vieja Gosset se creía que estabas enamorando al anciano dirigente obrero. Ay, Florita, qué risa. Sí, qué risa. Pero aquella escena de vodevil proletario te enseñó que nada era fácil, y, menos que nada, luchar por la justicia y la humanidad. También, que, en ciertas cosas, pese a ser pobres y explotados, los obreros se parecían tanto a los burgueses.

Aquel concierto de Liszt, en Burdeos, a fines de septiembre de 1844, al que asististe más por curiosidad que por afición a la música (¿cómo sería ese pianista que, desde hacía seis meses, se cruzaba y descruzaba contigo por los caminos de Francia?), terminó como otro vodevil: un súbito desmayo que te hizo rodar al suelo y atrajo todas las miradas del auditorio -entre ellas la enfurecida del propio pianista interrumpido- hacia tu palco del Grand Théatre. y que remató la crónica de aquel periodista despistado, que aprovechaba tu desvanecimiento para presentarte como una sílfide mundana: «Admirablemente bella, talle elegante y ligero, aire orgulloso y vivo, ojos llenos del fuego de Oriente, larga cabellera negra que podría servirle de manto, bella tez olivácea, dientes blancos y finos, madame Flora Tristán, la escritora y reformadora social, hija de los rayos y las sombras, sufrió anoche un vértigo, tal vez por el trance en que la envolvieron los eximios arpegios del maestro Liszt». Enrojeciste hasta la raíz de los cabellos leyendo esa estúpida frivolidad al despertarte en ese mullido lecho. ¿Dónde estabas, Florita? Esta elegante cámara perfumada con flores frescas y delicadas cortinas de hilo que filtraban la luz no tenía nada que ver con tu modesto cuartito de hotel. Era la residencia de Charles y Elisa Lemonnier, quienes, la víspera, al sufrir tú aquel vahído en el Grand Théatre, insistieron en traerte a su casa. Aquí estarías mejor cuidada que en el hotel o en el hospital. Así fue. Charles era abogado y profesor de filosofía y su esposa Elisa animadora de escuelas profesionales para niños y jóvenes. Sansimonianos devotos, amigos del Padre Prosper Enfantin, idealistas, cultos, generosos, dedicaban su vida a trabajar por la fraternidad universal y «el nuevo cristianismo» predicado por Saint-Simon. No te guardaban el menor rencor por el desplante que les hiciste el año anterior negándote a conocerlos. Habían leído tus libros y te admiraban.