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Porque en Pont-Aven habías comenzado, ahora sí, a ser un pintor. Un gran pintor, Koke. Aunque ya lo hubieran olvidado los esnobs y frívolos, en el casquivano París. Recordaba muy bien su llegada, molido por el largo viaje, a la placita triangular de aquel pueblo pintoresco de carta postal, en medio de un ubérrimo valle flanqueado por colinas arboladas y coronado por un bosque dedicado al Amor, hasta el que venía, en el aire salado de las tardes, la noticia del mar. Allí estaban los alojamientos para los pudientes, esos norteamericanos e ingleses que llegaban hasta allí en busca de color local: el Hotel des Voyageurs y el Lion d'Or. No eran esos hoteles lo que tú buscabas, sino el modesto albergue de madame Gloanec, que, por insensata o por santa, acogía en su pensión a los artistas menesterosos y aceptaba -magnífica mujer- que, si no tenían dinero, le pagaran el cuarto y la comida con los cuadros que pintaban. ¡La mejor decisión de tu vida, Koke! A la semana de estar instalado en la pensión Gloanec, te vestías como un pescador bretón -zuecos, gorra, chaleco bordado, sacón azul- y te habías convertido, antes que por tu pintura, por tu talante arrollador, tu verba exuberante, tu ciclópea fe en ti mismo y, sin duda, también por tu edad, en el jefe de fila de la media docena de jóvenes artistas que se cobijaban allí gracias a la bondad o la idiotez de la maravillosa viuda Gloanec. Ya habías salido del abismo, Paul. Ahora, a pintar obras maestras.

Dos o tres días después, Tohotama volvió a interrumpir el trabajo de Koke con unas exclamaciones en maorí marquesano, que él no entendió, salvo la palabra mahu perdida entre las frases. En el mundo de sombras y contrastes de luz que era ahora el suyo, advirtió que, picado por la curiosidad, Haapuani abandonaba el lugar en que posaba para acercarse al cuadro a averiguar a qué se debía la excitación de Tohotama. Se debía a que, en vez de mostrado con un pareo en la cintura o desnudo, en la tela el hechicero exhibía, bajo la capa roja, un vestido ceñido como un guante a su esbelto cuerpo, una prenda muy corta que dejaba desnudas sus torneadas piernas de mujer. Haapuani observó la tela un buen rato sin decir nada. Luego, volvió a colocarse en la pose que Koke le había indicado.

– No me has dicho nada sobre tu retrato -comentó Paul, luego de retomar el minucioso, imposible trabajo-,. ¿Qué te ha parecido?

– Por todas partes ves mahus -evitó responderle el hechicero-. Donde los hay y también donde no los hay. No ves al mahu como algo natural, sino como un demonio. En eso te pareces a los misioneros, Koke.

¿Era cierto eso? Bueno, te había ocurrido algo curioso hacía un par de meses, cuando pintaste La hermana de caridad, ese cuadro para el que precisamente posó Tohotama. Al final, no fue un cuadro sobre la monja sino sobre el hombre-mujer que está frente a ella, algo de lo que apenas fuiste consciente mientras lo pintabas. ¿Por qué esta obsesión con el mahu?

– ¿Por qué no me dices qué te ha parecido tu retrato? -insistió Koke.

– De lo único que estoy seguro es que ese del cuadro no soy yo -repuso el maori.

– Ése es el Haapuani que llevas dentro -le replicó Koke-. El que ha tenido que esconderse dentro de ti para que no lo descubran los curas y los gendarmes. Aunque no me creas, te aseguro que el de la tela eres tú. No sólo tú. El verdadero marquesano, el que está desapareciendo, del que pronto no quedarán rastros. En el futuro, para averiguar cómo eran los maories, la gente consultará mis pinturas.

Tohotama se rió, con una risa franca, alegre y despreocupada que enriquecía la mañana, y Haapuani también se rió, pero sin ganas. Ese anochecer, cuando la pareja ya se había marchado y vino a conversar con él su vecino -pasaba un par de veces al día por La Casa del Placer para averiguar si Koke necesitaba alguna cosa- Tioka se quedó largo rato observando la tela. Para verla mejor, acercó una de las teas embreadas de la entrada. Paul no le hizo ninguna pregunta. Al cabo de un rato, su vecino, habitualmente parco de palabras, le dio su parecer:

– En muchos cuadros, has pintado a las mujeres de estas islas con músculos y cuerpos de hombres -afirmó, intrigado-. Pero, en éste, has hecho lo contrario: pintar a Haapuani como si fuera una mujer.

Si lo que Tioka decía era exacto, El hechicero de Hiva Da había salido más o menos como lo concebiste, pese a haberlo pintado casi todo el tiempo a ciegas, con pequeños intervalos en que la luminosidad del día, tu voluntarioso esfuerzo o el diosecillo compadecido, te aclaraban la visión y, por unos minutos, podías corregir detalles, acentuar o debilitar los colores. No sólo la vista te fallaba. También, el pulso. A veces el temblor de tu mano era tan fuerte que tenías que tumbarte un rato en la cama, hasta que tu cuerpo se serenaba y cesaban esos incontrolables movimientos de tus músculos. Sólo las obras maestras las habías pintado en ese estado de incandescencia, Koke. ¿Sería El hechicero de Hiva Da una obra maestra? Si tus ojos pudieran ver la tela de manera cabal, aunque fuese unos segundos, lo sabrías. Pero te quedarías siempre con la duda.

En la siguiente sesión, Tohotama le habló del cuadro. ¿Por qué andabas siempre tan interesado en los mahus, los hombres-mujer, Koke? Él le dio una explicación tonta -«son pintorescos, llamativos, exóticos, Tohotama»-,

pero la pregunta se quedó repicando en su memoria el resto del día. Y lo tuvo cavilando aquella noche, en su cama, después de haber comido un poco de fruta, cambiarse las vendas de las piernas y tomar para el dolor unas gotas de láudano disueltas en agua. ¿Por qué, Koke? Tal vez porque en el huidizo, semi-invisible, perseguido mahu, abominado como una aberración y un pecado por curas y pastores, sobrevivía el último rasgo indómito de ese salvaje maorí del que pronto, gracias a Europa, no quedaría ni una muestra. El primitivo marquesano sería tragado y digerido por la cultura cristiana y occidental. Esa cultura que tú habías defendido con tanto brío y tanta verba, y tantas exageraciones y calumnias allá en Tahití, en Les Guepes y en La Sourire , Koke. Tragado y digerido como lo había sido ya el tahitiano. Puesto en orden, en lo relativo a la religión, a la lengua, a la moral, y, por supuesto, al sexo. En un futuro muy próximo, las cosas serían tan claras para los marquesanos como lo eran para cualquier europeo, creyente y burgués. Había dos sexos y bastaba, para qué más. Bien diferenciados y separados por un abismo infranqueable: hombre y mujer, macho y hembra, verga y vagina. La ambigüedad, en el campo del amor y del deseo, era, como en el de la fe, una manifestación de barbarie y vicio, tan degradante para la civilización como la antropofagia. El hombre-mujer, la mujer-hombre, eran anormalidades a las que había que exorcizar, como hizo Dios Padre con Sodoma y Gomorra. ¡Pobres los pocos mahus que quedaban en estas islas! Los colonos y administradores coloniales hipócritas los buscaban para contratados de domésticos, por la buena fama que tenían como cocineros, lavanderos, niñeros o guardianes de los hogares. Pero, para no malquistarse con los religiosos, les prohibían adornarse y vestirse como féminas. Cuando, seguramente con mucha aprensión y miedo de ser descubiertos, se enredaban flores en la cabeza, se ponían brazaletes en las muñecas y ajorcas en los tobillos y se adornaban como muchachas, y osaban mostrarse así, de manera fugaz, los mahus no sospechaban que eran los estertores agónicos de una cultura. Esa manera sana, espontánea, libre, de los primitivos de aceptarse con todo lo que llevaban dentro -sus deseos y sus fantasías- tenía los días contados. El hechicero de Hiva Da era una lápida, Koke.

Pese a lo que te había dicho aquella vieja ciega maorí tocándote el pene encapuchado, tú estabas más cerca de ellos que de gentes como monseñor Martin o el gendarme Jean-Paul Claverie. O que de esos colonos embrutecidos por la ignorancia y la codicia a los que habías servido como mercenario, en Papeete. Porque a los salvajes tú los entendías. Los respetabas. Los envidiabas. En tanto que, a tus supuestos compatriotas, les tenías desprecio.