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Poco después del último parto de Mette, en diciembre de 1883 -al benjamín, Paul Rallan, lo llamarían siempre Pala-, la familia Gauguin dejó París para instalarse en Rouen. Se te ocurrió que allí la vida sería más barata y que ganarías buen dinero vendiendo tus cuadros y retratando a los prósperos ruaneses. Las quimeras de siempre, Koke. No vendiste una tela ni te encargaron un solo retrato. Y, los ocho meses en ese pisito minúsculo del barrio medieval, oíste a Mette maldecir a diario su suerte, llorar e increparte por haberle ocultado tu vocación de artista que los arruinó. Pero, esas querellas domésticas te importaban un comino, Koke.

– Era libre y feliz, Ben -se rió Paul-. Pintaba paisajes normandos, barcos y pescadores en el puerto. Una soberana mierda de cuadros, por supuesto. Pero, tenía la certeza de que pronto sería un buen pintor. Estaba a la vuelta de la esquina. ¡Qué entusiasmo me corría por las venas, Ben!

– Yo que Mette, te hubiera envenenado -dijo el ex ballenero-. Pero, en fin, si hubieras sido un buen marido nunca habrías llegado a las Marquesas. ¿Sabes una cosa? Si alguien escribiera la vida de los que hemos terminado varados aquí, saldría una historia formidable. Fíjate, Ky Dong y tú, o yo mismo.

– La más original es tu historia, Ben -dijo Paul-. Mira que perder tu barco por una borrachera. ¿Es verdad eso? ¿Ocurrió así?

El norteamericano asintió, haciendo una mueca que arrugó su cara pecosa y colorada.

– La verdad es que mis compañeros me emborracharon para poder largarse sin mí -dijo, sin amargura, como si hablara de otro-. En el barco ballenero me tenían por un tipo algo jodido, creo. Como te tienen a ti acá. Nos parecemos, Koke. Será por eso que te aprecio tanto. A propósito, ¿cómo va tu lío con las autoridades?

– Que yo sepa, los juicios se han estancado -Paul escupió hacia las palmeras del contorno-. Tal vez, con el ciclón se les refundieron o deshicieron los expedientes. Ya no pueden hacerme daño. ¡ La Naturaleza defendió al arte contra curas y gendarmes! ¡El ciclón me absolvió, Ben!

En julio de 1884, Mette Gad se trepó a un barco en el puerto de Rouen que se la llevó a Dinamarca con tres de los niños, dejando a Paul en la capital normanda a cargo de Clovis y lean. En Copenhague, a la Vikinga le fue mejor.- Su familia le consiguió trabajo como profesora de francés. Y, entonces -los sueños, Koke, siempre los sueños-, decidiste trasladarte allí a fin de conquistar Dinamarca para el impresionismo.

– ¿Qué es el impresionismo? -quiso saber Ben. Tomaban brandy y el almacenero estaba ya achispado. Paul, en cambio, pese a haber bebido más que él, se encontraba perfectamente ecuánime. A su espalda, desde la colina de la misión católica el viento traía hasta ellos los himnos del coro del colegio de las monjas de San José de Cluny. Ensayaban siempre a esta hora. U nos himnos que ya no parecían religiosos, porque se habían impregnado de la alegría y el ritmo sensual de la vida marquesana.

– Un movimiento artístico del que, me imagino, ya no se acuerda nadie en París -se encogió de hombros Koke-. Y, ahora, Ben, el último brindis. Si se me hace de noche, con estos ojos no encontraré mi casa.

Ben Varney lo ayudó a bajar las escaleras, a cruzar el jardín cercado de alambres y a subir a su cochecito. Apenas lo sintió a bordo, el pony partió. Conocía el camino de memoria y avanzaba con prudencia en la medialuz del atardecer, esquivando los obstáculos. Felizmente, no tenías que guiado, Paul; no hubieras podido, en estas sombras tus ojos lastimados por la enfermedad impronunciable no distinguían los huecos ni baches del camino. Te sentías bien. Ciego y contento, Koke. Había una atmósfera tibia, bienhechora, una suave brisa aromada de sándalo. Aquélla había sido una prueba difícil para tu orgullo. Tener que vivir en 29 Frederiksbergalle, la casa de la madre de Mette, mantenido y humillado por tu suegra y por los tíos, hermanas y hermanos y hasta primos de tu mujer. Ninguno podía comprender, menos aceptar, que hubieras abandonado las finanzas y la vida burguesa para ser un bohemio, según ellos sinónimo de artista. Te exiliaron en la buhardilla, donde, dada tu apariencia pobretona y excéntrica -que tú, por supuesto, en aquellos días, como represalia contra tu familia política, exageraste colocándote en la cabeza un tocado de piel roja-, debías permanecer encerrado mientras Mette enseñaba francés a las jóvenes y a los jóvenes privilegiados de la sociedad danesa, pues había el riesgo de que, disgustadas ellas y ofendidos ellos con tu apariencia inconveniente, renunciaran a las clases. Las cosas no mejoraron cuando Mette, tú y los niños abandonaron la casa de tu suegra, para vivir -gracias a la venta de un cuadro de tu colección de impresionistas- en la casita de Norregada 51, un barrio sórdido de Copenhague, lo que dio a Mette nuevos argumentos para encolerizarse contra ti y apiadarse de su suerte.

También esa prueba de la humillación y la soledad en un país cuya lengua no hablabas, donde no tuviste un amigo ni un comprador para tus cuadros, la pasaste. Trabajando sin descanso y con furia: esquiado res en el helado Parque de Frederiksberge, los árboles del Parque del Este, tu primer autorretrato. Cerámicas, maderas, dibujos, incontables bocetos. Uno de los raros artistas daneses que se interesó en lo que hacías, Theodor Philipsen, fue a curiosear tus cuadros. Durante una hora, conversaron. De pronto, te oíste diciendo al danés que, para ti, las sensaciones eran más importantes que las razones. ¿De dónde sacaste semejante teoría? La inventabas a medida que la decías. La pintura debía ser expresión de la totalidad del ser humano: su inteligencia, su destreza artesanal, su cultura, pero también sus creencias, sus instintos, sus deseos y sus odios. «Como entre los primitivos.» Philipsen no prestó la menor importancia a lo que habías dicho; era amable y desvaído, como todos los nórdicos. Pero, tú, sí. Habías soltado,aquello sin premeditación; luego, reflexionado, descubrirías que esa fórmula resumía tu credo estético. Hasta hoy, Koke. Porque, detrás de las infinitas afirmaciones y negaciones sobre cuestiones artísticas que venías diciendo y escribiendo todos estos años, el núcleo inamovible seguía siendo el mismo: el arte occidental había decaído por segregarse de aquella totalidad de la existencia que se manifestaba en las culturas primitivas. En éstas el arte, inseparable de la religión, formaba parte de la vida cotidiana, como comer, adornarse, cantar y hacer el amor. Tú querías restablecer en tus cuadros esa interrumpida tradición.

Cuando llegó a La Casa del Placer, cuyos contornos, desde el ciclón de diciembre, habían dejado de ser boscosos y se habían vuelto un descampado de ralos arbolitos y troncos derribados, era ya noche. Uno de los rasgos de Hiva Oa: oscurecer en un instante, como un telón que cae y borra el escenario. Una agradable sorpresa. Ahí estaban Haapuani y su mujer Tohotama, sentados junto a las caricaturas del Padre Lujuria y Teresa, sobrevivientes del ciclón. Acababan de llegar de Tahuata, la isla de los pelirrojos, como Tohotama. ¿A qué se debía esta grata visita? Haapuani vaciló y cambió una larga mirada con su mujer, antes de responderle, sin alegría:

– Acepto tu propuesta. La necesidad me obliga, Koke.

Desde que lo conoció, a poco de llegar a Atuona, Paul había querido pintar a Haapuani. Su personalidad lo intrigaba. Había sido sacerdote de un poblado maorí, en Tahuata, antes de la llegada de los misioneros franceses. Nadie sabía a ciencia cierta si vivía ahora en Hiva Oa, en su isla de origen, o yendo y viniendo entre las dos. Desaparecía largas temporadas y al volver no decía palabra sobre sus andanzas. Los naturales de Hiva Oa le atribuían saberes y poderes tradicionales, por su antiguo oficio, que, según Ky Dong, seguía practicando en secreto, a ocultas del obispo Martin, del pastor Vernier y del gendarme Claverie. Koke lo admiraba por su audacia. Pues Haapuani, pese a sus años -debía ser cincuentón-, se presentaba a veces en La Casa del Placer vestido y adornado como un mahu, un hombre-mujer, algo que, aunque dejaba indiferentes a los maoríes, podía atraer sobre él las fulminaciones de las dos iglesias y de la autoridad civil si lo descubrían. Haapuani nunca objetó que la bella y musculosa Toho tama posara -lo hizo muchas veces-, pero jamás aceptó que Koke lo pintara. Cada vez que se lo propusiste, se enojaba. Lo había hecho cambiar de opinión el ciclón, que, sin causar daños en Hiva Oa, en Tahuata causó terribles males, destruyendo viviendas y granjas y dando muerte a decenas de personas, entre ellas varios parientes del antiguo hechicero. Haapuani te lo confesó: necesitaba dinero. A juzgar por su voz y su expresión, le había costado gran esfuerzo dar este paso.