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Por lo menos de eso sí estabas seguro, Koke. Tu pintura no era la de un europeo moderno y civilizado. Nadie se engañaría a ese respecto. Aunque lo intuías de manera incierta desde antes, fue en Bretaña, primero en Pont-Aven, luego en Le Pouldu, donde lo entendiste con certeza absoluta. El arte tenía que romper esa moldura estrecha, el horizonte pequeñito en que habían terminado por encarcelado los artistas y los críticos, los académicos y los coleccionistas de París: abrirse al mundo, mezclarse con las demás culturas, airearse con otros vientos, otros paisajes, otros valores, otras razas, otras creencias, otras formas de vida y de moral. Sólo así recobraría la pujanza que la existencia muelle, fácil, frívola y mercantil de los parisinos le habían sustraído. Tú lo habías hecho, saliendo al encuentro del mundo, yendo a buscar, a aprender, a embriagarte con aquello que Europa desconocía o negaba. Te había costado caro, pero ¿verdad que no te arrepentías, Koke?

No te arrepentías. Estabas orgulloso de haber llegado hasta aquí, aunque fuera en este estado. Pintar tenía un precio y lo pagaste. Cuando, luego de los meses de verano y otoño pasados en Pont-Aven, volviste a París para enfrentar el invierno, eras otra persona. Habías cambiado de piel y de espíritu; estabas eufórico, seguro de ti mismo, loco de alegría por haber descubierto por fin tu camino. Y ávido de barbaridades y de escándalo. Una de las primeras cosas que hiciste, en París, fue atacar a la bella Louise, la mujer del buen Schuff, con la que, hasta entonces, sólo te habías permitido coqueteos. Ahora, imbuido de ese nuevo talante revoltoso, temerario, iconoclasta, anárquico, aprovechaste la primera oportunidad en que ambos estuvieron solos -el buen Schuff dictaba en la academia sus clases de dibujo- para abalanzarte sobre Louise. ¿Se podía decir que abusaste de ella, Paul? Sería exagerado. La tentaste ¡corrompiste, cuando más. Porque Louise sólo se resistió al principio, más por guardar las formas que por convicción. Y nunca pareció arrepentirse luego de aquel desliz.

– Es usted un salvaje, Paul. ¿Cómo se atreve a ponerme las manos encima?

– Por lo que tú has dicho, mi bella. Porque soy un salvaje. Mi moral no es la de los burgueses. Ahora, mis instintos ordenan mis actos. Gracias a esta nueva filosofía seré un gran artista.

Una declaración de principios, Koke, que resultó profética. ¿Se habría enterado el buen Schuff de aquella traición? Si se enteró, fue capaz de perdonarte. Un ser superior ese alsaciano. Mucho mejor que tú, sin duda, para la moral civilizada. Y por eso, sin duda, el buen Schuff pintó siempre tan mal.

Al día siguiente, luego de unos últimos retoques, Koke pagó a Haapuani lo convenido. El cuadro estaba terminado. ¿Lo estaba? Esperabas que sí. En todo caso, ya no tenías fuerzas en el cuerpo ni en el ánimo para seguirlo trabajando.

XXI. La última batalla Burdeos, noviembre de 1844

Cuando, el nefasto 24 de septiembre de 1844, recién llegada a Burdeos, Flora Tristán aceptó aquella invitación para asistir, desde un palco del Grand Théatre, al concierto del pianista Franz Liszt, no sospechaba que aquel mundano acontecimiento, donde las damas bordelesas iban a lucir sus joyas y elegancias, sería su última actividad pública. Las semanas que le quedaban las pasaría en una cama, nada menos que en casa de dos sansimonianos, los esposos Elisa y Charles Lemonnier, a quienes un año antes había rehusado ser presentada por considerarlos demasiado burgueses. Paradojas, Florita, paradojas hasta el último día de tu vida.

No se sentía mal al llegar a Burdeos; sólo fatigada, irritada y decepcionada, porque, desde que salió de Carcassonne, tanto en Toulouse como en Agen los prefectos y comisarios del reino le habían hecho la vida difícil, irrumpiendo en sus reuniones con obreros, prohibiéndolas, e, incluso, dispersándolas a bastonazos. Su pesimismo no tenía que ver con su salud sino con las autoridades, decididas a impedir por todos los medios que terminara su gira.

Qué te ibas a imaginar, cinco años atrás, a tu vuelta de Londres, cuando, llena de entusiasmo con la idea de forjar la gran alianza de mujeres y obreros para transformar a la humanidad, empezaste un frenético quehacer tratando de vincularte a los trabajadores, que terminarías acosada por un poder que te consideraba subversiva, a ti, pacifista convicta y confesa. No sólo volviste a París llena de ilusiones y sueños; también, de buena salud. Leías asiduamente las dos principales revistas obreras, L 'Atelier y La Ruche Populaire (las únicas publicaciones que elogiaron tus Paseos por Londres) y visitabas y leías a todos los mesías, filósofos, doctrinarios y teóricos del cambio social, lo que, más que instructivo, resultó confusionista y caótico. Porque, entre socialistas y reformadores ácratas, abundaban los chiflados y los excéntricos que predicaban el puro disparate mental. Como, por ejemplo -su recuerdo te provocaba carcajadas-, el carismático escultor Ganneau, con aspecto de sepulturero, fundador del evadismo, doctrina basada en la idea de la igualdad entre los sexos y promotor de la liberación de la mujer, a quien, por unas semanas, con gran ingenuidad, tomaste en serio. El respeto que le tenías se desintegró el día en que el sombrío personaje de ojos fanáticos y manos alargadas te explicó que el nombre de su movimiento, evadismo, provenía de la primera pareja -Eva y Adán- Y que él se hacía llamar Mapah por sus discípulos en homenaje a la familia, pues la palabra fundía las dos primeras sílabas de mamá y papá. Era tonto, o estaba más loco que una cabra.

El acoso policial frustró lo que hubiera podido ser una provechosa visita de Flora a Toulouse, entre el 8 Y el 19 de septiembre. Al día siguiente de llegar estaba reunida con una veintena de obreros en el Hotel des Portes, rue de la Pomme, cuando irrumpió en la sala el comisario Boisseneau. Barrigón, con bigotes hirsutos y una mirada de pocos amigos, sin siquiera quitarse el tongo ni saludada le advirtió:

– No está usted autorizada a venir a Toulouse

a predicar la revolución.

– No vengo a hacer la revolución, sino a demorarla, señor comisario. Lea usted mi libro, antes de juzgarme -le repuso Flora-. ¿De cuándo acá una mujer sola asusta a comisarios y prefectos de la más poderosa monarquía de Europa?

El funcionario se retiró sin despedirse, con un seco: «Está advertida».

Sus esfuerzos para hablar con el prefecto de Toulouse fueron vanos. La prohibición desanimó a sus contactos en la ciudad. Consiguió apenas un encuentro secreto, en un albergue del quartier de Saint-Michel, con ocho artesanos del cuero. Llenos de aprensión con la idea de que los descubriera la policía, la escuchaban con ojos atemorizados, lanzando ojeadas a la puerta de calle. Su visita a L 'Emancipation, periódico que pregonaba ser demócrata y republicano, fue otro fracaso: los periodistas la miraban como si vendiera menjunjes contra las pesadillas y el mal agüero, y no prestaron la menor atención a su detallada exposición sobre los objetivos de la Unión Obrera. Uno le preguntó si era gitana. La ofensa llegó al colmo cuando el más osado de estos chevaliers, un redactor llamado Riberol, flaco como un palo de escoba y de mirada lujuriosa, comenzó a guiñarle los ojos y a susurrarle frases de doble sentido.

– ¿Está usted tratando de seducirme, pobre imbécil? -lo atajó, en voz muy alta, Madame-la-Colere-. ¿No se ha visto usted nunca en un espejo, infeliz?

Se levantó y partió, dando un portazo. La furia se te disipó recordando -el mejor desagravio, Florita- cómo se había encendido de vergüenza la cara astillada de Riberol, a quien tu intemperante reacción dejó mudo y boquiabierto, entre las risas de sus colegas.

En Agen, donde estuvo cuatro días, las cosas no

fueron mejor que en Toulouse, también por culpa de la policía. En la ciudad había muchas sociedades obreras de ayuda mutua, a las que había prevenido de su llegada, desde París, el amable Agricol Perdiguier, a quien apodaban el Aviñonés Virtuoso con razón: espíritu magnánimo, estaba en desacuerdo con las ideas de Flora y sin embargo la había ayudado como nadie. Los amigos de Perdiguier le tenían preparados encuentros con distintos gremios. Pero sólo el primero tuvo lugar. La reunión agrupaba a una quincena de carpinteros y tipógrafos, dos de los cuales, muy despiertos, se mostraron resueltos a constituir un comité. Ellos la acompañaron a visitar a la gloria local, el poeta-peluquero Jazmin, en el que Flora tenía puestas muchas esperanzas. Pero, por supuesto, los halagos de la burguesía también habían convertido a este antiguo poeta popular en un vanidoso y un estúpido. No había uno que escapara a ese destino, por lo visto. Ya no quería acordarse de sus orígenes proletarios y adoptaba poses olímpicas. Era redondo, blando, coqueto y cursi. Aburrió a Flora contándole lo bien que había sido recibido en París por eminencias como Nodier, Chateaubriand y Sainte-Beuve, y la emoción que lo embargó recitando sus «poemas gascones» ante el propio Louis-Philippe. Su Majestad, emocionada oyéndolo, habría derramado una lágrima. Cuando Flora le explicó la razón de su visita y le pidió ayuda para la Unión Obrera, el poeta-peluquero hizo una mueca de espanto: ¡jamás!