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El vociferante personaje masculló algo en alemán y, luego, reconoció que no entendía la expresión aquella. ¿Qué significaba «un gallo capón»?

– Vaya y consulte un diccionario y perfeccione su francés -le aconsejó Madame-la-Colere, riéndose-. y aproveche para cortarse esa barba de puercoespín que le da aspecto de sucio.

Rojo de impotencia lingüística, el hombre dijo que tampoco entendía lo de «puercoespín» y que, en esas condiciones, no tenía sentido proseguir la discusión, madame. Se despidió haciendo una venia malhumorada. Después, Flora supo por el dueño de la imprenta que el irritable extranjero era Carlos Marx, el amigo de Arnold Ruge. Se divirtió imaginando la sorpresa que se llevaría éste si se presentaba con él un jueves a las tertulias de la me du Bac y Flora, antes de los saludos, se adelantaba a decir, extendiendo la mano: «El caballero y yo somos viejos conocidos». Pero Arnold Ruge nunca lo llevó…

Las dos semanas que Eléonore Blanc pasó en Burdeos, sin moverse de día ni de noche del lado de Flora, hicieron pensar a los médicos que había comenzado una lenta pero efectiva recuperación de la enferma. Se la notaba animosa, pese a su extrema delgadez y a sus padecimientos físicos. Tenía dolores muy fuertes en el vientre y la matriz, y a veces en la cabeza y la espalda. Los facultativos le recetaron pequeñas porciones de opio, que la calmaban y mantenían en un estado de sopor varias horas seguidas. En los intervalos de lucidez, conversaba con desenvoltura y su memoria parecía en buen estado. «‹¿Has seguido mi consejo, Eléonore, de preguntarte siempre el porqué de todo?» «Sí, señora, lo hago todo el tiempo y así aprendo mucho.») En unos de esos períodos dictó una cariñosa cartita a su hija Aline, que, desde Amsterdam, le escribió unas páginas sentidas al ser alertada de su enfermedad por los Lemonnier. Por otra parte, Flora pedía informaciones detalladas a Eléonore sobre el comité de la Unión Obrera de Lyon, el que, insistía, debía ejercer el liderazgo sobre todos los comités fundados hasta el momento.

– ¿Qué probabilidades hay de que se salve? -preguntó Charles Lemonnier, delante de Eléonore, al doctor Gintrac.

– Hace unos días, le hubiera contestado que muy pocas -masculló el galeno, limpiando su monóculo-.

Ahora me siento más optimista. Un cincuenta por ciento, digamos. Lo que me inquieta es esa bala en su pecho. Dada su debilidad, podría haber un desplazamiento de ese cuerpo extraño. Sería fatal. A las dos semanas, Eléonore, muy a su pesar, debió retornar a Lyon. La reclamaban su familia y su trabajo, y sus compañeros del comité de la Unión Obrera, del que era, siguiendo órdenes de Flora -lo decía sin jactancia-, la locomotora. Guardó perfecta compostura al despedirse de la enferma, a la que prometió volver, dentro de pocas semanas. Pero, apenas salió de la habitación, tuvo una crisis de llanto que las razones y cariños de Elisa Lemonnier no conseguían calmar. «Sé que no veré más a la señora», repetía, con los labios exangües de tanto mordérselos.

Y, en efecto, inmediatamente después de la partida de Eléonore a Lyon, el estado de Flora se agravó. Le sobrevenían unos vómitos de bilis que dejaban en el cuarto una pestilencia persistente, que sólo la infinita paciencia de mademoiselle Alphine resistía; ella los limpiaba y se hacía cargo también, mañana y noche, del aseo de la enferma. De tanto en tanto, conmovían a Flora violentos sobresaltos que la aventaban fuera del lecho, poseída de una fuerza desproporcionada para su cuerpo, que cada día se escurría más, hasta hacer de ella un esqueleto de ojos hundidos y bracitos como espinas. Las dos enfermeras y los Lemonnier a duras penas conseguían sujetarla durante los espasmos.

La mayor parte del tiempo, sin embargo, gracias al opio, permanecía semiinconsciente, con los ojos muy abiertos y una luz de espanto en las pupilas, como si viera visiones. A veces emitía monólogos incoherentes, en los que hablaba de su infancia, del Perú, de Londres, de Arequipa, de su padre, de los comités de la Unión Obrera, o entablaba ardientes polémicas con misteriosos adversarios. «No lloren ustedes por mí», la oyeron decir un día Elisa y Charles, que la acompañaban, sentados al pie de su cama. «Más bien, imítenme».

Desde la aparición de La Unión Obrera , en junio de 1843, las reuniones de Flora con sociedades obreras, en barrios del centro o de la periferia de París, fueron diarias. Ya no tenía que solicitadas; se había hecho conocida en el medio y la invitaban muchas organizaciones gremiales y de ayuda mutua, y a veces grupos socialistas, fourieristas y sansimonianos. Hasta un club de comunistas icarianos hizo un alto en sus colectas para comprar tierras en Texas, donde se proponían ir a construir!caria, el paraíso diseñado por Étienne Cabet, a fin de escuchar sus teorías. La reunión con los icarianos terminó a gritos.

Lo que más desconcertaba a Flora en esas afiebradas asambleas, que podían prolongarse hasta tarde en la noche, era que, a menudo, en vez de debatir los grandes temas de su propuesta -los Palacios Obreros para ancianos, enfermos y accidentados, la instrucción universal y gratuita, el derecho al trabajo, el Defensor del Pueblo-, se perdiera el tiempo en menudencias y banalidades, para no decir estupideces. Casi inevitablemente algún obrero reprochaba a Flora que en su librito hubiera criticado a los trabajadores que «iban a los bares a beber en vez de dedicar el dinero que gastaban en alcohol comprando pan a sus hijos». En una reunión, en un altillo del impasse de lean Auber, cerca de la rue Saint-Martin, un carpintero llamado Roly le espetó: «Ha cometido usted una verdadera traición delatando a la burguesía los vicios obreros». Flora le contestó que la verdad debía ser el arma principal de los proletarios así como la hipocresía y la mentira solían ser la de los burgueses. En todo caso, molestara a quien molestara, ella seguiría llamando vicioso al vicioso y bruto al bruto. La veintena de trabajadores que la escuchaba no quedó muy convencida, pero, temiendo uno de esos arrebatos de cólera sobre los que ya corrían leyendas en París, ninguno la refutó y hasta la premiaron con unos forzados aplausos.

¿Te acuerdas, Florita, en esta bruma gaseosa, londinense, en la que nadas, de tu peregrina idea de un himno de la Unión Obrera que acompañara tu gran cruzada, así como la Marsellesa acompañó la gran revolución del 89? Sí, te acuerdas, de manera borrosa, y, también, de la forma grotesca, truculenta, en que aquella idea terminó. La primera persona a la que acudiste a pedirle que redactara el himno de la Unión Obrera fue Béranger. El hombre ilustre te recibió en su casa de Passy, donde almorzaba con tres invitados. Entre impresionados y burlones, los cuatro te escucharon alegar que era imprescindible tener cuanto antes, para empezar la revolución social pacífica, aquel himno que emocionaría a los obreros y los incitaría a la solidaridad y a la acción. Béranger se negó, explicando que le era imposible escribir sin inspiración, por encargo. Y se negó, también, el gran Lama_tine, indicando que tú predicabas lo que él ya había anticipado en su visionaria Marsellesa de la Paz.

Entonces, Florita, en mala hora se te ocurrió convocar un concurso de «Canto para celebrar la fraternidad humana». El premio sería una medalla ofrecida por el siempre generoso Eugene Sue. ¡Qué grave error, Andaluza! Un centenar de poetas y compositores proletarios concurrieron, decididos a ganar el concurso y hacerse de la medalla y de la fama, valiéndose de su talento o, en su defecto, de cualquier otro medio. Jamás hubieras imaginado que la vanidad, que tú, ingenua, creías un vicio burgués, podía inspirar tantas intrigas, enredos, calumnias, golpes bajos entre los concursantes populares, para descalificarse unos a otros y hacerse con el premio. Pocas veces tuviste tantas rabietas y gritaste tanto, hasta la ronquera, como por culpa de esos poetastros y musicantes. El día que el abrumado jurado concedió el premio a M. A. Thys se descubrió que uno de los concursantes despechados, un poeta llamado Perrand, simpático cretino que se presentaba a sí mismo, muy en serio, como «Gran Maestro de la Orden Lírica de los Templarios», se había robado la medalla y los libros del premio apenas supo que otro era el ganador. ¿Te estabas riendo, Florita? No estarías tan mal, entonces, si te quedaban fuerzas para sonreír, aunque fuera en sueños y estimulada por las pequeñas dosis de opio.