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El libro estuvo a punto de costarte la vida. André Chazal no te perdonó el retrato inmisericorde que hacías de él. Semanas y meses fue rumiando el crimen. En su covacha de Montmartre se encontraron dibujos de sepulcros y epitafios para «la Paria», fechados en la época de la publicación de las Peregrinaciones. En mayo de ese año compró dos pistolas, cincuenta balas, pólvora, plomo y cápsulas, sin preocuparse de destruir los recibos. Desde entonces, se ufanaba ante otros grabadores amigos, en el bar, de que pronto haría justicia con sus propias manos «contra esa Jezabel». Al pequeño Ernest-Camille lo llevó algunos domingos a vedo ensayar sus pistolas, disparando al blanco. Todo el mes de agosto de 1838 lo viste merodeando por tu casa, en la rue du Bac. Pese a que alertaste a la policía, ésta no hizo nada para protegerte. El 10 de septiembre, André Chazal salió de su tugurio de Montmartre y fue a almorzar, muy sereno, en un pequeño restaurante, a cincuenta metros de tu casa. Comió con calma, concentrado en la lectura de un libro de geometría, en el que, según el patrón del local, hacía anotaciones. A las tres y media de la tarde, tú, que regresabas a tu casa andando, sofocada por el calor veraniego, avistaste a lo lejos a Chazal. Lo viste acercarse y supiste lo que iba a ocurrir. Pero, un prurito de dignidad o de orgullo te impidió echar a correr. Seguiste andando, con la cabeza muy alta. A tres metros de ti, Chazal levantó una de las dos pistolas que tenía en las manos y disparó. Caíste al suelo, por efecto de la bala que entró a tu cuerpo por una axila y quedó atrapada en tu pecho. Cuando Chazal se disponía a disparar la segunda pistola, apuntándote, conseguiste incorporarte y correr hasta una tienda vecina. Allí te desmayaste.

Después supiste que Chazal, ese débil, no llegó a disparar la segunda pistola y que se entregó a la policía sin resistencia. Ahora, cumplía una pena de veinte años de trabajos forzados. Te habías librado de él, Florita. Para siempre. La Justicia te permitió, incluso, quitar el apellido Chazal a Aline y Ernest-Camille y reemplazado con el de Tristán. Una liberación tardía, pero cierta. Sólo que Chazal te dejó, como recuerdo, esta bala que te mataría en cualquier momento, con un mínimo desplazamiento hacia tu corazón. Los doctores Récamier y Lisfranc, pese a todos sus desvelos, y a esas sondas que te metían en el organismo, no consiguieron extirpar el proyectil. El intento de asesinato hizo de ti una heroína, y, durante toda tu convalecencia, la casita de la rue du Bac se convirtió en un sitio de moda. Allí caían las celebridades de París, de George Sand a Eugene Sue, de Victor ConsidéranTa Prosper Enfantin, a interesarse por tu salud. Te volviste más famosa que una cantante de la Ópera o una volatinera del circo, Florita. Pero la muerte del pequeño Ernest Camille, súbita y cruel como un terremoto, vino a enturbiar aquello que parecía el fin de tus desventuras y una etapa de paz y éxito en tu existencia.

Los doctores Récamier y Lisdanc fueron tan afectuosos y dedicados contigo que, antes de iniciar el viaje promoviendo la Unión Obrera, redactaste un testamento ológrafo, donándoles tu cuerpo en caso de muerte, para que lo utilizaran en sus investigaciones clínicas. Tu cabeza la destinaste a la Sociedad Frenológica de París, en recuerdo de las sesiones a las que asististe, que te dejaron una impresión muy favorable de esa flamante ciencia.

Pese a las recomendaciones de los doctores de que, pensando en el metal helado de tu pecho, llevaras una vida tranquila, apenas pudiste levantarte y salir tu actividad alcanzó un ritmo vertiginoso. Como ahora eras famosa, te disputaban los salones. Igual que en Arequipa, comenzaste a hacer la vida mundana de París: recepciones, galas, tés, tertulias. Hasta te dejaste arrastrar al baile de disfraces de la Ópera, que te maravilló por su magnificencia. Esa noche conociste a una mujer delgada y de ojos penetrantes -una belleza de rasgos góticos- que te besó la mano y te dijo, con tierno acento: «Yo la admiro y la envidio, madame Tristán. Me llamo Olympia Maleszewska. ¿Podríamos ser amigas?». Lo serían, y de qué íntima manera, algo después.

Si no fueras como eres, Florita, hubieras podido convertirte en una gran dama, gracias a la popularidad de que gozaste algún tiempo gracias a Peregrinaciones de una paria y a la tentativa de asesinato. Serías ahora una George Sand, señora del gran mundo, halagada y respetada, con una intensa vida social, que, además, denunciaría en sus escritos la injusticia. Una respetada socialista de salón, eso serías. Pero, para tu bien, y también para tu mal, tú no eras eso. Comprendiste inmediatamente que una sirena de los salones parisinos jamás sería capaz de cambiar un ápice la realidad social, ni ejercer la menor influencia en los asuntos políticos. Había que actuar. Cómo, como.

En ese tiempo te pareció que escribiendo, que ideas y palabras serían suficientes. Qué equivocada estabas. Las ideas eran esenciales, pero, si no las acompañaba una acci6n resuelta de las víctimas -las mujeres y los obreros-, las bellas palabras se harían humo y nunca saldrían de los mentideros parisinos. Pero hace ocho, nueve años, creías que las palabras impresas denunciando el mal, bastarían para poner en movimiento el cambio social. Y, por eso, escribiste con urgencia, con pasión, de todo y sobre todo, quemándote las pestañas a la luz de un quinqué en tu pisito de la me du Bac, desde cuyas ventanas divisabas las torres cuadradas de Saint-Sulpice y oías sus campanas, que hacían vibrar los cristales de tu dormitorio. Redactaste un pedido para la Abolición de la pena de muerte, que hiciste imprimir y llevaste en persona a la Cámara de Diputados, sin que hiciera el menor efecto en los parlamentarios. Y escribiste Méphis, una novela sobre la opresión social de la mujer y la explotación del obrero, que poca gente leyó y la crítica consideró malísima. (Tal vez lo era. No importaba: lo fundamental no era la estética que adormecía a la gente en un sueño placentero sino la reforma de la sociedad.) Escribiste artículos en Le Voleur, en L'Artiste, en Le Globe, en La Phalange , y diste charlas, condenando esa compra y venta de la mujer que era el matrimonio y reclamando el divorcio, ante los oídos sordos de los políticos y la indignación de los católicos.

Cuando el reformador social inglés Robert Owen visitó Francia, en 1837, tú, que conocías apenas sus experimentos de cooperativismo y sociedad industrial y agrícola regulada por la ciencia y la técnica en New Lanark, en Escocia, fuiste a verlo. Lo sometiste a un interrogatorio tan prolijo sobre sus teorías que a él le hizo gracia. Tanto, que te devolvió la visita, llamando a la puerta de tu pisito de la me du Bac, como lo había hecho Fourier en la me du Cherche-Midi. Owen, de sesenta y seis años, era menos sabio y soñador que Fourier, más pragmático, y daba la impresión de alguien que ejecuta sus proyectos. Discutieron, coincidieron, y él te animó a que fueras a ver con tus propios ojos, en New Lanark, los resultados de aquella pequeña sociedad que, reemplazando la codicia por la solidaridad e impulsando la educación gratuita, sin castigos corporales a los niños, y con almacenes cooperativos para los obreros donde los productos se vendían a precio de costo, iba forjando una comunidad de gente sana y feliz. La idea de volver a Inglaterra, país que recordabas con horror desde tus días de sirvienta de la familia Spence, te sedujo y aterró. Pero el gusanillo quedó royéndote la mente. ¿No sería estupendo ir, estudiarlo y averiguarlo todo sobre la cuestión social, como en el Perú, y luego volcarlo en un libro de denuncia que removería hasta los cimientos del Imperio británico, esa sociedad impregnada de hipocresía y de mentiras? Apenas concebido el proyecto, comenzaste a buscar la manera de ponerlo en práctica.

Ah, Florita, lástima que el cuerpo privara a tu espíritu de la agilidad con que siete años atrás podías emprender tantas cosas a la vez, dejando de dormir y de comer si era preciso. Ahora, los esfuerzos que te imponías, exigían de ti una inmensa voluntad para sobreponerte al cansancio, elíxir que entumecía y parecía deshacer tus huesos, tus músculos, y te obligaba a recostarte, en una cama, en un sillón, dos o tres veces al día, sintiendo que se te escurría la vida.