Изменить стиль страницы

Cuando el doctor Amador, el homeópata de Montpellier, a quien Flora vio varias veces en esta semana, la oía criticar de manera destemplada a fourieristas y sansimonianos, acusándolos de «débiles» y «burgueses», se burlaba de su «espíritu incendiario». Flora advertía en el español -hablaba acariciándose las cuidadas patillas canosas que le bajaban hasta la mandíbula- una visible atracción por su persona. No dejaba de halagarte, Andaluza. Sin embargo, esa cordial relación terminó de manera bastante brusca el día en que te enteraste, por el mismo Amador, de que éste, en sus clases de la Facultad de Medicina de la Universidad de Montpellier, no enseñaba la homeopatía, inaceptable para la academia, sino la medicina alopática o tradicional, por la que -te lo había dicho de manera tajante- sentía el desdén que merecen las cosas viejas, las ideas apolilladas.

– ¿Cómo puede usted enseñar algo en lo que no cree y encima cobrar por ello? -le espetó una escandalizada Madame-la-Colere-. Es una incoherencia y una inmoralidad.

– Bueno, bueno, no sea usted tan severa -contemporizó él, sorprendido con esa reacción tan viva-. Amiga mía, tengo que vivir. No siempre se puede ser absolutamente coherente y ético en la vida, a menos que se tenga vocación de mártir.

– Yo debo tenerla -afirmó Madame-la-Colere-. Porque trato siempre de actuar de una manera rectilínea,

de acuerdo a mis convicciones. Se me caería la lengua si tuviera que enseñar cosas en las que no creo, simplemente para justificar un sueldo.

Fue la última vez que se vieron. Sin embargo, pese a haber quedado, sin duda, escaldado con las críticas de Flora, el doctor Amador le envió al Hotel du Midi a un carpintero. André Médard resultó ser un muchacho inquieto y simpático. Había formado una sociedad obrera de ayuda mutua, a la que la invitó.

– ¿Por qué ha decidido usted no hablar en Montpellier, señora?

– Porque me aseguraron que no encontraría aquí un solo obrero inteligente -lo provocó Flora.

– Aquí hay cuatrocientos obreros inteligentes, señora -se rió el muchacho-. Yo soy uno de ellos.

– Con cuatrocientos obreros inteligentes yo haría la revolución en toda Francia, hijo mío -le repuso Flora.

La reunión que André Médard le organizó, con dieciséis hombres y cuatro mujeres, resultó excelente. Estaban desinformados, pero eran curiosos, con ganas de escuchada, y mostraron interés por la Unión Obrera y los Palacios de los Trabajadores. Compraron algunos libros y aceptaron formar un comité de cinco miembros -una mujer entre ellos- para promover el movimiento en Montpellier. Contaron a Flora cosas que la sorprendieron. Bajo su apariencia tranquila, de próspera ciudad burguesa, Montpellier era, según ellos, un polvorín. No había trabajo y muchos desempleados merodeaban por las calles desafiando la prohibición de las autoridades y apedreando a veces las carrozas y las casas de los ricos, numerosos en la ciudad.

– Si no nos apresuramos y cambiamos la situación pacíficamente gracias a la Unión Obrera, Francia, acaso Europa entera, estallarán -afirmó Flora, al término de la reunión-. La carnicería será terrible. ¡Manos a la obra, amigos!

A diferencia de sus primeros días en Montpellier, descansados, los tres últimos fueron de una actividad desbordante, gracias al preparado homeopático del doctor Amador, que la hacía sentirse eufórica y llena de energía. Intentó visitar la cárcel, sin éxito, y recorrió las librerías dejando ejemplares de La Unión Obrera. Por último, se reunió con una veintena de fourieristas locales. Como siempre, la decepcionaron. Eran profesionales y burócratas incapaces de pasar de la teoría a la acción, con una desconfianza innata hacia los obreros, en los que parecían anticipar un peligro para su tranquilidad burguesa. A la hora de las preguntas, un abogado, maítre Saissac, consiguió sacada de sus casillas, reprochándole «sobrepasar las funciones de la mujer, que no debía abandonar nunca el cuidado del hogar por la política». El abogado se ofendió cuando ella lo llamó «un prehistórico, un preciudadano, un troglodita social».

Maítre Saissac tenía algo de la cara apergaminada, amarillenta, avejentada por la penuria, la amargura y el rencor, de André Chazal, en aquellos años de 1835, 1836, 1837. Flora debió vedo varias veces y enfrentarse a él, en una guerra de la que le quedaba como recuerdo esta bala en el pecho que los buenos doctores Récamier y Lisfranc no consiguieron extraerle. Entre 1835 y 1837, Chazal raptó tres veces a la pobre Aline (y dos a Ernest-Camille), convirtiendo a esa niña en el ser triste, melancólico e inhibido que era ahora. Y, cada vez, los pesadillescos tribunales a los que Flora acudió a reclamar la custodia de sus dos hijos, le dieron la razón a él, pese a ser un vago, un alcohólico, un vicioso, un degenerado, un pobre diablo que vivía en un cuchitril hediondo, donde ese par de niños sólo podían llevar una existencia indigna. ¿Y, por qué? Porque André Chazal era el marido, el que tenía las potestades y derechos, aunque fuese una excrecencia humana capaz de buscar placer en el cuerpo de su propia hija. Tú, en cambio, que habías conseguido, mediante tu esfuerzo, educarte y publicar, llevar una existencia decorosa, que hubieras podido asegurar a esos dos niños una buena educación y una vida decente, siempre fuiste mal vista por esos jueces en cuya cabeza toda mujer independiente era una puta. ¡Infelices!

¿Cómo habías conseguido, Florita, en esos años frenéticos, a la vez que peleabas ante los tribunales y en las calles con André Chazal, escribir las Peregrinaciones de una paria?' Esa memoria de tu viaje al Perú apareció en dos volúmenes, en París, a principios de 1838, y en pocas semanas te hizo conocida en los medios intelectuales y literarios franceses. La escribiste gracias a esa energía indomable, que sólo estos últimos meses, durante esta gira, comenzabas a perder.

Un libro escrito a salto de mata, entre carreras a las comisarías, ante los jueces de instrucción y citaciones a la policía, para responder a las demandas enloquecidas de Chazal, quien quería -lo confesó él mismo ante el tribunal que lo juzgó por intento de asesinato- no tanto arrebatarte la custodia de los hijos, sino vengarse, vengarse de esa atrevida que, pese a ser su esposa ante la ley, había osado abandonado y se jactaba ante el mundo en artículos y libros de sus indignas hazañas, huir del hogar, viajar por el Perú haciéndose pasar por soltera y dejándose cortejar por otros hombres, y, además, lo calumniaba, presentándolo ante la opinión pública como un ser abusivo y brutal.

Y, en efecto, André Chazal se vengó. Violando a la pobre Aline, por lo pronto, a sabiendas de que ese crimen heriría a la madre tanto como a la niña. Volvió a sentir el vértigo de aquella mañana de abril de 1837, cuando llegó a sus manos la cartita de Aline. La niña la entregó a un aguatero servicial que se la llevó a Flora en persona. Enloquecida, fue a rescatar a sus hijos y denunció a la policía al incestuoso violador. Éste la agredió, en la calle, antes de ser aprehendido por los agentes. Lo increíble -¿verdad, Florita?- era que, gracias a las habilidades retóricas del abogado Jules Favre, el juicio, en vez de ser sobre la violación y el incesto cometidos por su marido, giró sobre la personalidad anómala, de dudosa moral y conducta reprobable ¡de Flora Tristán! El tribunal declaró que la violación «no había sido probada» y ordenó que los niños fueran a un internado donde sus padres podrían visitados por separado. Ésa era la justicia en Francia para las mujeres, Florita. Por eso estabas en esta cruzada, Andaluza.

La aparición de Peregrinaciones de una paria le dio prestigio literario y algún dinero -se agotaron dos ediciones en poco tiempo-, pero también problemas. El escándalo que provocó el libro en París -ninguna mujer había desnudado su vida privada con tanta franqueza, ni reivindicado su condición de «paria», ni proclamado su rebeldía contra la sociedad, las convenciones y el matrimonio como tú lo hiciste- no fue nada comparado con el que suscitó en el Perú, cuando llegaron los primeros ejemplares a Lima y Arequipa. Te hubiera gustado estar allí, ver y oír lo que decían esos señores enfurecidos que leían el francés, al verse retratados de manera tan descarnada. Te divirtió que, en Lima, los burgueses quemaran tu efigie en el Teatro Central, y que tu tío, don Pío Tristán, presidiera una ceremonia en la Plaza de Armas de Arequipa en la que simbólicamente se quemó un ejemplar de las Peregrinaciones de una paria por vilipendiar a la buena sociedad arequipeña. Fue menos divertido que don Pío te cortara la pequeña renta que hasta entonces te permitía vivir. La emancipación no venía gratis, Florita.