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Permaneció ocho días internado. El doctor Lagrange accedió a recetarle otra vez el láudano, advirtiéndole, sin embargo, que no podía seguir abusando de ese estupefaciente, en buena parte responsable de su pérdida de memoria, y de esos períodos de extravío mental -no saber quién era, dónde estaba, dónde iba- de que ahora se quejaba. Cuando el médico, dando un gran rodeo para no herir su susceptibilidad, se atrevió a sugerirle si no sería mejor para él, dado su estado de salud, considerar el regreso a Francia, su país, donde los suyos, gentes de su misma lengua, sangre y raza, para pasar rodeado de ellos sus últimos años -serían muy penosos, tenía que saberlo-, Paul reaccionó alzando la voz:

– Mi lengua, mi sangre y mi raza son los de Tahitinui, doctor. No volveré a pisar Francia, país al que sólo debo fracasos y sinsabores.

Salió de la clínica todavía con llagas en las piernas y sin que cedieran los dolores del tobillo. Pero el láudano lo defendía contra el escozor y la desesperación. Era toda una experiencia desasirse poco a poco del entorno, irse sumiendo en un territorio de puras sensaciones, de imágenes, de deshilachadas fantasías, que lo libraba del dolor y del asco que sentía al saber que se pudría en vida, que aquellas heridas de sus piernas, cuyo hedor no atajaban las vendas impregnadas de ungüento, estaban sacando a la luz sus pecados, suciedades, vilezas, maldades y errores de toda una vida. Una vida que, por lo visto, no iba a durar mucho ya, Pau!. ¿Te morirías antes de llegar a las Marquesas?

El 19 de abril de 1898 nació el hijo de Koke y 'Pau'ura, un varoncito sano y de buen peso al que de común acuerdo llamaron Émile.

XI. Arequipa Marsella, julio de 1844

«Hay ciudades que una detesta sin conocerlas», pensó Flora, apenas bajó del coupé que la trajo de Avignon con un cura y un comerciante como compañeros de viaje. Divisaba con disgusto las casas de Marsella. ¿Por qué odiabas esta ciudad que no habías visto aún, Florita? Después, se diría que la detestó porque era próspera: había demasiados ricos y gente acomodada en esta pequeña Babilonia de aventureros y emigrantes ávidos. El exceso de comercio y riquezas habían impuesto en sus habitantes un espíritu fenicio y un individualismo feroz que contagiaba incluso a los pobres y explotados, entre los que tampoco encontró la menor predisposición a la solidaridad, y sí, más bien, una indiferencia pétrea hacia las ideas de la unidad obrera y la fraternidad universal que fue a inculcarles. ¡Maldita ciudad donde las gentes sólo pensaban en el lucro! El dinero era el veneno de la sociedad; lo corrompía todo y volvía al ser humano una bestia codiciosa y rapaz.

Como si Marsella hubiera querido darle razones para justificar su antipatía, todo empezó a salirle torcido desde que pisó tierra marsellesa. El Hotel Montmorency resultó espantoso y con pulgas que le hicieron recordar su llegada al Perú en septiembre de 1833, por el puerto de Islay, donde, la primera noche, en casa de don Justo, el administrador de Correos, creyó morir con las picaduras de esas alimañas que se cebaron en ella sin misericordia. Al día siguiente escapó a una posada del centro de Marsella, regentada por una familia española; le dieron un cuarto sencillo, amplio, y no objetaron que recibiera allí a grupos obreros. El poeta-albañil Charles Poncy, autor del himno a la Unión Obrera, con quien Flora contaba para que la guiase en sus reuniones con los trabajadores marselleses, se había marchado a Argel, dejándole una notita: se hallaba exhausto y sus nervios y músculos necesitaban reposo. ¿Qué se podía esperar de los poetas, aunque fueran obreros? Eran otros monstruos de egoísmo, ciegos y sordos a la suerte del prójimo, unos narcisos hechizados con los sufrimientos que se inventaban para poder cantarlos. Deberías considerar, tal vez, Andaluza, la necesidad de que en la futura Unión Obrera no sólo se prohibiera el dinero, también a los poetas, como hizo Platón en su República.

Para colmo, desde el primer día en Marsella sus males recrudecieron. En especial, la colitis. Apenas comía cualquier cosa, la hinchazón del estómago y los retortijones la doblaban en dos. Resuelta a no dejarse derrotar, siguió con sus visitas y reuniones, optando, eso sí, por no probar bocado, salvo calditos insípidos o papillas de bebe, que su lastimado vientre conseguía retener.

Al segundo día en Marsella, luego de una reunión con un grupo de zapateros, panaderos y sastres, organizada por dos peluqueros fourieristas a los que, por recomendación de Victor Considérant, había escrito desde París, tuvo un incidente en el puerto, donde presenció un episodio que le revolvió la sangre. Estaba observando desde el embarcadero las operaciones de descarga de un barco recién atracado. Allí pudo ver, con sus propios ojos, cómo funcionaba el sistema de «esclavos blancos» del que, justamente, acababan de informarle en la reunión de los peluqueros. «Los estibadores no vendrán a verla, señora -le dijeron-. Ellos son los peores abusivos con los pobres». Los descargadores tenían una patente que les daba a ellos solos el derecho de trabajar en las bodegas de los barcos, cargando o descargando mercancías, y de prestar ayuda a los pasajeros con sus equipajes. Muchos preferían subarrendar su trabajo a los genoveses, turcos o griegos apiñados frente al embarcadero, que con gestos y gritos imploraban ser llamados. Los cargadores recibían por descarga un buen salario, un franco y medio, y daban al realquilado cincuenta centavos, con lo que, sin levantar un dedo, se embolsillaban un franco de comisión. Lo que sacó a Flora de sus casillas fue advertir que uno de los estibadores cedía una enorme maleta -casi un baúl- a una genovesa alta y fuerte, pero con un embarazo avanzado. Encogida, con su carga al hombro, la mujer avanzaba rugiendo, la cara congestionada por el esfuerzo y chorreando sudor, hacia la diligencia de los pasajeros. El estibador le alcanzó veinticinco centavos. Y cuando ella, en bárbaro francés, comenzó a reclamarle los veinticinco restantes, la amenazó y la insultó.

Flora salió al encuentro del cargador cuando éste regresaba al barco, entre un grupo de compañeros.

– ¿Sabes qué eres tú, infeliz? -le dijo, fuera de sí-. Un traidor y un cobarde. ¿No te da vergüenza portarte con esa pobre mujer como los explotadores se portan contigo y tus hermanos?

El hombre la miraba sin comprender, preguntándose sin duda si tenía que vérselas con una demente. Por fin, entre risas y burlas de los demás, optó por preguntarle, con gesto ofendido:

– ¿Quién es usted? ¿Quién le ha dado autorización para meterse conmigo?

– Me llamo Flora Tristán -le dijo ella, con ira-. Recuerda bien mi nombre. Flora Tristán. Dedico mi vida a luchar contra las injusticias que se cometen con los pobres. Ni siquiera los burgueses son tan despreciables como los obreros que explotan a otros obreros.

Los ojos del hombre -fortachón, cejijunto, venudo, de piernas zambas- se encendieron, indignados.

– Métete a puta, te irá mejor -exclamó, alejándose y haciendo un gesto de burla a los mirones del embarcadero.

Flora llegó a la pensión con escalofríos y fiebre alta. Tomó unas cucharadas de caldo y se metió en cama. Pese a estar bien abrigada y ser pleno verano, sentía frío. Durante algunas horas no pudo pegar los ojos. Ah, Florita, este maldito cuerpo tuyo no estaba a la altura de tus inquietudes, de tus obligaciones, de tus designios, de tu voluntad. ¿Acaso eras tan vieja? A los cuarenta y un años un ser humano estaba lleno de vida. Cuánto se había deteriorado tu organismo, Andaluza. Hada sólo once años habías resistido tan bien ese terrible viaje de Francia a Valparaíso, y luego el tramo de Valparaíso a Islay, y por fin el asalto de esas pulgas que te comieron toda la noche. ¡Qué recibimiento te hizo el Perú!

Islay: una sola callecita con cabañas de bambú, una playa de arenas negras y un puerto sin muelle donde desembarcaban a los pasajeros igual que los bultos y los animales, descolgándolos con poleas desde la cubierta del barco hasta unos lanchones de madera. La llegada a Islar de la sobrinita francesa del poderoso don Pío Tristán provocó una conmoción en el pequeño puerto de mil almas. A eso debías el haber sido alojada en la mejor casa del lugar, la de don Justo de Medina, administrador de Correos. La mejor, pero no por eso exonerada de las pulgas que reinaban y tronaban en Islay. La segunda noche, al verte picoteada de pies a cabeza y rascándote sin cesar, la esposa de don Justo te dio su receta para poder dormir. Cinco sillas en hilera, la última de las cuales tocaba la cama.