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Despojarte en la primera del vestido y hacer que la esclava se lo llevara con sus pulgas. Despojarte en la segunda silla de la ropa interior y frotarte las partes expuestas con una mezcla de agua tibia y colonia para desprender las pulgas adheridas a la piel. Y continuar, quitándote en cada silla nueva el resto de las ropas, con los frotamientos respectivos en las partes del cuerpo liberadas, hasta la quinta, donde te esperaba un camisón de dormir impregnado de agua de colonia, que, mientras no se evaporase, mantendría a raya a los ácaros. Eso permitía atrapar el sueño. Dos o tres horas más tarde, envalentonadas, las pulgas volvían al ataque, pero para entonces ya estabas dormida, y, con un poco de suerte y otro de hábito, no las sentías.

Fue la primera lección, Florita, que te dio el país de tu padre y de tu tío don Pío, el de tu vasta familia paterna, que venías a explorar, con la ilusión de recuperar algo de la herencia de don Mariano. Allí pasarías un año y allí descubrirías la opulencia, lo que era vivir en el seno de una familia llena de ínfulas, sin preocupaciones económicas, rozando la irrealidad.

Qué fuerte y sana eras entonces, a tus treinta años, Andaluza. Si no, no habrías resistido esas cuarenta horas a caballo, trepando los Andes y cruzando el desierto, entre Islay y Arequipa. Desde la orilla del mar hasta dos mil seiscientos metros de altura, luego de atravesar precipicios, empinadas montañas -las nubes se veían a tus pies- donde las bestias sudaban y relinchaban, abrumadas por el esfuerzo. Al frío de las cumbres, sucedió el calor de un desierto interminable, sin árboles, sin una sola sombra verde, sin un riachuelo ni una poza, de pedruscos calcinados y médanos de arena en los que de pronto aparecía la muerte en forma de esqueletos de reses, asnos y caballos. Un desierto sin pájaros ni serpientes ni zorros, sin seres vivientes de ninguna especie. Al suplicio de la sed se añadía el de la incertidumbre. Tú, sola allí, rodeada de esos quince hombres de la caravana que te miraban todos con indisimulada codicia, un médico, dos negociantes, el guía y once arrieros. ¿Llegarías a Arequipa? ¿Sobrevivirías?

Llegaste a Arequipa y sobreviviste. En tus actuales condiciones físicas, habrías muerto en aquel desierto y sido enterrada como ese joven estudiante, cuya tumba con su tosca cruz de madera fue el único signo de presencia humana en el trayecto lunar de dos días a caballo entre el puerto de Islay y los majestuosos volcanes de la Ciudad Blanca.

Lo mal que se sentía la hacía perder muy rápido la paciencia en las reuniones marsellesas por las preguntas estúpidas que le formulaban a veces los obreros que venían a reunirse con ella en la posada de los españoles. Comparados con los de Lyon, los trabajadores de Marsella eran prehistóricos, incultos, toscos, sin la menor curiosidad por la cuestión social. Con indiferencia, bostezando, la escuchaban explicar que gracias a la Unión Obrera tendrían un trabajo seguro y podrían dar a sus hijos una educación tan buena como la que los burgueses daban a los suyos. Lo que más irritaba a Flora era la estupefacción recelosa, a veces la abierta hostilidad, con que la escuchaban hablar contra el dinero, decir que con la revolución desaparecería el comercio y hombres y mujeres trabajarían, como en las comunidades cristianas primitivas, no por acicate material, sino por altruismo, para satisfacer las necesidades propias y ajenas. Y que en ese mundo futuro todos llevarían una vida austera, sin esclavos blancos ni negros. Y ningún hombre tendría queridas ni sería bígamo ni polígamo, como tantos marselleses.

Sus diatribas contra el dinero y el comercio alarmaban a los trabajadores. Lo notaba en sus caras de extrañeza y reprobación. Y les parecía absurdo que Flora considerara inicuo, una vergüenza, que los hombres tuvieran queridas, recurrieran a la prostitución o mantuvieran harenes como un pachá turco. U no de ellos se atrevió a decírselo:

– Tal vez usted no entiende las necesidades de los hombres, señora, porque es mujer. Ustedes están felices con tener un marido. Les basta y sobra. Pero, a nosotros, una mujer sola toda la vida nos resulta aburrido. Quizás usted no se dé cuenta, pero hombres y mujeres somos muy distintos. Hasta la Biblia lo dice.

El vértigo te rondaba cuando oías estos lugares comunes, Florita. En ninguna parte habías visto, como en esta ciudad de mercaderes ostentosos, una exhibición tan cínica de la lujuria y de la explotación sexual. Ni tantas prostitutas que buscaran clientes con osadía y descaro parecidos. Tus intentos de hablar con las rameras de las callejuelas llenas de barcitos y burdeles vecinos al puerto -menos sórdidos que los de Londres, tenías que reconocerlo fueron un fracaso. Muchas no te entendían, pues eran argelinas, griegas, turcas o genovesas que apenas chapurreaban francés. Todas se alejaban de ti, asustadas, temiendo que fueras una predicadora religiosa o un agente de la autoridad. Hubieras tenido que disfrazarte de hombre, como en Inglaterra, para ganar su confianza. Creías soñar cuando, en las reuniones con hombres de prensa, profesionales con simpatías fourieristas, sansimonianos o icarianos, e incluso trabajadores del montón, oías hablar con desparpajo y admiración de los banqueros, armadores, consignatarios y comerciantes que adquirían queridas, de las casas que les ponían, de las ropas y joyas con que las vestían y adornaban, y de cómo las mimaban: «Qué bien tiene a sus amantes el señor Laferriere», «Nadie como él para tratarlas, es un gran señor». ¿Qué revolución se podía hacer con gentes así?

En materia de exhibicionismo de poder y de riqueza estos mercaderes no se parecían a los ricos de París o de Londres, sino a los de la lejana Arequipa. Porque Flora comprendió por primera vez, en su vertiginosa dimensión, lo que significaban «privilegio» y «riqueza», al llegar al Perú, en aquel septiembre de 1833, cuando, luego del viaje desde Islay, una cabalgata de decenas de personas, todas vestidas a la moda de París, y casi todos parientes suyos de sangre o políticos -las familias principales de Arequipa eran bíblicas por lo vastas y todas emparentadas entre sí-, salió a darle el encuentro a las alturas de Tiabaya. La escoltaron hasta la casa de don Pío Tristán, en la calle de Santo Domingo, en el centro de la ciudad. Recordaba como una fantasmagoría aquella entrada triunfal en la tierra de su padre: el verdor y la armonía del valle regado por el río Chili, las recuas de llamas de orejas tiesas y los tres soberbios volcanes coronados de nieve a cuyos pies se esparcían las casitas blancas, hechas de piedra sillar, de esa ciudad de treinta mil almas que era Arequipa. El Perú tenía unos cuantos años de República, pero todo en esta ciudad, donde los blancos se hacían pasar por nobles y soñaban con serio, delataba la colonia. Una ciudad llena de iglesias, de conventos, de monasterios, de indios y negros descalzos, de rectas calles de adoquines desportillados en medio de las cuales corría una acequia donde las gentes echaban las basuras, los pobres meaban y cagaban y bebían las acémilas, los perros y los niños callejeros, y, entre viviendas miserables y rancherías de desechos y tablones y paja, se levantaban de pronto, majestuosas, palaciegas, las casas principales. La de don Pío Tristán era una de ellas. Él no estaba en Arequipa sino en sus ingenios azucareros de Camaná, pero la gran casona de blanca fachada de sillar esperaba a Flora vestida de gala, en medio de un estruendo de cohetones. Iluminaban el gran patio de entrada hachones de resina y toda la servidumbre -domésticos y esclavos- estaba allí formada para darle la bienvenida. Una mujer con mantilla, las manos llenas de anillos y el cuello de collares, la abrazó: «Soy tu prima Carmen de Piérola, Florita, ésta es tu casa». No

podías creer lo que veías: te sentías una pordiosera rodeada de tanto lujo. En el gran salón de recepciones todo brillaba; a la inmensa araña de cristal de roca se añadían, por el contorno, candelabros con velas de colores. Mareada, pasabas de una a otra persona, extendiendo la mano. Los caballeros te la besaban, haciendo galantes venias, y las señoras te abrazaban, a la usanza española. Muchos te hablaron en francés y todos te preguntaban por una Francia que desconocías, la de los teatros, las tiendas de modas, las carreras de caballos, los bailes de la Ópera. Había también allí varios monjes dominicos de blancos hábitos adscritos a la familia Tristán -¡ la Edad Media, Florita!- y, en medio de la recepción, de pronto, el prior pidió silenció para pronunciar unas palabras de saludo a la recién llegada e implorar para ella, durante su estancia en Arequipa, la bendición del cielo. La prima Carmen había preparado una cena. Pero tú, medio muerta de fatiga por el viaje, la sorpresa y la emoción, te excusaste: estabas agotada, preferías descansar.