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La prima Carmen -cordialísima, efusiva, sin cuello y la cara cubierta de marcas de viruela- te acompañó hasta tus aposentos, en un ala posterior de la casona: una amplia recámara y un dormitorio de techo abovedado, altísimo. En la puerta te mostró a una negrita de ojos vivos, que las esperaba, inmóvil como una estatua:

– Esta esclava, Florita, es para ti. Te ha preparado un baño de agua y leche tibia, para que duermas fresquita.

Igual que los ricos de Arequipa, los mercaderes de Marsella no parecían darse cuenta de lo obsceno que era el espectáculo de la abundancia que ofrecían, rodeados de miserables. Es verdad que los pobres de Marsella eran ricos en comparación con esos indios pequeñitos, arrebujados en sus ponchos, que pedían limosna en las puertas de las iglesias arequipeñas mostrando sus ojos ciegos o sus miembros lisiados para despertar la piedad, o trotaban junto a sus rebaños de llamas, llevando sus productos al mercado de los sábados, bajo los portales de la Plaza de Armas. Pero, aquí, en Marsella, también había muchos desvalidos, casi todos inmigrantes, y, por serlo, explotados en los talleres, en el puerto y en las fincas agrícolas de los alrededores.

No había pasado una semana en Marsella, y, pese a lo mal que se sentía, celebrado buen número de reuniones y vendido medio centenar de ejemplares de La Unión Obrera , cuando vivió una experiencia que recordaría luego, a veces con carcajadas y a veces indignada. Una señora que sólo dejaba su nombre, nunca su apellido, madame Victoire, vino a buscarla varias veces a la posada de los españoles. A la cuarta o quinta vez, dio con ella. Era una mujer sin edad, que cojeaba del pie izquierdo. Pese al calor, vestía de oscuro, con un pañuelo cubriéndole los cabellos y una gran bolsa de tela colgando del brazo. Insistió tanto en que conversaran a solas, que Flora la hizo pasar a su cuarto. Madame Victoire debía ser italiana o española, por su acento, aunque también podía ser de la región, pues los marselleses hablaban el francés con un deje que a ratos le resultaba a Flora incomprensible. Incontinente, madame Victoire la halagaba -qué cabellera de azabache, esos ojos brillarían como luciérnagas en la noche, qué delicada silueta, qué pequeñitos sus pies- hasta hacerla ruborizar.

– Es usted muy amable, señora -la interrumpió-. Pero, tengo muchos compromisos y no puedo demorarme. Para qué quería verme.

– Para hacerte rica y feliz -la tuteó madame Victoire, abriendo los brazos y los ojos, como abarcando un universo de lujo y fortuna-. Esta visita mía puede cambiar tu vida. Nunca tendrás palabras para agradecérmelo, bella.

Era una alcahueta. Venía a decide que un hombre muy rico, generoso y apuesto, de la alta sociedad de Marsella, la había visto, se había prendado de ella -espíritu romántico, el caballero creía en el amor a primera vista- y estaba dispuesto a sacarla de esta pensión de mala muerte, ponerle casa y ocuparse de sus necesidades y caprichos de manera que su vida estuviera en adelante a la altura de su belleza. ¿Qué te parecía, Florita?

Boquiabierta, arrebatada, Flora tuvo un ataque de risa que le cortó la respiración. Madame Victoire se reía también, creyendo el negocio concluido. Y se llevó menuda sorpresa cuando vio a Flora pasar de la risa a la furia, y abalanzarse sobre ella gritándole improperios y amenazándola con denunciada a la policía si no se marchaba de inmediato. La celestina partió murmurando que, una vez que recapacitara, lamentaría esta reacción infantil.

– Hay que pescar a la suerte cuando pasa, bella, porque nunca regresa.

Flora se quedó cavilando. La indignación cedía el sitio a un sentimiento de vanidad, de coquetería íntima. ¿Quién pretendía ser tu amante y protector? ¿Un viejo en ruinas? Debías haber fingido interés, sonsacar su nombre a madame Victoire. Entonces, te hubieras presentado ante él a tomarle cuentas. Pero, una propuesta así, de uno de esos ricos y lujuriosos marselleses, indicaba que, pese a tantas desventuras, a tu vida sin tregua, a las enfermedades, debías ser todavía una mujer atractiva, capaz de inflamar a los hombres, de incitados a hacer locuras. Llevabas bien tus cuarenta y un años, Florita. ¿No te decía Olympia a veces, en los momentos más apasionados: «Sospecho que eres inmortal, amor mío»?

En Arequipa, todos tenían a la francesita recién llegada por una belleza. Se lo dijeron desde el primer día sus tías y tíos, primas y primos, sobrinas y sobrinos, y la maraña de parientes de parientes, amigos de la familia y curiosas y curiosos de la sociedad arequipeña, que, las primeras semanas, vinieron a presentarle sus respetos, trayéndole regalitos, y a satisfacer esa curiosidad frívola, chismosa, malsana, una enfermedad endémica de la «buena sociedad» arequipeña (así le decían ellos mismos). Con qué distancia y desprecio veías ahora a toda esa gente que había nacido y vivía en el Perú pero sólo soñaba con Francia y con París, a esos republicanos recientes que fingían ser aristócratas, a esas damas y caballeros decentísimos cuyas vidas no podían ser más hueras, parásitas, egoístas y frívolas. Ahora podías hacer esos juicios tan severos. Entonces, no. No todavía. En esos primeros meses en la tierra de tu padre viviste halagada, feliz, entre ricos burgueses. Esas sanguijuelas de lujo, con sus amabilidades, invitaciones, cariños y galanterías, te hacían sentir rica también, decente y burguesa y aristócrata también, Florita.

Te creían virgen y soltera, por supuesto. Nadie sospechaba la dramática vida conyugal de la que huiste. Qué maravilloso levantarte y ser servida, tener una esclava siempre allí esperando tus órdenes, no preocuparte jamás por el dinero, porque, mientras estuvieras en esta casa, siempre habría para ti comida, techo, cariño, y un vestuario que, gracias a la generosidad de la parentela, sobre todo tu prima Carmen de Piérola, se multiplicó en pocos días. ¿Significaba este tratamiento que don Pío y la familia Tristán habían decidido olvidar que eras una hija natural y reconocerte los derechos de hija legítima? No lo sabrías de manera definitiva hasta la vuelta de don Pío, pero los indicios eran alentadores. Todos te trataban como si jamás te hubieras apartado de la familia. A lo mejor el corazón de tu tío Pío se ablandó. Te reconocería como hija legítima de su hermano Mariano y te daría la parte de la herencia de tu abuela y de tu padre que te correspondía. Volverías a Francia con una renta que te permitiría vivir en el futuro como una burguesa.

¡Ay, Florita! Mejor que no ocurriera, ¿verdad? Hubieras terminado convertida en una de esas mujeres ricas y estúpidas que ahora despreciabas tanto. Mucho mejor que sufrieras aquella decepción en Arequipa y que aprendieras, a fuerza de reveses, a reconocer la injusticia, odiarla y combatirla. La tierra de tu padre no te devolvió a Francia opulenta, pero sí convertida en una rebelde, en una justiciera, en una «paria», como te llamarías a ti misma, con orgullo, en el libro en el que decidiste contar tu vida. Después de todo, tenías muchas cosas que agradecer a Arequipa, Horha.

La reunión más interesante de Marsella la celebró en una cofradía de talabarteros. En el local, impregnado de olor a cueros, tintes y madera húmeda, con una veintena de personas, súbitamente se presentó Benjamin Mazel, gallardo y exuberante discípulo de Charles Fourier. Era un cuarentón lleno de energía, de cabellos alborotados de poeta romántico, envuelto en una capa constelada de lamparones y de caspa, de verba exaltada. Llevaba consigo, lleno de anotaciones, un ejemplar de La Unión Obrera. Sus opiniones y críticas te sedujeron de inmediato. Mazel, cuyo atlético corpachón y su entusiasmo a flor de piel te recordaban al coronel Clemente Althaus, de Arequipa, dijo, gesticulando como un italiano, que, en el proyecto de reforma social de la Unión Obrera, faltaba, junto al derecho al trabajo y a la instrucción, el derecho al pan cotidiano y gratuito. Expuso su tesis con detalle y convenció en el acto a la veintena de talabarteros y a la propia Flora. En la futura sociedad, las panaderías, todas en manos del Estado, prestarían un servicio público, como las escuelas y la policía; dejarían de ser instituciones comerciales y suministrarían pan a los ciudadanos de manera gratuita. El costo se financiaría con los impuestos. Así, nadie se moriría de hambre, nadie viviría ocioso y todos los niños y jóvenes recibirían educación.