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A su espalda, los vecinos se reían de él. Se contaban sus alucinados disparates, y, cuando no el Bárbaro o el Cojo, le decían el Caníbal. Que ya no tenía muy sana su cabeza era evidente, por las contradicciones en que incurría cuando se ponía a evocar su vida pasada. Se jactaba de ser descendiente directo del último emperador azteca, llamado Moctezuma, y si alguien, respetuosamente, le recordaba que hacía unos días había asegurado que su linaje procedía en línea recta de un virrey del Perú, decía que, en efecto, era así, y que, además, tenía una abuela, Flora Tristán, anarquista en tiempos de Louis-Philippe, a la que él, de niño, había ayudado a preparar las bombas y la pólvora para los atentados terroristas contra los banqueros. No le importaba incurrir en afirmaciones sin pies ni cabeza, o garrafales anacronismos; sus recuerdos eran las invenciones del momento de alguien desconectado de la realidad, una cabeza que se había fabricado un pasado porque el suyo se lo habían disuelto enfermedades, remedios, locuras y borracheras.

Ningún colono, oficial de la pequeña guarnición o funcionario, lo invitaba a su casa, ni se le permitía la entrada al Club Militar. Para las familias de la pequeña sociedad colonial de Tahiti-nui, se volvió un apestado. Por su escandalosa vida, por convivir públicamente con nativas, por lucirse con prostitutas y protagonizar escándalos de abierta depravación, tanto en Mataiea como en Punaauia -escándalos que la chismografía exageraba hasta el delirio-, y por la mala fama que le hicieron los curas y pastores (sobre todo, el padre Damián), quienes, aunque mantenían una rivalidad muy intensa disputándose las almas indígenas para sus respectivas iglesias, estaban de acuerdo en considerar a Paul, pintor borracho y degenerado, un peligro público, un desprestigio para la sociedad y una fuente de inmoralidades. En cualquier momento cometería crímenes. ¿Qué se podía esperar de un sujeto que hacía público elogio del canibalismo?

Un día se presentó en el Departamento de Obras Públicas una muchacha indígena embarazada, preguntando por él. Era Pau'ura. Con naturalidad, como si se hubieran despedido la víspera -«Salud, Koke»-, le señaló su barriga, con media sonrisa. Tenía en la mano su bultito de ropa.

– ¿Vienes a quedarte conmigo?

Pau'ura asintió.

– ¿Eso que llevas en la barriga es mío?

La chiquilla volvió a asentir, muy segura, con unos brillos traviesos en los ojos.

Él se puso muy contento. Pero, inmediatamente surgieron complicaciones, algo inevitable tratándose de ti, Koke. La dueña de la pensión se negó a permitir que Pau'ura compartiera el cuarto de Paul, alegando que su pensión era modesta pero digna, y que bajo su techo no cohabitaban parejas ilegítimas, menos un blanco con una indígena. Comenzó entonces un patético recorrido por las casas de familia de Papeete que daban albergue. Todas se negaron a recibidos. Paul y Pau'ura tuvieron que refugiarse en Punaauia, en la finquita de Pierre Levergos, que accedió a hospedados hasta que encontraran donde vivir, con lo que el ex soldado se ganó la enemistad del padre Damián y del reverendo Riquelme.

La vida de Koke, viviendo en Punaauia y trabajando en Papeete, se volvió dificilísima. Tenía que tomar el primer coche de servicio público, aún a oscuras, y pese a ello llegaba media hora tarde al Departamento de Obras Públicas. Para compensar la tardanza, ofreció quedarse media hora luego del cierre de las oficinas.

Como si no tuviera ya bastantes problemas, se le metió en la cabeza algo descabellado: enjuiciar a las pensiones y hospedajes de Papeete que le negaron alojamiento con su vahine, acusándolos de haber violado las leyes de Francia, que prohibían discriminar entre los ciudadanos por causa de raza y religión. Perdió horas, días, consultando abogados y hablando con el procurador público, sobre el monto de las indemnizaciones que él y Pau'ura podían pedir por el agravio recibido. Todos trataron de disuadido, argumentando que jamás ganaría semejante proceso, pues las leyes amparaban el derecho de propietarios y administradores de hoteles y pensiones de rechazar a personas que, a su juicio, carecían de respetabilidad. ¿ y qué respetabilidad podía acreditar él, que vivía en flagrante adulterio, unión ilegítima, o bigamia, nada menos que con una indígena, y que había protagonizado infinitos incidentes, registrados por la policía, a causa de sus borracheras, y sobre quien pesaba, además, la acusación de haber huido de la clínica para no pagar lo que debía? Era un acto de conmiseración que los médicos del Hospital Vaiami no hubieran iniciado una acción judicial contra él por daños y perjuicios; pero, si se empeñaba en este proceso, aquel asunto saldría a relucir y Koke sería el perjudicado.

No fueron estos argumentos los que lo hicieron desistir, sino una carta conjunta de sus amigos Daniel de Monfreid y el buen Schuff, que le llegó a mediados de 1897 como maná caído del cielo. Venía acompañada de una remesa de mil quinientos francos y anunciaba, para pronto, un nuevo envío. Ambroise Vollard comenzaba a vender sus cuadros y esculturas. No a un solo cliente, a varios. Tenía promesas de compra que podían concretarse en cualquier momento. Todo esto parecía preludiar un cambio de fortuna con su pintura. Sus dos amigos se alegraban de que, por fin, los coleccionistas empezaran a reconocer lo que ya algunos críticos y pintores admitían a media voz: que Paul era un gran artista, que había revolucionado los patrones estéticos contemporáneos. «No descartamos que contigo pase lo que con Vincent», añadían. «Después de haberlo ignorado sistemáticamente, ahora todos se disputan sus cuadros, pagando por ellos sumas enloquecidas.»

El mismo día que recibió esta carta, Paul renunció al Departamento de Obras Públicas. En Punaauia consiguió un pequeño terreno, no muy alejado de la finquita de Pierre Levergos, donde, como la casa de éste era diminuta, dormían él y su vahine en un cobertizo sin paredes, a orillas de la huerta de frutas. Llevando la carta de sus amigos y el cheque, así como el anuncio de próximos envíos, consiguió que el Banco de Papeete le hiciera un préstamo para su nueva vivienda, cuyos planos él mismo dibujó, y cuya construcción vigiló celosamente.

Desde el regreso de Pau' ura su mejoría fue notable. Volvió a alimentarse, recuperó los colores, y, sobre todo, el ánimo. Otra vez se le oyó reír y mostrarse sociable con los vecinos. No sólo la presencia de su vahine lo alegraba; también, la perspectiva de ser padre de un tahitiano. Eso significaría su asentamiento definitivo en esta tierra, la evidencia de que los manes del lugar, los Ariori, por fin lo aceptaban.

En un par de meses la nueva vivienda fue habitable. Era más pequeña que la anterior, pero más sólida, con unos tabiques y un techo que resistirían las lluvias y los vientos. No había vuelto a pintar, pero ya Pierre Levergos dudaba que mantuviera su promesa de no coger más los pinceles. Porque el arte, la pintura, venían con frecuencia a su conversación. El ex soldado lo escuchaba, simulando un interés mayor del que sentía, oyéndolo criticar a pintores que desconocía, defender ideas incomprensibles. ¿Cómo se podía hacer una «revolución» pintando, de la manera que fuera? Al ex soldado lo dejaba estupefacto que Paul, en sus momentos de exaltación, asegurase que la tragedia de Europa, de Francia, había comenzado cuando los cuadros y las esculturas dejaron de estar mezclados a la vida de las gentes, como había ocurrido hasta la Edad Media, y como ocurrió en todas las civilizaciones antiguas, los egipcios, los griegos, los babilonios, los escitas, los incas, los aztecas, y aquí también, entre los antiguos maoríes. Algo que todavía estaba ocurriendo en las Marquesas, donde se trasladarían él y Pau'ura y el niño dentro de algún tiempo.

La enfermedad impronunciable cortó la recuperación física y moral de Koke, retornando de pronto, en el mes de marzo, con más furia que antes. Volvieron a abrirse las llagas de sus piernas, supurantes. Esta vez, el ungüento a base de arsénico no conseguía calmarle el escozor. Al mismo tiempo, arreciaron los dolores del tobillo. El boticario de Papeete se negó a seguir vendiéndole láudano sin receta del médico. Con la cabeza gacha, descompuesto de humillación, tuvo que dejarse llevar al Hospital Vaiami. Se negaron a admitido si no abonaba antes lo que quedó debiendo, aquella vez que se escapó por la ventana. Debió, además, dejar un avance como garantía de que esta vez sí abonaría la factura.