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Cuando llegó la respuesta de Monfreid, cuatro meses después, diciéndole que Ambroise Vollard había vendido Nevermore por quinientos francos el primer día que exhibió el cuadro en su galería, Paul había dejado Punaauia y estaba viviendo en Papeete. Había encontrado un empleo, como asistente de dibujante, en el Departamento de Obras Públicas de la administración colonial. Ganaba ciento cincuenta francos. Le alcanzaba para vivir, modestamente. Había dejado de ir semidesnudo, con un simple pareo, y, como los funcionarios, vestía a la occidental y con zapatos. Pau' ura lo había abandonado -sin decir palabra, desapareció un buen día con su puñadito de enseres personales-, y él, deprimido con su partida, y con la noticia de la muerte de su hija Atine en Copenhague, que lo desasosegaba más a medida que pasaba el tiempo, había vendido la casa de Punaauia y jurado públicamente, ante un grupo de amigos, no volver a pintar nunca más ni un palote, ni esculpir objeto alguno, ni siquiera con un trozo de papel o una miga de pan. En adelante, se dedicaría sólo a sobrevivir, sin hacer planes de ninguna especie. Cuando, sin saber si hablaba en serio o era un delirio alcohólico, le preguntaron por qué había tomado una decisión tan radical, les respondió que, después de Nevermore, todo lo que pudiera pintar sería malo. Este cuadro era su canto del cisne.

Se inició entonces un período de su vida en que todos los vecinos de Papeete lo espiaban, preguntándose cuánto duraría la agonía de este muerto en vida que parecía haber entrado en la recta final de la existencia y que hacía cuanto podía para apresurar su muerte. Vivía en una pensión de las afueras, donde Papeete desaparecía tragada por el bosque. Salía muy temprano de allí, rumbo al Departamento de Obras Públicas; su cojera hacía que se demorase en el trayecto el doble que un hombre a paso normal. Su trabajo era poco menos que simbólico -un favor del gobernador Gustave Gallet-, pues los planos que le daban a dibujar los hacía con tanta torpeza y desgano que debían ser rehechos. Nadie le llamaba la atención. Todos temían su carácter irritable, esos arrebatos beligerantes que ahora lo sobrecogían no sólo borracho, también sobrio.

No comía casi nada y enflaqueció mucho; unas ojeras violáceas circundaban sus ojos, y lo demacrado de su cara hacía que su fracturada nariz pareciera todavía más grande y más torcida, semejante a la de uno de esos ídolos que antes le gustaba tallar en madera, asegurando que eran los antiguos dioses del panteón maorí.

Salía de su trabajo directamente hacia los barcitos del puerto, que ya eran doce. Avanzaba despacio por el paseo del embarcadero, el Quai du Commerce, solo, cojeando, apoyado en su bastón, con signos evidentes de malestar físico en la cara, enfurruñado, hosco, sin contestar a nadie el saludo. Él, que había tenido épocas de gran sociabilidad con nativos y colonos, se volvió huraño, distante. Escogía un día la terraza de un bar, otro día otra. Bebía una copa de ajenjo, o de ron, o de vino, o una cerveza, y a los dos o tres sorbos alcanzaba la vidriosidad en los ojos, el enredo de la lengua y los gestos morosos del borracho consuetudinario.

Entonces, conversaba con los cantineros, las rameras, los vagos y borrachines del contorno, o con Pierre Levergos, que venía de Punaauia a hacerle compañía, compadecido de su soledad. Según el ex soldado, se equivocaban quienes creían que iba a morir. Para él, a Paulle ocurría algo más grave; estaba perdiendo la razón; su cabeza se había vuelto un batiburrillo. Hablaba de su hija Aline, muerta en Copenhague, a los veinte años, sin que hubiera podido despedirse de ella, y lanzaba contra la religión católica las peores apostasías e impiedades. La acusaba de haber exterminado a los Ariori, los dioses locales, y de envenenar y corromper las costumbres sanas, libres, desprejuiciadas de los nativos, imponiéndoles los prejuicios, censuras y vicios mentales que habían arrastrado a Europa a su decadencia actual. Sus odios y furores tenían muchos blancos. Ciertos días se concentraban en los chinos avecindados en Tahití, a los que acusaba de querer apoderarse de estas islas para acabar con los tahitianos y los colonos y extender el imperio amarillo. O se enzarzaba en largos e incomprensibles soliloquios sobre la necesidad de que el arte reemplazara el patrón de belleza occidental, la mujer y el hombre de piel blanca y proporciones armoniosas, creado por los griegos, por los valores inarmónicos, asimétricos y de audaz estética de los pueblos primitivos, cuyos prototipos de belleza eran más originales, variados e impuros que los europeos.

N o le importaba si lo escuchaban, pues, si alguien lo interrumpía con una pregunta, no se daba por enterado o lo callaba con una grosería. Permanecía sumergido en su mundo, cada vez menos permeable a la comunicación con los demás. Lo malo eran sus furias, que lo llevaban de pronto a insultar a cualquier marinero recién desembarcado en Papeete o a tratar de descerrajar un silletazo al parroquiano que, para su mala suerte, le cruzaba la mirada. En esos casos, los gendarmes lo arrastraban al puesto policial y lo hacían dormir en un calabozo. Aunque los vecinos lo conocían, y se desentendían de sus provocaciones, no ocurría lo mismo con los marineros en tránsito, que, a veces, se liaban a golpes con él. Y, ahora, era Paul quien quedaba mal parado, con moretones en la cara y el cuerpo magullado. Tenía sólo cuarenta y nueve años pero su cuerpo estaba tan en ruinas como su espíritu.

Otro tema obsesivo de Koke era mandarse mudar a las Marquesas. Quienes habían estado en aquellas alejadas colonias, a más de mil quinientos kilómetros la más próxima de Tahití, trataron de disuadido de la fantasiosa idea que se había hecho de esas islas, pero pronto optaron por callar, advirtiendo que no los escuchaba. Su cabeza ya no parecía capaz de discriminar entre fantasía y realidad. Decía que todo lo que curas católicos y pastores protestantes, así como colonos franceses y chinos comerciantes, habían pervertido y aniquilado en Tahití y las demás islas de este archipiélago, en las Marquesas se conservaba intacto, virgen, puro, auténtico. Que, allá, el pueblo maorí seguía siendo el de antes, el orgulloso, libre, bárbaro, pujante pueblo primitivo en comunión con la naturaleza y con sus dioses, viviendo todavía la inocencia de la desnudez, del paganismo, de la fiesta y la música, de los ritos sagrados, del arte comunicativo de los tatuajes, del sexo colectivo y ritual y el canibalismo regenerador. Él buscaba eso desde que se sacudió la costra burguesa en la que estaba atrapado desde la infancia, y llevaba un cuarto de siglo siguiendo el rastro de ese mundo paradisíaco, sin encontrado. Lo había buscado en la Bretaña tradicionalista y católica, orgullosa de su fe y sus costumbres, pero ya la habían mancillado los turistas pintores y el modernismo occidental. Tampoco lo encontró en Panamá, ni en la Martinica, ni aquí, en Tahití, donde la sustitución de la cultura primitiva por la europea ya había herido de muerte los centros vitales de aquella civilización superior, de la que apenas quedaban miserables restos. Por eso, debía partir. Apenas reuniera algo de dinero tomaría un barquito a las Marquesas. Quemaría sus ropas occidentales, su guitarra y su acordeón, sus telas y pinceles. Se internaría en los bosques hasta dar con una aldea aislada, que sería su hogar. Aprendería a adorar a esos dioses sanguinarios que atizaban los instintos, los sueños, la imaginación, los deseos humanos, que no sacrificaban jamás el cuerpo a la razón. Estudiaría el arte de los tatuajes y lograría dominar su laberíntico sistema de signos, la cifrada sabiduría que conservaba intacto su riquísimo pasado cultural. Aprendería a cazar, a danzar, a rezar en ese maorí elemental más antiguo que el tahitiano, y regeneraría su organismo comiendo carne de su prójimo. «No me pondré nunca al alcance de tus dientes, Koke», le decía Pierre Levergos, el único a quien aguantaba bromas.