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Eso que veías era lo que tenías que pintar, Koke. Ahora mismo. Sin decir nada, fue al estudio, cogió el álbum de bocetos y unos carboncillos, regresó al dormitorio y se dejó caer sentado en la alfombrilla de estera, frente a Pau'ura. Ella no se movió, ni le hizo pregunta alguna, mientras él, con trazo seguro, hada dos, tres, cuatro apuntes de la muchacha tendida de costado. Pau'ura, de tanto en tanto, cerraba los ojos, ganada por la somnolencia, y al rato volvía a abrirlos y los posaba un instante sobre Koke, sin la menor curiosidad. La maternidad había dado mayor plenitud a sus caderas, ahora más redondeadas, y dotado a su vientre de una pesadez majestuosa que te hada recordar los vientres y caderas de las lánguidas odaliscas de Ingres, de las reinas y mujeres mitológicas de Rubens y Delacroix. Pero, no, no, Koke. Este maravilloso cuerpo de piel mate, con reflejos dorados, de muslos tan sólidos, que se prolongaban en unas piernas fuertes, armoniosamente torneadas, no era europeo, ni occidental, ni francés. Era tahitiano. Era maorí. Lo era en el abandono y la libertad con que Pau'ura descansaba, en la sensualidad inconsciente que vertía por cada uno de sus poros, incluso en esas trenchas de cabellos negros que la almohada amarilla -un dorado tan recio que te hizo pensar en los oros desbocados del Holandés Loco sobre los que tú y él habían discutido tanto en Arles- ennegrecía aún más. El aire arrastraba un aroma excitante, deseable. Una sexualidad espesa te iba embriagando más que el vino que te disponías a tomar cuando viste a tu vahine desnuda, en esta pose providencial, que te rescató de la depresión.

Sintió su verga tiesa, pero no dejó de trabajar. Interrumpir el trabajo en este momento sería sacrílego, el encantamiento no volvería a surgir. Cuando tuvo el material que necesitaba, Pau'ura se había dormido. Se sentía extenuado, aunque con una sensación bienhechora y una gran calma en el espíritu. Mañana empezarías de nuevo el cuadro, Koke, esta vez sin vacilaciones. Sabías perfectamente la tela que ibas a pintar. Y también que, en esa tela, detrás de la mujer desnuda y dorada tendida sobre una cama y reposando la cabeza en una almohada amarilla, habría un cuervo. Y que el cuadro se llamaría Nevermore.

Al día siguiente, al mediodía, su amigo Pierre Levergos se acercó a la cabaña como otros días para beber juntos una copa, conversando. Koke lo despidió de manera abrupta:

– No vuelvas hasta que te llame, Pierre. No quiero ser interrumpido, ni por ti ni por nadie.

No pidió a Pau'ura que retornara la postura en que estaba pintándola; hubiera sido como pedirle al cielo que reprodujera esa luz límite en que vio a su vahine, una luz a punto de empezar a disolver y borrar los objetos, a sumidos en sombras, a tomados bultos. La muchacha jamás volvería a mostrar ese abandono tan espontáneo, esa dejadez absoluta en que la sorprendió. Tenía la imagen tan vívida en la memoria que la reproducía con facilidad, sin dudar un segundo en los contornos y el trazo de la figura. En cambio, le costaba un trabajo desmedido bañar su imagen en aquella luz declinante, algo azulada, en esa atmósfera de aparición, magia o milagro, que, estabas seguro, daría a Nevermore su sello, su personalidad. Trabajó con cuidado la forma de los pies, tal como los recordaba, distendidos, terrestres, los dedos separados, comunicando una sensación de solidez, de haber estado siempre en contacto directo con el suelo, de comercio carnal con la naturaleza. Y se esmeró en la mancha sanguinolenta de ese pedazo de tela abandonada junto al pie y la pierna derecha de Pau'ura: llamita de incendio, coágulo tratando de abrirse paso entre ese cuerpo sensual.

Advirtió que había una correspondencia estrecha entre esta tela y la que pintó de Teha'amana en 1892: Manao tupapau (El demonio vigila a la niña), su primera obra maestra tahitiana. Ésta sería otra obra maestra, Koke. Más madura y profunda que aquélla. Más fría, menos melodramática, quizás más trágica; en vez del miedo de Teha'amana al espectro, aquí, Pau'ura, después de esa prueba, perder a su hija a poco de nacida, yacía pasiva, resignada, en esa actitud sabia y fatalista de los maoríes, ante el destino representado por el cuervo sin ojos que reemplazaba en Nevermore al demonio de Manao tupapau. Cuando, cinco años atrás, pintaste este último cuadro, arrastrabas todavía muchos residuos de la fascinación romántica por el mal, por lo macabro, por lo tétrico, como Charles Baudelaire, poeta enamorado de Lucifer al que aseguraba haber reconocido, una noche, sentado en un bistro de Montparnasse y discutido con él sobre estética. Aquel decorado literario-romántico había desaparecido. Al cuervo lo tropical izaste: se volvió verdoso, con pico gris y alas manchadas de humo. En este mundo pagano, la mujer tendida aceptaba sus límites, se sabía impotente contra las fuerzas secretas y crueles que se abaten de pronto sobre los seres humanos para destruidos. Contra ellas, la sabiduría primitiva -la de los Ariori- no se rebela, llora o protesta. Las enfrenta con filosofía, con lucidez, con resignación, como el árbol y la montaña a la tempestad, las arenas de las playas a las mareas que las sumergen.

Cuando terminó el desnudo, amuebló el espacio en torno de manera lujosa, rica en detalles, con un colorido variado y sutiles combinaciones. Aquella misteriosa luz indecisa, de crepúsculo, cargaba los objetos de ambigüedad. Todos los motivos de tu mundo personal comparecían, para dar un sello propio a esta composición que era, sin embargo, inequívocamente tahitiana. Además del cuervo ciego, coloreado por el trópico, en paneles distintos, asomaban flores imaginarias, unas infladas siluetas tuberosas, bajeles vegetales de velamen desplegado, un cielo con nubes navegantes que podían ser las pinturas de una tela que recubría el muro o un cielo que asomaba por una ventana abierta en el recinto. Las dos mujeres que conversaban detrás de la muchacha tendida, una de espaldas, otra de perfil, ¿quiénes eran? No lo sabías; había en ellas algo siniestro y fatídico, algo más cruel que el demonio oscuro de Manao tupapau, disimulado por la normalidad de su apariencia. Bastaba acercar los ojos a la muchacha tumbada para advertir que, pese a la calma de su pose, sus ojos estaban sesgados: trataba de escuchar el diálogo que tenía lugar a sus espaldas, un diálogo que la inquietaba. En distintos objetos de la pieza -la almohada, la sábana, aparecían las florecillas japonesas que venían a tu pincel automáticamente desde que, en tus comienzos de pintor, descubriste a los grabadores japoneses del período Meiji. Pero, ahora, también en estas florecillas se manifestaba la ambigüedad recóndita del mundo primitivo, pues, según la perspectiva, mudaban, se volvían mariposas, cometas, formaciones volantes.

Cuando terminó el cuadro -estuvo puliendo y retocando los detalles cerca de diez días- se sintió feliz, triste, vacío. Llamó a Pau'ura. Ella, después de contemplarlo un rato, de manera inexpresiva, movió la cabeza sin mucho entusiasmo:

– Yo no soy así. Esa mujer es una vieja. Yo soy mucho más joven.

– Tienes razón -le replicó-. Tú eres joven. Ésta, es eterna.

Se echó a dormir un rato y al despertar buscó a Pierre Levergos. Lo invitó a Papeete, a festejar su recién terminada obra maestra. En los barcitos del puerto bebieron sin parar, toda la noche y de todo: ajenjo, ron, cerveza, hasta perder ambos el sentido. Trataron de entrar a un fumadero de opio en las vecindades de la catedral, pero los chinos los echaron. Durmieron en el suelo de una fonda. Al día siguiente, al regresar a Punaauia en el coche público, Paul tenía revueltas las tripas, arcadas y una acidez venenosa en el estómago. Pero, aun en ese mal estado, empaquetó cuidadosamente la tela y se la envió a Daniel de Monfreid, con estas breves líneas: «Como es una obra maestra, si no se puede sacar un buen precio por ella, prefiero que no se venda».