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»Kellino no tiene dotes de director; no alcanza un nivel de competencia. Sitúa la cámara donde ha de estar; el único problema es que nunca la controla. Pero su actuación salva la película del desastre completo al que los defectos del guión la condenan. La dirección de Kellino no ayuda nada, pero no destruye la película. El resto del reparto es simplemente espantoso. No es justo desdeñar a un actor por su aspecto, pero Georges Howies es físicamente demasiado viscoso incluso para el viscoso papel que aquí interpreta. Selina Denton tiene un aire demasiado hueco incluso para la mujer vacía que interpreta aquí. No es mala idea, a veces, elegir un reparto que contradiga los roles, y quizás Kellino debiera haberlo hecho en su película. Pero tal vez no mereciese la pena. La filosofía fascista del guión, su concepción machista de lo que constituye una mujer "estimable", condenan todo el proyecto antes del primer golpe de manivela.»

– Esa tía puta -dijo Houlinan, no furioso sino con una desesperanza desconcertada-. ¿Qué coño quiere ella que sea una película? Y, demonios, ¿por qué coño seguirá diciéndonos que Billie Stroud es una tía buena? En los cuarenta años que llevo en el cine no he visto una estrella más fea. No la soporto.

– Todos los demás críticos cabrones la secundarán -dijo pensativo Kellino-. Ya podemos olvidarnos de esta película.

Malomar escuchaba a ambos. Un par de granos iguales en el culo. ¿Qué demonios importaba lo que dijese Clara Ford? Siendo Kellino el actor principal recuperarían el dinero y ayudarían a pagar parte de los gastos generales de los estudios. Eso era lo que él esperaba de la película. Y ahora tenía a Kellino enganchado para la película importante, la de la novela de John Merlyn. Y Clara Ford, pese a lo inteligente que era, no sabía que Kellino tenía un director detrás que hacía todo el trabajo sin que se supiera.

La crítica le resultó particularmente odiosa a Malomar. Estaba redactada con tanta autoridad, tan bien escrita, su autora tenía tanta influencia, y sin embargo no tenía la menor idea de lo que era hacer una película. Se quejaba del reparto. No sabía que el principal papel femenino dependía de con quién estuviese jodiendo Kellino, y que los papeles secundarios dependían de con quién estuviese jodiendo el jefe de reparto. ¿Es que no sabía acaso que éstas eran las prerrogativas celosamente guardadas de muchos de los que controlaban ciertas películas? Había un millar de tías por cada pequeño papel y podías joderte a la mitad sin darles nada siquiera, sólo por dejar que los leyeran y decirles que quizá las llamases para otra lectura. Y todos aquellos directores del carajo formando harenes privados, más poderosos que los mayores potentados del mundo en cuanto a mujeres inteligentes y hermosas. No era que uno se molestase siquiera en hacerlo. Incluso esto era demasiado problemático y no valía la pena. Lo que le divertía a Malomar era que la autora de la crítica era la única que captaba el asunto de Houlinan.

Estaba furioso por algo más.

– ¿Qué demonios quiere decir con eso de que es fascista? He sido antifascista toda mi vida.

– No es más que un grano en el culo -dijo Malomar cansinamente.

– Usa la palabra «fascista» del mismo modo que nosotros utilizamos la palabra «tía». No quiere decir nada con eso.

Kellino estaba furiosísimo.

– Me importa un carajo lo de mi interpretación. Pero no estoy dispuesto a consentir que me comparen con los fascistas.

Houlinan paseaba por la habitación; estuvo a punto de meter mano en la caja de Montecristos de Malomar, pero se lo pensó mejor.

– Esa tía nos está fastidiando -dijo-. Siempre nos está fastidiando. Y el que le pusieses el veto en los avances no sirvió para nada, Malomar.

Malomar se encogió de hombros.

– No se esperaba que sirviese, lo hice por mi bilis.

Los dos le miraron con curiosidad. Sabían lo que quería decir, pero resultaba inadecuado en él. Malomar lo había leído por la mañana en un guión.

– Hay que dejarse de bromas -dijo Houlinan-, es demasiado tarde para esta película, pero ¿qué coño vamos a hacer con Clara en la siguiente?

– Tú eres el agente de prensa personal de Kellino -dijo Malomar-. Haz lo que quieras. Clara es cosa tuya.

Esperaba terminar aquella conferencia temprano. Si hubiese sido sólo Houlinan, habría acabado en dos minutos. Pero Kellino era uno de los astros de la pantalla de verdadera importancia, y había que besarle el culo con mucha paciencia y muestras extremas de amor.

Malomar tenía programado para el resto del día ir a la sala de montaje. Su mayor placer. Era uno de los mejores editores fílmicos del negocio y lo sabía. Y además le encantaba montar una película de modo que todas las cabezas de las aspirantes a estrella cayeran al suelo. Era fácil reconocerlas. Los primeros planos innecesarios de una chica guapa observando la acción principal. El director se la había tirado, y aquélla era la compensación. Malomar en su sala de montaje le pegaba el tijeretazo, a menos que le agradase el director o las raras veces que la escena tenía sentido. Dios mío, cuántas tías habían dado el paso para verse allí en la pantalla una décima de segundo, pensando que una décima de segundo las facturaría camino de la fama y de la fortuna, que su belleza y su talento resplandecerían como iluminados. Malomar estaba cansado de mujeres guapas. Eran un grano en el culo, sobre todo si eran inteligentes. Lo cual no significaba que no le enganchasen de vez en cuando. Había tenido su cuota de matrimonios desastrosos, tres, todos con actrices. Ahora buscaba cualquier tía que no intentase sacarle nada. Sentía por las chicas guapas lo que siente el abogado al oír el timbre de su teléfono. Sólo puede significar problemas.

– Tráete acá a una de tus secretarias -dijo Kellino.

Malomar tocó el timbre de su mesa y apareció una chica en la puerta como por arte de magia. Malomar tenía cuatro secretarias: dos guardaban la puerta exterior de su oficina y otras dos la puerta del sancta sanctorum, una a cada lado como dragones. No importaba qué desastres pudiesen ocurrir; cuando Malomar tocaba el timbre, aparecía alguien. Tres años atrás había sucedido lo imposible. Había apretado un timbre y no había pasado nada. Una secretaria había tenido una crisis nerviosa en una oficina ejecutiva próxima y un productor autónomo la estaba curando con más gente. Otra había corrido escaleras arriba a contabilidad a buscar cifras sobre los gastos totales de una película. La tercera estaba enferma y no había ido aquel día. La cuarta y última se había visto desbordada por el acuciante deseo de ir a orinar, y se arriesgó. Estableció el récord femenino de meada, pero no bastó. En aquellos segundos fatales, Malomar apretó su timbre y cuatro secretarias no fueron seguridad suficiente. Nadie acudió a su llamada. Las despidió a las cuatro.

Ahora Kellino dictaba una carta a Clara Ford. Malomar admiraba su estilo. Y sabía lo que estaba intentando. No se molestó en decirle que no había ninguna posibilidad.

«Querida señorita Ford -dictaba Kellino-. Sólo mi admiración por su trabajo me impulsa a escribir esta carta y a indicar unos cuantos puntos en los que discrepo de lo que usted dice en su crítica de mi nueva película. No crea, por favor, que esto constituye una queja ni nada parecido. Respeto su integridad lo suficiente y admiro su inteligencia demasiado para emitir una queja improcedente. Sólo quiero explicar que el fracaso de la película, si es que hay tal fracaso, se debe por entero a mi inexperiencia como director. Aún considero el guión maravillosamente escrito. Creo que la gente que trabaja conmigo en la película lo hizo muy bien pese a la carga negativa de mi labor de director. Y eso es todo cuanto tengo que decir, salvo añadir quizás que sigo siendo uno de sus admiradores, y que puede que algún día podamos encontrarnos para comer y tomar una copa y hablar realmente sobre cine y arte. Creo que tengo mucho que aprender antes de dirigir mi próxima película (lo que no será dentro de demasiado tiempo, se lo aseguro). Y, ¿de quién puedo aprender mejor que de usted?