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– Cuesta noventa dólares -dijo Valerie-. ¿Te imaginas? ¡Noventa dólares por un vestidito de verano!

– Es bonito -dije, obligado. Se lo puso por delante, sin enfundarse en él.

– Sabes -dijo-, en realidad no pude acabar de decidir si me gustaba más el amarillo o el verde. Al final me decidí por el amarillo. Creo que me sienta mejor el amarillo. ¿Qué crees?

Me eché a reír.

– Querida -dije-, ¿no se te ocurrió que podías comprar los dos?

Me miró un momento asombrada y luego también ella se echó a reír.

– Puedes comprar -le dije- uno amarillo, otro verde, otro azul y otro rojo.

Y los dos sonreímos, y creo que por primera vez nos dimos cuenta de que habíamos entrado en una especie de nueva vida. Pero, en conjunto, el éxito no me parecía tan interesante ni tan satisfactorio como había creído. Así que, tal como solía hacer, me puse a leer sobre el tema y descubrí que mi caso no era insólito; que, en realidad, muchos individuos que habían luchado toda su vida por llegar a la cima en sus profesiones, lo celebraban de inmediato tirándose por la ventana de un octavo piso.

Era invierno, y decidí llevar a mi familia de vacaciones a Puerto Rico. Sería la primera vez en nuestra vida de casados que podíamos permitirnos salir fuera. Mis hijos nunca habían ido a un campamento de verano.

Lo pasamos muy bien nadando, disfrutando del calor, de las calles pintorescas y de la comida exótica. Era una delicia alejarse del frío por la mañana y por la tarde estar bajo el sol tropical, gozando de una brisa balsámica. De noche, llevé a Valerie al casino del hotel mientras los niños nos esperaban sentados en los grandes sillones de mimbre del vestíbulo. Cada quince minutos o así, Valerie bajaba a ver si estaban bien, y por último se los llevó a todos a nuestra suite y yo estuve jugando hasta las cuatro de la mañana. Como ya era rico, naturalmente, tuve suerte. Gané unos miles de dólares y disfruté más y me divertí más ganando en aquel casino que con el éxito y las inmensas sumas de dinero que el libro me había proporcionado hasta entonces.

Cuando volvimos a casa, me aguardaba una sorpresa aún mayor. Unos estudios cinematográficos, Malomar Films, habían pagado cien mil dólares por los derechos cinematográficos de mi libro y otros cincuenta mil, más gastos, para que yo fuese a Hollywood a escribir el guión.

Hablé del asunto con Valerie. En realidad, no quería escribir guiones de cine. Le dije que vendería el libro, pero que rechazaría el contrato del guión. Creí que esto la complacería, pero, por el contrario, dijo:

– Creo que sería bueno para ti ir allí. Creo que te conviene conocer más gente. Ya sabes lo mucho que lamento a veces el que seas tan solitario.

– Podríamos ir todos -dije.

– No -dijo Valerie-. Yo estoy muy feliz aquí con mi familia, no podemos sacar a los niños del colegio y no me gustaría que se criasen en California.

Como todo el mundo en Nueva York, Valerie consideraba California una exótica avanzadilla de los Estados Unidos llena de drogadictos, asesinos y predicadores locos que le pegarían de tiros a un católico nada más verle.

– El contrato es por seis meses -dije-, pero yo podría trabajar un mes y luego volver y continuar aquí.

– Eso me parece perfecto -dijo Valerie-, y además, si te he de ser sincera, a los dos nos vendría bien un descanso.

Esto me sorprendió.

– Yo no necesito descansar de ti -dije.

– Pero yo necesito descansar de ti -dijo Valerie-. Destroza los nervios tener a un hombre trabajando en casa. Pregúntale a cualquier mujer. Altera muchísimo toda la rutina de las tareas domésticas. Hasta ahora, nunca pude decirte nada porque no podías permitirte tener un estudio fuera para trabajar, pero ahora sí puedes, y me gustaría que no trabajases más en casa. Puedes alquilar un sitio, ir por la mañana y venir a casa por la noche. Estoy segura de que trabajarías mucho mejor.

Ni siquiera ahora sé por qué me ofendió tanto que dijese aquello. Me había sentido feliz quedándome en casa y trabajando allí y me dolió de veras que ella no sintiese lo mismo. Y creo que fue esto lo que me hizo decidirme a escribir la versión cinematográfica de mi novela. Fue una reacción infantil. Si no me quería en casa, me iría, y ya vería ella lo que era bueno. Por entonces, yo estaba seguro de que lo que habría emocionado a cualquier otro escritor a mí no me emocionaba. Hollywood era un sitio del que resultaba agradable leer cosas, pero yo ni siquiera tenía ganas de visitarlo.

Comprendí que una parte de mi vida había concluido. Osano había escrito en su comentario: «Todos los novelistas, malos y buenos, son héroes. Luchan solos. Han de tener la fe de los santos. Para ellos la derrota es más frecuente que el triunfo. Y el mundo cruel no muestra la menor piedad. Les fallan las fuerzas (por eso la mayoría de los novelistas tienen puntos débiles, son fácil blanco para el ataque); los problemas de la vida real, las enfermedades de los niños, la traición de los amigos, las traiciones de las mujeres, son cosas todas ellas que deben dejar a un lado. Ignoran sus heridas y siguen luchando, pidiendo el milagro de nuevas energías.»

Desaprobaba el tono melodramático, pero era cierto que tenía la sensación de estar desertando del grupo de los héroes. No me importaba nada el que esto fuese típico sentimentalismo del escritor.

LIBRO QUINTO

27

Malomar Films, aunque subsidiaria de los Estudios TriCultura de Moisés Wartberg, operaba sobre una base completamente independiente en el aspecto creador, y tenía un pequeño estudio propio. Y así, Bernard Malomar trabajaba con libertad total para la película que proyectaba sobre la novela de John Merlyn.

A Malomar únicamente le interesaba hacer buenas películas, lo cual nunca era tarea fácil, y menos con los Estudios TriCultura de Wartberg vigilando constantemente todos sus movimientos. Odiaba a Wartberg. Eran enemigos reconocidos, pero Wartberg, como enemigo, era un individuo interesante con el que resultaba divertido tratar. Además, Malomar respetaba el talento de Wartberg como financiero y como ejecutivo. Sabía que no podía haber cineastas como él sin alguien detrás que tuviese ese talento.

Malomar, en sus elegantes oficinas situadas en un rincón de su propio estudio, tenía que enfrentarse con un grano en el culo mayor que Wartberg, aunque menos mortífero. Si Wartberg era como un cáncer en el recto, según decía en broma Malomar, Jack Houlinan era unas hemorroides y, en el trato diario, mucho más irritante.

Jack Houlinan, vicepresidente a cargo de las relaciones públicas en el departamento de creación, jugaba su papel de genio número uno en su oficio con tremenda sinceridad. Cuando te pedía que hicieras algo desagradable y te negabas, admitía con violento entusiasmo tu derecho a negarte. Su frase favorita era:

– Cualquier cosa que digas es válida para mí. Jamás intentaría convencerte de que hicieras algo que no quisieras hacer. Yo sólo preguntaba.

Esto lo decía después de un discurso de una hora explicándote por qué tenías que tirarte del rascacielos Empire State para conseguir que tu nueva película ocupase mayor espacio en el Times.

Pero con sus jefes, como el vicepresidente a cargo de la producción de los estudios internacionales TriCultura de Wartberg, con aquella película de Merlyn para Malomar Films, y su propio cliente personal, Ugo Kellino, era mucho más franco, más humano. Y ahora hablaba con toda franqueza con Bernard Malomar, que en realidad no le concedía tiempo para contar tonterías.

– Estamos metidos en un lío -dijo Houlinan-. Creo que esta condenada película puede ser la mayor bomba desde Nagasaki.

Malomar era el jefe de estudio más joven desde Thalberg, y le gustaba mucho interpretar el papel de genio tonto. Muy serio, dijo: