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Aún estaba consciente cuando llegaron los del servicio médico, percibió más o menos que la examinaban y que uno de los médicos miraba en su bolso y encontraba la cocaína. Creyeron que se trataba de un caso de sobredosis. Uno de los recién llegados la interrogó.

– ¿Cuántas drogas ha tomado usted esta noche?

– Ninguna -dijo ella desafiante.

– Vamos -dijo el médico-, intentamos salvarle la vida.

Y fue esa frase lo que salvó realmente a Janelle. Pasó a interpretar un papel que había interpretado ya. Utilizó una frase que utilizaba siempre para burlarse de lo que otros estimaban en mucho.

– Oh, por favor -dijo.

El Oh, por favor con un tono despectivo para demostrar que el que le salvasen la vida era la menor de sus preocupaciones y, en realidad, algo que ni siquiera debía tomarse en consideración.

No se desmayó en el viaje en ambulancia, y percibió claramente que la metían en la cama de la blanca habitación del hospital, pero por entonces todo aquello no le estaba pasando a ella. Estaba pasándole a alguien que ella había creado y que no era verdad. Podía salirse de aquello siempre que quisiese. Ahora estaba segura. En aquel momento sintió otro terrible golpe y perdió el conocimiento.

Al día siguiente de Año Nuevo recibí una llamada de Alice. Me sorprendió un poco oír su voz. En realidad, no la reconocí hasta que me dijo su nombre. Lo primero que relampagueó en mi mente fue que Janelle necesitaba ayuda en algún sentido.

– Merlyn, pensé que te importaría saberlo -dijo Alice-. Hace mucho tiempo que no nos vemos, pero pensé que debía decirte lo que ha sucedido.

Hizo una pausa, su voz era vacilante. Yo no dije nada, así que siguió:

– Tengo malas noticias sobre Janelle. Está en el hospital. Tuvo un derrame cerebral.

No capté lo que me decía, o mi mente se limitó a rechazar los hechos. Los registró sólo como una enfermedad.

– ¿Cómo está? -pregunté-. ¿Fue muy grave?

De nuevo aquella pausa y luego Alice dijo:

– Vive mecánicamente. Los análisis no muestran ninguna actividad cerebral.

Yo estaba muy tranquilo, pero aun así no lo captaba realmente.

– ¿Quieres decir que va a morir? -dije-. ¿Es eso lo que me dices?

– No, no es eso lo que te digo -dijo Alice-. Quizá se recupere, quizá puedan mantenerla viva. Ha venido su familia y serán ellos los que tomen las decisiones. ¿Quieres venir? Puedes estar en mi casa.

– No -dije yo-. No puedo.

No podía realmente.

– ¿Me llamarás mañana y me dirás lo que sucede? -añadí-. Iré si puedo ayudar en algo, pero en otro caso no.

Hubo un largo silencio, y luego Alice dijo con voz quebrada:

– Merlyn, me senté a su lado y está tan guapa como si no le hubiese pasado nada. Le cogí una mano y estaba caliente. Parece como si estuviese durmiendo. Pero los médicos dicen que no le funciona el cerebro. Merlyn, ¿se equivocarán? ¿Podrá mejorar?

En aquel momento, tuve la seguridad de que todo era un error, de que Janelle se recuperaría. Cully había dicho una vez que un hombre podía convencerse de cualquier cosa que desease y eso fue lo que hice.

– Alice, a veces los médicos se equivocan. Puede mejorar. No hay que perder las esperanzas.

– Está bien -dijo Alice; ahora estaba llorando-. Oh, Merlyn, es tan terrible. Está allí en la cama tendida, durmiendo, como una princesa encantada, y yo sigo pensando que puede suceder algo mágico, que se pondrá bien. No soporto la idea de vivir sin ella. Y no puedo dejarla así. Ella no soportaría vivir de ese modo. Si ellos no quisieran poner fin a esto, yo lo haré. No la dejaré vivir así.

Oh, qué oportunidad tan magnífica de convertirme en un héroe. Una princesa de cuento de hadas muerta en un encantamiento, y Merlin el Mago que sabía cómo despertarla. Pero ni siquiera me ofrecí a ayudarla en su propósito.

– Hay que esperar y ver lo que pasa -dije-. Llámame, ¿de acuerdo?

– Bien -dijo Alice-. Simplemente pensé que te importaría saberlo. Pensé que quizás quisieras venir.

– En realidad, hace mucho tiempo que no la he visto ni hablado con ella -dije; luego recordé a Janelle preguntando: «¿Me negarías?» y yo diciendo entre risas: «Con todo el corazón».

– Te quería más que a ningún otro hombre -dijo Alice.

Pero no dijo «más que a nadie», pensé. Dejaba a las mujeres.

– Quizás se ponga bien -dije-. ¿Volverás a llamarme?

– Sí -dijo Alice.

Su voz estaba más calmada ya. Había empezado a percibir mi rechazo y esto la desconcertaba.

– Te llamaré en cuanto pase algo -dijo. Luego colgó.

Y yo me eché a reír. No sé por qué me reía, sencillamente me reía. No podía creerlo. Debía ser una de las bromas de Janelle. Era demasiado ofensivamente dramático, algo sobre lo que yo sabía que ella había fantaseado; sin duda había montado ella aquella pequeña comedia. Y sabía algo: nunca miraría su rostro vacío, su belleza abandonada por el cerebro que había tras ella. Nunca jamás contemplaría aquello, porque me volvería de piedra. No sentía ningún dolor, ninguna sensación de pérdida. Era demasiado cauto para eso. Demasiado astuto. Estuve paseando el resto del día, cavilando. De cuando en cuando me reía, y luego me sorprendía con la cara contraída en una especie de mueca, como alguien que tuviera un secreto deseo culpable que se hubiese cumplido, o alguien que por fin está atrapado para siempre.

Alice me llamó al día siguiente, tarde ya.

– Ahora está perfectamente -dijo.

Por un momento, pensé que lo decía en serio, que Janelle se había recuperado, que todo había sido un error. Pero luego añadió:

– Desconectamos. Le retiramos las máquinas y ha muerto.

Los dos guardamos un largo silencio. Luego, me preguntó:

– ¿Vendrás al funeral? Se hará un homenaje póstumo en el cine. Vendrán todos sus amigos. Habrá una fiesta con champán y todos sus amigos pronunciarán discursos hablando de ella. ¿Vendrás?

– No -dije-. Iré dentro de un par de semanas a verte, si no te importa, pero ahora no puedo.

Hubo otro largo silencio, como si ella intentase controlar su cólera, y luego dijo:

– Janelle me dijo una vez que confiase en ti, así que lo hago. Siempre que quieras venir, te veré.

Y luego colgó.

El Hotel Xanadú se alzaba ante mí, su marquesina de un millón de dólares de luces brillantes ahogaba las solitarias montañas que quedaban tras él. Entré, soñando con aquellos días y meses y años felices que había pasado viendo a Janelle. Desde su muerte había pensado en ella casi todos los días. Algunas mañanas me despertaba pensando en ella, imaginando su aspecto, lo afectuosa que podía ser a veces y lo irascible que podía ser al mismo tiempo.

En aquellos primeros minutos del despertar, siempre creía que aún seguía viva. Imaginaba escenas de cuando nos encontrásemos de nuevo. Tardaba cinco o diez minutos en recordar que había muerto. No me había pasado aquello con Osano ni con Artie. En realidad, pensaba en ellos muy pocas veces. ¿Me preocupaba más por ella? Pero, entonces, si sentía eso hacia Janelle, ¿por qué aquella risa nerviosa cuando Alice me comunicó la noticia por teléfono? ¿Por qué el día en que me había enterado de su muerte me había reído solo tres o cuatro veces? Y ahora comprendo que quizás fuese porque estaba furioso con ella por morirse. A su tiempo, si ella hubiese vivido, la hubiese olvidado. Pero su artimaña le permitiría acosarme toda la vida.

Cuando vi a Alice unas semanas después de la muerte de Janelle, me enteré de que el derrame cerebral se debía a un defecto congénito del que Janelle quizás no estuviese enterada.

Recordé lo furioso que me ponía cuando ella llegaba tarde, o las pocas veces que se olvidó del día en que habíamos quedado en vernos. Yo estaba absolutamente seguro de que se trataba de olvidos freudianos, de que su inconsciente deseaba rechazarme. Pero Alice me explicó que esto le sucedía muy a menudo a Janelle, y que poco antes de su muerte, la cosa había empeorado. Se relacionaba sin duda con el aneurisma progresivo, con el fatal deterioro de su cerebro. Y luego recordé aquella última noche que había pasado con ella, en la que me había preguntado si la amaba y yo le había contestado con tanta insolencia. Y pensé que si pudiese preguntármelo ahora, habría reaccionado de un modo muy distinto. Que ella podía ser y decir y hacer lo que desease, que yo aceptaría cualquier cosa que ella quisiese ser. Que sólo la idea de poder verla, de que estuviese en algún sitio al que yo pudiese ir, que pudiese oír su voz o su risa podría hacerme feliz. «Oh, vamos, entonces», pude oírle preguntar, satisfecha pero furiosa también, «dime, ¿es lo más importante para ti?» Ella quería ser lo más importante para mí, y para todas aquellas personas a las que conocía, a ser posible para el mundo entero. Tenía una inmensa sed de afecto. Pensé en acres comentarios para que ella me los hiciese tumbada en la cama, con el cerebro destrozado mientras yo la contemplaba afligido. Ella diría: «¿No es así como me querías? ¿No es así como quieren los hombres a las mujeres? Creí que esto sería lo ideal para ti». Pero luego comprendí que ella jamás habría sido tan cruel, ni tan vulgar. Y luego comprendí algo extraño: mis recuerdos de ella nunca tenían que ver con nuestras relaciones sexuales.